Del amor, del dolor y del vicio/XIX
Sentadas una al lado de la otra, ante la mesa de uno de esos ruidosos restaurantes parisienses que no cierran sus puertas en toda la noche, Liliana y Margarita acababan de cenar alegremente, hablándose al oído como dos enamorados, dándose, con ternura, «las más expresivas gracias» con cualquier pretexto; sonriendo siempre al dirigirse la palabra, rozándose con las piernas y estrechándose, de vez en cuando, las manos.
— ¿Tomas café? —preguntó Margot.
— Si tú tomas, sí —repuso Liliana.
— ¿Y chartreuse?... ¿Tomas chartreuse, Lili?
— Con una condición...
— ¡Oh, con condiciones!...
— Sí; con la condición de que has de beber en mi copa.
— Así me parecerá mejor, pero también me emborrachará más facilmente...
Cuando el mozo, después de haber servido el café, colocó ante ellas tres ó cuatro frascos de licores diferentes y una bandeja llena de cajetillas de cigarrillos exóticos, Liliana exclamó:
— Aquí me han tomado á mí por un hombre, y hasta tabaco me ofrecen.
Margot abrió una de las cajetillas y encendió un cigarrillo turco; pero apenas se lo había llevado á los labios, cuando la Muñeca se lo arrebató, diciendo:
— Éste es para mí.
— Me dejarás, por lo menos, robarte algunas chupadas, ¿eh?
— ¡Viciosa!
— ¿Me quieres mucho?
— Te adoro.
... Y así, bebiendo en la misma copa, fumando el mismo cigarrillo y dirigiéndose palabras tiernas, las dos amigas se embriagaban de alcohol, de luz y de amor, con una inconsciencia de cortesanas profesionales.
Al lado de ellas, una infinidad de mujeres pintadas y de hombres medio borrachos, bebían, gritaban, acariciábanse, preparaban planes lascivos para ejecutarlos algunas horas después, y discutían, en voz alta, sobre el precio de un beso ó de una noche.
A cada instante veíase entrar una nueva pareja o un nuevo grupo.
La atmósfera ardiente estaba cargada de perfumes fuertes y embriagadores, entre los cuales sobresalía el olor de la carne femenina, de la carne amorosa y limpia, ese olor tan especial y tan variado, suave y acre á la vez, olor de morena, olor de rubia, olor de piel madura y de piel adolescente; olor de cuerpo frío, de cuerpo vertiginoso; olor de cabelleras y de brazos; moléculas penetrantes de verbena, de cloroformo, de jazmín, de rosas encarnadas, de ámbar gris; esencias misteriosas y emanaciones sin nombre; toda la gama, en fin, de aromas sutiles, de aromas secretos, de aromas alucinantes, que componen el odor di fémina, y que, flotando en ese espacio reducido, convertían el ambiente en diáfana red de irresistibles sugestiones...
La Muñeca respiraba con voluptuosidad en esa atmósfera cargada, en la cual, hasta el humo de sus cigarrillos parecía exhalar un perfume capitoso de plantas orientales.
— ¿No te parece raro este restaurante? —le preguntó Margarita, llenando de nuevo su copa de chartreuse y de menta verde—. A mí me gusta más que ningún otro.
— A mí también... Todo el mundo parece contento; todo el mundo ríe... Yo me siento más feliz y más libre que nunca, á tu lado... Tú conoces á muchas de estas gentes, ¿no es cierto?
— A muchas no; pero sí conozco á algunas... A esos que están allá, junto á los músicos, sí que les conozco...
— ¿Los músicos?... ¿En dónde hay músicos?...
— Todavía no han principiado á tocar... Es curioso que no principien sino después de las dos de la madrugada... ya los verás. Allá, donde están esos dos tipos de quienes te hablaba.
— ¡Ah, sí! ¿Y quiénes son ellos?
— El moreno es hermano de Sara, la del Teatro Francés; ¿no has oído nunca hablar de ellos?... Figúrate que viven juntos....
— ¿Él y Sara?
— Sí, los dos, en la misma pieza.... Viven como Caín y su hermana.... ¡Y lo extraordinario es que no lo niegan!...
— Es curioso... Yo no sé si sería capaz, aun estando enamorada de mi hermano... ¿Y tú?...
— Yo tampoco... pero ¿qué sabe uno?... ¡Hay tantos ejemplos!... Sara me respondió, un día que yo le hablaba de su situación, citando á lord Byron y á otros muchos grandes hombres que han vivido con sus hermanas...
— Los cainistas; sí...
En una mesa contigua á la de Liliana, dos chicos que no parecían tener más de diez y ocho años apuraban á grandes sorbos sendos jarros de cerveza, con templando con embeleso el espectáculo del vicio que se ofrecía á sus ojos adolescentes. Ambos eran rubios y muy pálidos, con rostros finos y atrevidos, de andróginos lascivos. Las mujeres, al pasar, les acariciaban los cabellos llamándoles «señoritas», ó aconsejándoles que fuesen á acostarse con sus mamás. Ellos levantaban entonces las manos, y con un gesto rápido y simultáneo, acariciaban el pecho ó las piernas de sus interlocutoras, para probarles que ni eran «señoritas» ni tenían deseos de dormir con sus mamás.
De pronto uno ellos, el más joven, sacó de la faltriquera un tabaco inmenso, y dirigiéndose á la Muñeca, que seguía fumando, la pidió fuego irónicamente.
Liliana le dio su cigarrillo con una gravedad cómica, diciéndole:
— Tome Ud., caballero, y salude en mi nombre á sus hijos.
El chico encendió su puro y devolvió el cigarrillo. Luego, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón, repuso:
— No; yo no tengo hijos, porque mis mujeres son incapaces de hacerlos. ¿Y usted, señora, tampoco los tiene?
— Dos, mayores que Ud.
— ¡Oh! ¡No puede ser, señora! Figúrese Ud. que yo tengo ya diez y siete años cumplidos.
— ¿De veras, caballero? ¡En verdad que es usted un hombre maduro!
Margot reía á carcajadas contemplando la gravedad insolente del chico y oyendo las respuestas funambulescas de la Muñeca.
Liliana continuó:
— ¿Y viene Ud. con frecuencia á este restaurant?
— De cuando en cuando, para hacer una conquista... Esta noche, las únicas mujeres que me gustan son Ud. y su amiga.
— ¿Y querría Ud. conquistarnos á las dos? Para un hombre viejo como Ud., debe de ser difícil contentar á dos mujeres en un mismo día. ¿O tengo acaso el gusto de hablar con el mismísimo caballero de Casanova?
— Deme Ud. un beso...
— Con mucho gusto; y dos también; pero mejor sería que viniesen, Ud. y su amiguito, á sentarse al lado nuestro.
Margot, siempre riendo, intervino:
— ¡Me parece!... En vez de decir tonterías y de hacer el señorón, ven con el otro á tomar una copa, hijo.
Al cabo de un cuarto de hora de charla, sentados ya los cuatro ante la misma mesa, los chicos habían perdido mucho aplomo, comprendiendo que las mujeres que estaban junto á ellos no eran simples cocotas.
— ¿No me hablas más de tus mujeres incapaces de tener hijos? —decía Liliana al más joven, acariciándole las manos, mientras Margot estrechaba las del otro, preguntándole su nombre.
Los sensuales violines de la orquesta húngara habían comenzado á modular, en el fondo de la sala, sus quejas prolongadas de lascivia, de pereza, de pasión y de espasmo.
— ¿Queréis venir todos á casa? —interrogó la Mu ñeca á eso de las tres de la madrugada.
Los chicos se miraron las caras, indecisos, como consultándose el uno al otro. Al fin uno de ellos dijo á su compañero:
— Si quieres...
Y el otro, enloquecido por las caricias de Margot, que le había echado el brazo al cuello y que, con la punta de la lengua, le lamía la oreja, repuso que sí...
— ¡Oh, sí!... —(tímidamente).