Nota: Se respeta la ortografía original de la época


I


Al volver del cementerio, Liliana se encerró en su alcoba con la firme intención de no recibir á nadie, ni aun á sus más íntimos amigos. Sin estar precisamente triste, sentíase poseída por una vaga melancolía y experimentaba un temor supersticioso de desgracias futuras. Todo lo que iba á suceder al día siguiente, inspirábala inquietudes angustiosas; y su imaginación, exaltada por las vigilias y por las emociones, hacíala sentirse rodeada de mortales enemigos dispuestos á luchar contra ella, á calumniarla, á lanzar acusaciones terribles sobre su vida anterior... Y teniendo muchos amigos y algunos parientes, sentíase aislada en medio de perseguidores desconocidos.

Para descansar y, sobre todo, para escapar á sus crueles ideas, tomó una fuerte dosis de cloral y se echó sobre un sofá, rogando mentalmente á la Virgen que la permitiera dormir durante algunas horas.

Al cabo de breves instantes una inmensa pesadez —una modorra nunca sentida— apoderóse de sus miembros, sumiéndola en un estado casi letárgico que, sin suprimir en su ser el conocimiento y la sensación, la hacía ver la existencia pasada como á través de un velo fantasmagórico. Toda su niñez, toda su adolescencia, toda su juventud, los dolores y los goces muertos, la trama completa de su vida, en fin, desarrollábase, lenta y metódicamente ante ella, en teorías de imágenes pálidas y de pálidas visiones...

Su madre había muerto cuando ella era ún muy pequeñita, muy pequeñita, sin dejarle más recuerdo preciso que el de los grandes trajes de seda entre cuyos pliegues solía ella esconderse para que «papá» no la viese. Su nodriza había sido muy tierna para con ella, y su padre la había querido apasionadamente. Una mañana, á la hora del almuerzo, su padre no fué á darle el beso de costumbre. «Está en el campo», la dijeron. Antes de acostarse tampoco vió á su padre. «Está en el campo», le dijeron de nuevo. Sin tener una idea exacta de la muerte, echóse á llorar y durante toda la noche no pudo pegar los ojos. Al día siguiente, cuando «papá» entró en su aposento para anunciarla su regreso, la emoción de la chiquilla fué tan grande, que tuvo un ataque nervioso: «Creí que habías ido con mamá», dijo al volver en sí... ¿Y luego?... Luego siete años que no la habían dejado recuerdo ninguno, siete años dulcemente inconscientes, de cuya evocación sólo surgía un perfume vaporoso de flores sin nombre, y un paisaje tranquilo compuesto de campanarios de iglesia, de músicas militares, de inmensos parque luminosos. A los catorce años, la primera pena, la separación lamentable, el capullo de su alma envenenado, el principio de las lágrimas verdaderas: ¡el convento!; ¡oh el convento y sus camas frías! Pero también, algunos meses más tarde, los primeros goces verdaderos, las primeras amistades, los primeros odios, los primeros amores... Una sonrisa algo triste plegó sus labios al recordar esos amores y al pensar de nuevo en Lucrecia, la gran Lucrecia, «su marido», «su novio», la que más la quería en el convento, la única que no la besaba con indiferencia en los carrillos, sino en los labios y en la boca. «¿Qué había sido de su Lucrecia? Quizás había muerto ya... ¡Pobrecita!»... Y en el cerebro amodorrado de Liliana, la nostalgia de sus caricias iniciales acentuóse... ¿Su padre? Sí; ella le había amado con todo el corazón, y durante muchos años no hubiera podido dormirse sin rogar antes á Dios por su descanso eterno. La primera vez que se acostó sin encomendar el alma del muerto á Nuestro Señor, fué la noche de sus bodas... «¿Rezar al lado de un hombre desnudo? ¡Qué sacrilegio!» Pero casi no había conocido á ese padre cariñoso que vivía en París, y que sólo iba á visitarla el último domingo de cada mes... De pronto surgía de las brumas de la memoria una figura horrible, la figura de Sor Estela, «la lechuza», cuyos dedos secos y epilépticos le habían más de una ocasión arrancado la piel y los cabellos; pero al mismo tiempo aparecían las imágenes de la madre Lea y de la madre Teresa, ambas jóvenes, ambas benévolas y casi fraternales... Una época terrible para ella, había sido la pubertad, el florecimiento de sus senos vírgenes en la atmósfera helada del conventio, aquellas primeras noches de insomnios, durante las cuales su cuerpo inmaculado palpitaba con palpitaciones misteriosas al roce tibio de las sábanas... ¡Oh esas noches!... Y más tarde, para calmar su curiosidad casi física, las lecturas á hurtadillas que iban revelándola todo un universo nunca antes soñado, las caricias iniciadoras de Lucrecia, las adivinaciones precoces, los deseos que tomaban forma, la eclosión del alma de mujer en su cuerpo de doncella, en fin, y la carne, siempre la carne, que la hacía ver por todos lados, en la mesa, en clase, en la iglesia misma, formas provocativas y ruborizadoras. «Cierra los ojos», habíale dicho su confesor... Pero cuando cerraba los ojos en vez de no ver nada, veía más y veía mejor... Al salir del convento, ya formada, ya «señorita», sintióse como convaleciente, y todos los deseos que la Soledad había hecho germinar en su cerebro evaporáronse al contacto de la vida social. Al fin vino el casamiento con un hombre viejo, noble y rico, por el cual tuvo, en los cinco primeros meses de vida común, una repugnancia puramente física, y á quien, sin embargo, llegó más tarde á estimar con un sentimiento resignado de simpática gratitud. ¿Qué había hecho durante los cinco años de matrimonio? Vivir, nada más que vivir; leer mucho, mucho, «demasiado», decía su médico; abandonarse á una existencia de lujo artístico, de placeres frívolos, esperar... Porque Liliana había esperado siempre, sin atreverse á desearlo, la muerte de su marido, con objeto de recobrar su libertad, embellecida con un título, con una fortuna, con un nombre... Y ese momento acababa de llegar... y ella tenía miedo, al ver su ensueño convertido en realidad. «¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué va a ser de mí?»... El temor supersticioso de lo que había de suceder al día siguiente, seguía llenando de angustia el alma de Liliana.

Al fin se quedó profundamente dormida.