Del amor, del dolor y del vicio/XXII
Con una alegría nerviosa y malsana, la Muñeca continuaba frecuentando los establecimientos que en París se llaman «lugares de placer».
Margarita la conducía á todos los barrios, revelándola, casi á diario, un nuevo restaurant nocturno, un teatrillo poco conocido, ó una misteriosa y lejana taberna artística.
— ¿Adónde me llevas esta noche, Margot?
— ¿Esta noche?... al teatro de la calle Ballu, en el cual los pantins representan el Ubu Rey de Jarry, una pieza extraordinaria que provocó grandes escándalos hace un año en «La Obra».
— ¿Y al salir del teatro?
— ¡Ah! ¡es cierto!... Al salir del teatro iremos á Montmartre, á ver al autor del drama y á sus amigos; ¿te parece?
— Sí; perfectamente...
Al principio Liliana se entregaba á su vida de desorden con un entusiasmo apasionado, no desperdiciando ninguna ocasión de ver un espectáculo raro ó de hablar con un hombre original. Todo lo extraño, todo lo misterioso, todo lo infame, despertaba su curiosidad enfermiza hasta el punto de producirle verdaderas crisis de deseo. Los magos discípulos de Peladan; los místicos compañeros de Jules Bois; los cultivadores de ciencias herméticas; los poetas que glorificaban á Isis y que creían en el abate Vintras; los bebedores de éter ó de opio; los pálidos hijos de Thomas de Quincey; los bohemios satánicos á la Baudelaire; los efebos adoradores de su propio sexo, verlenianos ó wildistas; toda la gran caravana de la moderna decadencia, en fin, atraía á la antigua marquesa, con el prestigio de sus pecados y de sus refinamientos.
Algunos extraños artistas melenudos habíanle producido una impresión pasajera y sobrenatural, obligándola á disfrazarse de Ofelia en la penumbra de su alcoba, diciéndole, en el lecho, la leyenda espeluznante de Gilles de Rez, mezclando los ritos religiosos á las locuras de la lascivia, convirtiendo su pecho desnudo en tabernáculo de ritos ocultos, iniciándola, en suma, con una seriedad increíble, en los arcanos del placer diabólico. Pero ninguna de tales fiestas del vicio labo rioso y artificial lograba, á la larga, satisfacer por completo sus sentidos.
El último poeta decadente que la había alucinado, con sutiles manejos eróticos, durante toda una semana, era Ernesto Gramont, joven flamenco, autor de un libro sobre Las devociones carnales, escrito á la manera de los estudios psicológicos de Pol Demande.
Gramont usaba, en sus relaciones amorosas, de una solemnidad hierática, ejerciendo el «sacrilegio profesional» de un modo instintivo é inquietante. Antes de acostarse, arrodillábase ante la Muñeca y la recitaba sus ruegos amorosos en estrofas de un ritmo severo y no siempre impecable, de cuya magnífica monotonía de órgano surgían, de vez en cuando, gritos agudos de pena ó de esperanza; gritos histéricos que duraban un instante, al cabo del cual la mística melopea volvía á desarrollar, en la languidez salmódica de la euritmia, sus cláusulas dolientes y entusiastas de antífona, de himno, de letanía, de plegaria... Creyéndole algo loco, Liliana sometíase á los caprichos de su voluntad quejumbrosa, con una ternura compuesta de piedad cariñosa y de voluptuosa curiosidad. Las mujeres, en general, se sienten más halagadas cuando un amante las compara á la Virgen que cuando las compara á Venus, y todos poseemos, en el fondo del alma, cierta levadura diabólica, que nos obliga á mezclar los ardores terrenales con los anhelos religiosos. «Hay una línea ideal —dice un filósofo— en donde la devoción, el amor y el sentimiento de la muerte se confunden.» Y Demande asegura que la más palpable prueba de esa mezcla, son «los celos, que obligan al hombre á disputar á Dios el corazón de una mujer». Sin ser profundamente religiosa, la Muñeca conservaba, de sus primeros años pasados en un convento, el catolicismo vago que, según la frase de Goncourt, «sirve, como un pañuelo, para enjugarse las lágrimas». Los ardientes discursos en que Ernesto la comparaba la Santa Teresa desmayada de amor, del Bernin, ó con la Santa Catalina desfalleciente, del Sodoma, producíanle un estremecimiento delicioso. Ese idilio, tan sacrílego cual breve, terminó al din, como debía terminar á causa de la misma exaltación en los medios empleados por los amantes.
Al volver de una fiesta que había durado toda la noche, Ernesto y Liliana pasaron frente á una iglesia, á la hora de la primera misa.
— Entremos... ¿quieres que entremos?
— Sí... entremos...
Una vez en el templo, el poeta obligó á su querida á confesarse. Luego la hizo comulgar, como Demande á Albina.
Dos horas después, ambos confundían sus besos extáticos y sus viciosas caricias en el gran lecho esculpido por el cincel prestigioso de Dampt... Y más tarde, mucho más tarde, al despertarse, sintiendo una repugnancia infinita por su adorador, discípulo de Demande, Liliana quiso de nuevo ser libre y dormir sola.
— ¡Vete!... ¡márchate!...
Todas aquellas aventuras singulares, tan pacientemente preparadas y tan nerviosamente deseadas, no dejaban en el cerebro de la marquesa sino el recuerdo brumoso de un viaje á países desconocidos, á países sin sol, sin aire, oprimentes, turbadores, exóticos y lejanos.
Su carne febril de hembra fogosa experimentó en breve la nostalgia de las francas caricias de Carlos, y la necesidad de robustos y sencillos abrazos de hombre.
«Los goces complicados —pensaba— tienen su atractivo especial, como las zalamerías innobles de Margot tienen su sabor picante y exquisito en ciertos casos. Las naturalezas debilitadas y los temperamentos fríos, deben de encontrar en todo eso una mezcla de dolor y de gusto, de una penetrante intensidad... Yo también... á veces... ¡Sólo que yo tengo apenas treinta años y necesito algo más fuerte... mucho más fuerte... algo que sea brutal, que me doblegue, que me rinda, que me calme, que sea superior á mí!»
Una noche tuvo un sueño que le hizo gozar más que la realidad de sus frecuentes y sabios placeres. Soñó que acababa de cumplir los quince años, y que vivía fuera de París, en el castillo de su padre. Entre los servidores de la noble vivienda, había un campesino joven, musculoso, guapo, ágil, atrevido, cuadrado de torso y redondo de cara, que le servía á ella de cochero todas las ma ñanas. Cierto día, al atravesar el bosque que separaba su casa del pueblo, el campesino se detuvo repentinamente; volvióse hacia ella con los ojos encendidos por el deseo, y en silencio, sin rogar, sin amenazar, obedeciendo á una fuerza incontrastable de león hambriento, la violó en pleno campo, bajo la inmensa caricia de un sol estival...
Poco á poco sus pupilas ardientes fueron fijándose con preferencia en los mozos de aspecto fornido.
— ¿Sabes? —dijo al fin á Margot en un momento de franqueza—. ¿Sabes?... los poetas no me gustan ya, por sus pequeñeces lascivas y sus manías viciosas. Para cosas sabias no hay nadie como tú... Lo único que ahora me tienta es el hombre robusto, como...
— ¿Como Carlos?
— No... Sí... Más robusto, más hombre todavía, como un cosaco, como los atletas de las ferias.
Margarita reía irónicamente oyendo á su amiga. Ésta continuó:
— Como el luchador del Luxemburgo; algo que sea más alto, más macizo que los hombres en general... pero ¿por qué ríes?...
— Porque eres una niña.
— Una bestia, quieres decir... Pues bien: en efecto, soy una bestia que desea un amante cual el raptor de Europa... Ya sé que eso no te gusta á ti, pero, en fin, por probar...
— No; si no lo digo porque tu deseo me parezca mal, sino porque me parece que si lo que necesitas es un macho, no lo encontrarás entre los que parecen atletas. Dicen que Casanova era pálido y delgado, á pesar de lo cual dormía á veces con siete mujeres en la misma noche.
— ¿Entonces?
— Entonces... Esa es una casualidad que no se revela por medio de ningún signo exterior. Yo conozco á algunos tísicos mucho más poderosos que los atletas de feria.
«Tal vez es cierto —díjose á sí misma la marquesa—. Carlos era insaciable... Pero Carlos ya no existe para mí... ¡no! ¡no!... Y, además, Carlos no era robusto y ponía algo de literario en sus caricias.»
En los labios de la Muñeca, la palabra «literario», quería decir «artificial», «quintaesenciado», «decadente». —Las orquídeas y los iris; las telas fabricadas por Liberty; las combinaciones sutiles de pálidos matices; las cabelleras peinadas á la Boticelli; mil cosas más, en fin, parecíanle «literarias». —«Yo misma, por mis gustos caprichosos y mis ardores febriles —decíase— soy algo literaria.» Y luego agregaba mentalmente, con un ligero suspiro: «... Por culpa de Carlos, que fué quien modeló mi alma á su antojo!»