Nota: Se respeta la ortografía original de la época


II


Al despertarse, Liliana sintió un vacío completo en el cerebro. No recordaba nada. Durante algunos minutos sus pupilas permanecieron fijas en la obscuridad de la alcoba, como buscando, en el horizonte reducido que la rodeaba, una imagen que la hiciese volver á la realidad.

Poco á poco sus ideas fueron acudiendo. Pensó en el entierro de su marido; pensó en lo que tenía necesidad de hacer al día siguiente; pensó también en las preocupaciones que la habían atormentado durante la mañana. Luego recordó su último ensueño y no pudo menos de sonreir: había soñado que una mujer joven y hermosa, disfrazada de paje, arrodillábase ante ella y la besaba apasionadamente las manos. «Es curioso, díjose á sí misma, que después de haber sufrido tanto, en vez de soñar en cosas reales, en las dificultades presentes de mi vida, ó al menos en algo que se relacione con la existencia anterior ó con el porvenir, mi imaginación se entretenga en forjar cuentos azules.»

«¿Qué hora podrá ser?» Llamó á su camarera.

— ¿Qué hora es, Alina?

— Son las nueve y media, señora.

«¿Las nueve y media?» Luego había dormido cerca de ocho horas.

— ¿No ha venido nadie?

— Sí, señora, mucha gente; casi todos los amigos de la señora.

— ¿Y el notario?

— El notario no ha venido. La señora querrá comer, sin duda...

— No, Alina, no tengo apetito. Enciende las velas.

Una vez que los candelabros estuvieron encendidos, Liliana notó que los ojos de la doncella estaban llenos de lágrimas, y tuvo vergüenza de su propia frialdad de alma el día del entierro de uno de los seres que más apasionadamente la habían querido en la tierra.

— ¿Has llorado? —preguntó con solicitud cariñosa—; ¿le querías mucho? ¿estás triste?

Alina bajó la cabeza sin responder.

Liliana continuó:

— Yo también estoy triste... Él era para mí el más bueno de los padres y el mejor de los amigos. Sin él, la vida se parecerá siempre vacía, y de hoy más, algo faltará á mis dichas para ser completas.

No pudiendo contener sus lágrimas, la doncella echóse á llorar ruidosamente. Liliana la preguntó:

— ¿Y á mí no me quieres?

¡Oh, sí, sí la quería, más que á nadie, y su tristeza venía del temor de tener que separarse de ella.

— ¿Quieres quedarte á mi lado para siempre?

— ¡Con toda mi alma!

La emoción de la doncella era tan profunda, que Liliana, cuyos ojos habían permanecido secos hasta entonces, sintió que sus párpados se humedecían.

Su enternecimiento, empero, fué rápido como un relámpago.

Al encontrarse sola de nuevo, convencida de que le sería imposible dormir durante la noche, decidióse á poner en orden los papeles del muerto.— Abrió un mueble y comenzó á sacar todas las cartas que antes habían sido sagradas para ella, y que ahora la pertenecían. Al principio no vió sino tarjetas de ministros, sobres con membretes de Bancos ó de oficinas públicas, grandes hojas de papel sellado llenas de firmas incomprensibles. Leyó algunos de esos papeles. «Si continuó, pensó, me quedo dormida.» De pronto un paquete de fotografías, atado con una cinta azul, llamó su atención. Eran retratos de mujer. «Tal vez una antigua amiga ó una hermana muerta.» Pero no... Cada retrato representaba á una mujer diferente; algunas de ellas descotadas, otras vestidas con trajes extravagantes, todas peinadas con ese gusto especial á las horizontales de profesión. Encarnada de cólera, Liliana rompió los retratos sin leer las líneas escritas en algunos de ellos. Luego pensó en que podían ser recuerdos antiguos de una juventud lejana. Recogió uno de los fragmentos para fijarse en la fecha: «Enero de 1897.» «¡No podía ser más reciente!» «¡Y ella, en cambio, se había pasado la vida huyendo de las ocasiones de engañar á su marido, á pesar de su naturaleza juvenil, á pesar de sus deseos imperiosos, á pesar de los consejos de su propio médico!... Porque su médico era el primero en decirla á cada instante, con sonrisas maliciosas, que lo más indispensable para gozar de buena salud era un marido verdadero... Y ese «marido verdadero», ese hombre que no fuese avaro de caricias ardienrtes, habíase presentado á cada instante ante ella bajo mil formas seductoras, vestido á veces de militar, á veces con una abundosa melena de poeta, á veces en traje soirée, siempre joven, siempre insinuante, siempre provocativo... Y ella le había rechazado enérgicamente por un sentimiento de fidelidad inquebrantable en su alma... ¡Pobre inocente, pobre tonta, que á pesar de su profunda cultura intelectual, veíase engañada por un viejo estúpido!... ¡Ah! Si pudiera comenzar de nuevo su vida, no desperdiciaría ningún minuto de placer.

Carlos de Llorede, secreatario de su marido, la había hecho la corte con una delicadeza y con una constancia extraordinarias. Una noche, hablando á solas en un extremo del salón, mientras ella contestaba con sonrisas vagas á las zalamerías de su galán, un antiguo amigo se aproximó á ellos y la dijo en voz muy baja, señalando á Carlos: «Me parece que Ud. tiene mejor gusto que su esposo.»— Este recuerdo la hizo comprender que todo el mundo estaba al corriente de las aventuras del marido libertino por quien ella había sacrificado sus más violentos deseos carnales y sus más sinceros impulsos sensitivos. En menos de una hora, toda su ternura trocóse en un deseo nervioso de venganza.

Llamó á Alina por segunda vez, y la preguntó si conocía las señas de Carlos, el antiguo secretario del marqués.

— El Sr. Llorede —continuó— está al corriente de nuestros asuntos y necesito verle en seguida para que me dé algunos datos importantes.

— Si la señora quiere —repuso la doncella— iré á buscarle ahora mismo, pues vive aquí muy cerca.

— Sí —terminó Liliana—; ve en el acto, pero antes da orden en la cocina para que sirvan la comida... No tardes, Alina...