Nota: Se respeta la ortografía original de la época


XX


En la sala de billar del «Círculo de los Intransigentes», Plese, Rimal, Delmonte y Robert, hablaban de todo y de todos. Hablaban de un drama anarquista de Mirbeau; hablaban de una comedia heroica de Rostand; hablaban de los últimos libros de Zola y de los más impertinentes cancioneros de Montmartre.

— Mirbeau —decía Delmonte— tiene mucho talento; pero es un hombre desagradable, áspero, atrabiliario. En cuanto á Rostand, casi me parece un imbécil.

— ¡Un imbécil! —replicaba Rimnal—. No; no es un imbécil, pero tampoco es superior á Moliere y á Tirso como lo asegura ese pobre Faguet. Es sencillamanete un poeta agradable. Por mi parte, yo no puedo olvidar la nimiedad elegante y odiosa de su primer libro, titulado Musardises, en respuesta á otro libro escrito por su mujer... En aquella época todos le considerábamos como á un joven canario, que cantaba para su joven canaria... ¡Uff!... Todo eso es artificial y débil... Al fin y al cabo, el único teatro que puede existir en nuestra época, es la comedia cruel y lapidaria de Donay, de Lavedan, de Becque... ¿No te parece, Robert?

Robert respondía por medio de monosílabos malhumorados, sin expresar claramente su opinión.

De pronto, Plese preguntó á Rimal si había visto á Carlos la víspera en el estreno del Renacimiento.

Rimal contestó:

— Sí; sí le vi... Estaba con el director de la Revista Parisiense y con dos actrices del Palacio Real... Pero ¿por qué no viene nunca al Círculo?... Se me figura que comienza á envanecerse con sus triunfos... ¿Y la Muñeca?...

— En efecto, ¿qué se ha hecho la Muñeca? —interrogó Rimal.

Temiendo alguna indiscreción hiriente ó burlona, Robert tomó la palabra:

— La Muñeca —dijo— no era ni con mucho la mujer que convenía á Llorede... No quiero decir que sea una mala mujer, ni mucho menos... pero, en fin, Carlos necesita algo más sencillo, más natural, menos literario, menos curioso y menos lascivo que esa chica... Uds., que la conocen tanto como yo, comprenderán lo difícil que debe de haber sido para nuestro amigo vivir al lado de una mujer caprichosa, orgullosa, ávida de sensaciones raras y casi histérica. Yo le hablé varias veces de eso á Carlos, con una franqueza brutal, y creo que mis consejos contribuyeron á decidirle...

— Entonces —interrumpió Plese—, ¿tú te figuras que fué él quien se marchó, y no ella quien le obligó á marcharse?

— ¡Ya lo creo que me lo figuro!... como que es la purísima verdad... Pero, en fin, esto no tiene gran importancia... Llorede está libre, comienza á trabajar de nuevo...

— ¿Y crees que vive dichoso?

— Dichoso no. ¿Quién es dichoso en este mundo? ¿Eres dichoso tú? Yo no... ni nadie... Pero si Llorede se siente más desgraciado ahora que hace dos meses, no es justamente por causa de la Muñeca, sino por haber tenido que renunciar de pronto á una vida á la cual ya estaba acostumbrado. En general, cuando un hombre se separa de una mujer, lo que más le hace sufrir es el cambio de vida y la idea de que un sentimiento acaba de morir en su alma... Estoy seguro de que Carlos comienza á estar tranquilo...

— Como el agua que duerme —murmuró Delmonte.

— ¡Como todo el mundo! ¡qué demonio! Como tú, como yo, como el vecino... Nosotros tenemos la manía de complicar las cosas más simples y de no querer creer que una mujer que ríe, ríe, en efecto, de buenas ganas... No, señor, para nosotros esa mujer ríe para esconder una lágrima ó para no gritar, porque la víspera se murió un caballero que fué amigo de su abuelo... ¡Qué sutileza!... Carlos está tranquilo, como están tranquilos los mozos de treinta años que acaban de perder una querida bonita y que no han encontrado aún otra bonita querida para reemplazarla. Ya le verás una de estas noches, aquí o en cualquier café, al lado de una chica guapa, muy contento y muy enamorado, bebiendo como un loco, pellizcando las piernas de su nueva Dulcinea, haciendo todas las adorables tonterías que hacen los amantes... Pero aun viéndole así, tú te has de figurar siempre que está á punto de matarse, porque tienes la desgracia de ser un psicólogo... ¡oh, un psicólogo!... La psicología es una enfermedad terrible, que te impedirá siempre ver las cosas tales y como son... Más te valiera ser sencillo y no imitar á Julián Sorel ni á Barrès... Porque mira que es triste eso de ser el discípulo del autor del Jardín de Berenice.

Para evitar los discursos malhumorados de Robert, Plese trató de hablar de otra cosa:

— Esta mañana —dijo— vino á mi estudio la marquesa de Tecor, ¿no la conocen Uds?... Es una mujer muy hermosa, muy rica, muy ligera de cascos... ¿Y saben Uds. á qué vino? Pues nada menos que á pedirme que la hiciese un busto desnudo —«desnudo hasta el ombligo»— decía ella con su noble boca impúdica.

— La conozco —repuso Delmonte—; y, en efecto, es una mujer de impudor bíblico. Sólo que ni es muy noble, ni es muy rica... A mí me está debiendo una medalla, desde el año de la Exposición. Ten cuidado... á menos que quieras hacerte pagar en besos... o en algo más... Y lo que es como belleza, chico, te aseguro que no vale la pena...

— Tú te vuelves cada día más exigente desde que Margot se desnuda en tu taller... Y a propósito, ¿cómo te paga Margot sus bustos?

— Del mismo modo que la marquesa te pagará a ti los suyos.

Robert preguntó fríamente:

— ¿Tú duermes con la del Campo?

— A veces —contestó el escultor—. ¿Estás celoso?

— No.

— ... Porque si tienes deseos de dormir con ella, me parece que no es difícil conseguirlo. Se ha vuelto muy caritativa, y hasta Plese ha pasado una noche en su casa.

— ¿Yo? —exclamó el aludido—. ¡no; no es cierto!

Robert se había puesto pálido; y sin decir una palabra, miraba a sus amigos y se mordía el labio inferior nerviosamente. Después de un instante de reflexiones silenciosas, terminó como hablando consigo mismo:

— Aquí el único franco soy yo... y el único imbécil también!...

Luego tomó su sombrero, marchóse casi sin despedirse de nadie, y trató de pensar en algo que no tuviese nada que ver con Margot, ni con la Muñeca, ni con Carlos. «Ya yo estoy viejo para esas tonterías —decíase—. Ahora lo único que me conviene es el amor á precio fijo, á día fijo, á ración fija... Una hora cada semana, en cualquier entresuelo de la calle de Marbeuf, al lado de una mujer que no sea muy joven, ni muy bonita, pero que sea blanca, rubia, complaciente y sin nada de particular en la cara ni en el cuerpo, para que, en vez de dejarme un recuerdo nostálgico, me deje únicamente el consuelo de un apetito saciado... El amor está bien cuando uno tiene veinte años y necesidad de sufrir... Yo ya estoy viejo, viejo, viejo... y no tengo ningún deseo de convertirme en un masoquista sentimental... En el fondo, más vale que la tonta de Margot no haya querido ser amable para conmigo, pues sus besos me habrían costado muchas crónicas, y, como dice Balzac, ninguna noche de amor vale una página... ¡Balzac!... Ese sí que era un hombre!... jamás una pasión en su vida!... Y Zola también es un hombre que trabaja sin descanso y que se contenta con su mujer... ¡El trabajo!... Es necesario vivir alegremente y no atormentarse por las chiquillas que tienen el pecho bonito y los ojos negros... ¡Trabajar!... Yo no vuelvo á acordarme de ninguna mujer... ¡oh, no!... ¡no!...»

Algunas horas después, sin embargo, el pobre periodista sorprendióse á sí mismo acariciando con la imaginación la imagen picaresca y excitante de Margarita. «Soy un necio incurable» —pensó.