De la naturaleza y carácter de la novela/Capítulo II

Capítulo II

Dejamos sentado que lo fantástico no se puede excluir de la novela, no que toda novela ha de participar por fuerza de lo fantástico según lo que generalmente se entiende por esta palabra.

La novela es un género tan comprensivo y libre que todo cabe en ella; con tal que sea historia fingida. Sin embargo, como toda buena novela tiene algo de poesía, siempre intervienen y siempre procuran los novelistas que intervengan en sus obras lo extraordinario, lo ideal, lo raro y lo peregrino. Por eso se llama novelesco lo que no sucede comúnmente.

Este horror de lo común, que tienen con razón los novelistas, ha llevado a unos, como a Chateaubriand y a Cooper, a imaginar las suyas en el seno de los bosques vírgenes de América, y a crear sus personajes entre los hombres selváticos, en lucha con la naturaleza, abandonados a la propia energía, libres y exentos de las leyes sociales, no sujetos a la tutela de un gobierno y campando por sus respetos, sin cédula de vecindad, sin reglamentos de policía y sin pasaporte. Sus fueros, sus bríos, sus pragmáticas, su voluntad; como los caballeros andantes.

Otros novelistas han ido, como Byron, a buscar sus héroes entre los klephtas y los piratas griegos; otros, como Méry, en la India, entre los fanáticos sectarios de Siva y de la Diosa Durga; y otros, como Mérimée; en Carmen y en Colomba, han venido a España o han ido a Córcega, procurando hallar todos un menos complicado orden social, en que el hombre esté más cerca de la naturaleza y en que se muevan más libremente sus pasiones y sus pasos no sean de continuo vigilados, ni sus actos prevenidos o castigados al punto.

Es indudable que uno de los más sublimes espectáculos, que a nuestro espíritu puede ofrecer el poeta, es el del libre albedrío, que sin coacción material, ejerce la facultad, si tremenda, nobilísima, de elegir lo bueno o lo malo, de salvarse o de perderse: y es también indudable que, si bien los bandos, leyes y reglamentos, y la vigilancia que suele haber en las bien concertadas repúblicas, no coartan la libertad interna, limitan en lo exterior el ejercicio de esta facultad y de otras energías del alma, buenas o malas; porque, cuidando y velando por nosotros la sociedad toda, a su desvelo y cuidado dejamos muchas cosas, en que de otra suerte desplegarían maravilloso poder nuestra voluntad y nuestro entendimiento. Con esta teoría se explica el encanto del Robinson y de otras novelas por el estilo. No voy yo hasta afirmar con ciertos filósofos que en una sociedad muy culta y bien ordenada sería absolutamente imposible la novela; pero sí afirmo que es más poético y novelesco el personaje que cumple su propia voluntad, que el que cumple la voluntad de otro; el que se defiende a sí mismo, que el que remite la propia defensa a un poder superior y extraño. Los contrabandistas son más poéticos y novelescos que los carabineros y que los vistas de aduana, y el valiente bandido Roque Guinart, y el terrible capitán Rolando, más novelescos y poéticos que los cuadrilleros y los alguaciles, que nos pintan el Gil Blas y El Quijote. Los trágicos griegos comprendieron instintivamente esta verdad, y fingieron todos sus personajes entre los tiranos y los príncipes que hacen lo que se les antoja, que no reconocen superior y que sólo a la divinidad clan cuenta de sus acciones.

En el mundo en que vivimos, particularmente los individuos de la clase media, tenemos a menudo que seguir un carril, amoldarnos en una misma turquesa y ajustarnos a cierta pauta, todo lo cual amengua y descabala y aun destruye la autonomía novelesca, o por lo menos impide su manifestación y desarrollo. A no ser un forajido, esto es, a no estar fuera de la sociedad, o a no ser un mendigo, esto es, a no estar libre de muchas de las exigencias sociales, cualquiera honrado burgués de nuestros días se halla muy en peligro de que jamás le suceda cosa alguna que tenga visos de las que en las novelas suceden. Sólo el tener uno mucho dinero le salva de este peligro. Por eso yo, siguiendo la opinión contraria del Sr. Nocedal, no le escatimo sus tesoros fantásticos al novelista; ni pongo tasa a sus liberalidades con Montecristo o con Abul-Casen. El dinero es en ocasiones la piedra angular de un edificio poético, así como la falta del vil metal impide que se levanten otros, cuyo plano y traza no pueden ser mejores.

Se me responderá a esto que hay novelas muy bonitas e interesantes, sin hadas, sin asombros y sin riquezas fabulosas, sino con personajes comunes que viven en una honrada medianía sin que les sucedan casos y lances notables y de estruendo; mas aunque así lo concertamos, no hemos de conceder de ningún modo que lo extraordinario ha de tenerse por de mala ley. Aun en las mismas representaciones en apariencia más prosaicas de la vida real, pone el autor, si son buenas, cierto misterioso idealismo. De otra suerte se expone a caer en la grosería de Paul de Kock o de Pigault Lebrun, o en el bajo realismo de algunas comedias de Bretón, como Dios los cría y ellos se juntan. El qué dirán y el qué se me da a mí, y otras.

El novelista cómico puede limitarse a pintar personajes, y a narrar sucesos vulgarísimos y hasta soeces, si gusta; pero ha de ser como contraste satírico de un ideal de limpieza, perfección y decente compostura, que ha de estar siempre presente y ha de purificar o poetizar aquellos cuadros. La escena en que Cervantes nos pinta la cita nocturna de Maritornes y los bestiales apetitos del arriero, viene a transformarse en una sublime poesía irónica, merced a los elevados sentimientos de D. Quijote.

Hay otra clase de novelas, en las cuales, examinadas superficialmente, nada sucede que de contar sea. En ellas apenas hay aventuras ni argumento. Sus personajes se enamoran, se casan, se mueren, empobrecen o se hacen ricos, son felices o desgraciados, como les demás del mundo. Considerados aislada y exteriormente, los lances de estas novelas suelen ser todo lo contrario de memorables y dignos de escritura; pero, en lo íntimo del alma de los personajes, hay un caudal infinito de poesía que el autor desentraña y muestra, y que transforma la ficción, de vulgar y prosaica, en poética y nueva. Produce esto en el lector un encanto parecido al que tendría un zahorí que, caminando por una estéril llanura, penetrase con la vista en lo profundo de la tierra y viese allí los montones de piedras preciosas que han acumulado los gnomos: una ilusión semejante a la de Ferragut, en El Bernardo, cuando a la luz de la lámpara mágica se le convierte en hermosa y joven señora la vieja hechicera Arleta, y la pobre choza, en espléndido palacio.

De esta clase de novelas son modelos bellísimos muchas de Jorge Sand, sobre todo, las campestres. Sus rústicos son verdaderos rústicos, tostados del sol, encallecidas las manos del trabajo, mal vestidos, peor comidos y sin una peseta: no son ideales y cortesanos pastores, engalanados de rosas y de moños, sin más ocupación que componer artificiosos versos o tocar el caramillo y en familiar convivencia y trato con las ninfas y los faunos y hasta con el mismo Amor y otras divinidades superiores; pero el Amor y la poesía los visitan interiormente y sacan de sus almas una luz encantadora, cuyo resplandor esclarece y trastrueca la escena como si la poblasen los faunos, las ninfas y todo el coro de las musas inmortales. No entro ahora en la cuestión de si Jorge Sand es un escritor más o menos inmoral o antisocial: sólo sostengo que es un eminente poeta.

Suelen ser sus novelas de las que buscan lo ideal dentro del alma y que podemos llamar psicológicas.

De este género no negaré que se ha abusado mucho cayendo autores ingeniosísimos, como Balzac, en lo falso y en lo minucioso; y otros, aunque siempre verdaderos, pecando de prolijos, que es falta muy común entre los novelistas ingleses, empezando en Richardson y no excluyendo al autor de Waverley, reformador y renovador de la novela histórica.

Sobre este linaje de novelas pronuncia el Sr. Nocedal sentencias, a mi ver, muy justas, pero vagas y sujetas por consiguiente a una mala interpretación. Voy a tratar de darles la interpretación legítima. Para ello debemos observar primeramente, que dentro de un tiempo y de un espacio conocidos, siéndonos conocidas también cuantas cosas en ese espacio y en ese tiempo se encierran, no es dado imaginar lo más mínimo. El poseedor y el conocedor de un atlas geográfico moderno jamás hubiera escrito las peregrinaciones del infante D. Pedro de Portugal, o de Simbad el marino, y Niebuhr, con su severa crítica histórica, no sólo no hubiera escrito La Ciropedia, que es una novela histórica que falsifica la historia, pero ni siquiera hubiera escrito la historia de Tito Livio, porque es una historia en su entender llena de novelas. La Ciropedia, sin embargo, y los cuentos del infante don Pedro y de Simbad, no puede negarse que son muy lindos. Lo son además las leyendas del rey Artús y muchas proezas del Cid y de Bernardo del Carpio, y Las guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita, y no pocas otras leyendas históricas que falsifican evidentemente la historia. Luego esta falsificación no es un pecado anti-estético: será a lo más una falta de tacto y de conveniencia en las circunstancias actuales, en que muchos, sabiendo o pretendiendo saber la historia, no consentimos que nos la desfiguren, ni para distraernos e interesarnos un rato. Ahora hay otras delicadezas que allá en los buenos tiempos antiguos no se usaban, y ni Tirso se atrevería a poner lacayos y ginoveses y Calle Mayor en la corte del rey David, ni Calderón el mar en la capital de Polonia.

En el día es menester dar a la novela y al drama históricos lo que se llama el color local y de la época, y aunque la exactitud en estas cosas más es merecimiento de arqueólogo y de erudito que de poeta, todavía da muestras de serlo eminente quien aprovecha con acierto esos materiales que la ciencia proporciona y adorna con ellos sus ficciones sin aburrirnos ni fatigarnos. W. Scott, si bien algo prolijo a veces, es admirable por su verdad histórica, y si aplaude el lector en él al erudito por lo que sabe, aún aplaude más al inspirado, por lo que adivina. Nadie ignora que leyendo el Ivanhoe concibió Tierry el pensamiento de su Historia de la conquista de Inglaterra por los normandos. La separación de ambas razas de vencedores y vencidos, su diversa condición social durante muchos siglos, y las consecuencias que de ello se originaron y dieron fundamento y causa al desenvolvimiento político de Inglaterra, son hechos históricos apenas sospechados por los historiadores hasta que W. Scott los consignó en el cuento susodicho.

Siguiendo después las huellas de W. Scott, se han escrito infinitas novelas históricas con más o menos acierto, y se ha usado y abusado del color local, sobre todo del de la Edad Media. No ha faltado asimismo quien haga excursiones a más remotas edades, como Bulwer en Los últimos días de Pompeya, y Gautier en La novela de la momia, en que nos pinta circunstanciadamente a Oph, Tebas o Diópolis magna, capital de Egipto, en tiempo del Faraón contemporáneo de Moisés.

Tiene este género no pocos inconvenientes, mas no son los mayores los que el Sr. Nocedal señala. Oír hablar a los procuradores de las villas y ciudades del siglo XIV como a los periodistas de oposición en el día, tal vez no tenga mucho de extraño, porque las pasiones y los sentimientos de los hombres se parecen en todos los siglos. Yo tengo por muy arduo y por punto menos que imposible el fijar los límites y señales que separen, con toda distinción y claridad, las ideas y se sentimientos comunes a la humanidad en todas las épocas, de aquellas que sólo son propios de una edad o de un momento de la historia. ¿Quién ha escudriñado con bastante profundidad los anales del corazón y de la inteligencia de todo el género humano, para poder decir a ciencia cierta, esto es lo que se pensaba en el siglo IV, y esto es lo se sentía en el siglo IX? Ya se entiende que hablamos de pensamientos generales, morales y metafísicos, no de aquellos que se refieren a invenciones, instituciones y otras cosas concretas que, no existiendo entonces, mal podían dar lugar a pensamiento alguno. Es evidente que en la Edad Media nadie podía pensar en la dirección de Ultramar o en la Academia española. Yo doy también por averiguado que nadie pensaba entonces en telégrafos eléctricos, ni en pararrayos, si bien algunas personas eruditas aseguran que ya los hubo en Judea en el templo de Salomón.

Menester es no ser muy severos con los anacronismos metafísicos, aunque no sea más que por lo difícil que es ponerlos en evidencia. Seguro estoy de que al Sr. Nocedal lo parece un anacronismo todo lo que piensa, y dice el marqués de Posa en el D. Carlos de Schiller: pero, ¿cuánto no se podría aducir en contra de este parecer? En otras ocasiones el anacronismo es patente, pero se perdona en gracia del buen uso que ha hecho de él el poeta: así la esclava griega, aquella bellísima figura del Sardanápalo de Byron. No hablemos de los poetas anteriores a nuestro siglo, tan celosos de la verdad histórica. En ellos todas las pasiones y los pensamientos son anacrónicos. Los personajes de Calderón, Racine y Corneille, nos parecen personajes del siglo XVII y cortesanos de Madrid y de Versalles, por más que se vistan a la romana, a la griega o a la babilonia. Por dicha son personajes humanos, que es lo que más importa y lo que más el arte requiere. Peor fuera caer en el extremo opuesto y a fuerza de querer dar el tinte de época determinada a los pensamientos, creencias y pasiones, fantasear personajes que nada tengan de humanos y que no sientan, ni piensen, ni hablen como los del mundo.

La lengua española del siglo XIV está escrita, vive materialmente en los documentos y en ellos podemos estudiarla y verla. Sin embargo, la mayor parte de los que han compuesto, en el día, versos o prosa en fabla antigua, recelo mucho que han fablado una fabla que nunca se fabló, ni en lo antiguo, ni en lo moderno; idéntico es mi recelo a propósito de los Contes drolatiques de Balzac. ¿Qué no tendré, pues, que recelar de sentimientos, ideas y otras cosas metafísicas que no se conocen sino por los efectos? Si para escribir una novela histórica se hubiese de proceder con la nimia escrupulosidad que el Sr. Nocedal exige, sería menester una erudición sobrehumana y no se escribiría esta clase de novelas.

En cuanto a la fidelidad en los retratos de los personajes históricos, también hay mucho que decir. No es tan hacedero obedecer el precepto del Sr. Nocedal y reproducir fielmente los verdaderos rasgos del modelo, sus costumbres y su alma. Sería necesario que hubiese una historia fehaciente, autorizada de un modo legal, para que todos se aviniesen con lo que dijera, y tan honda que lo desentrañase todo, sin dejar alma de hombre célebre por descubrir, a fin de que los novelistas pudieran copiarla. Una historia, por ejemplo, que dirimiese la contienda de los que creen un monstruo a Felipe II y de los que casi le creen un santo.

Por lo común no es el novelista quien calumnia con falsedades y mentiras al personaje que yace en el sagrado de la tumba. Quien le calumnia, si calumnia hay, es el historiador a quien el novelista ha seguido. La cuestión no es de crítica literaria, es de crítica histórica. Y crea el Sr. Nocedal que no pocas veces sería la cuestión tan cómica y tan dificil de decidir con buenas razones, como la que tuvieron D. Quijote y Cardenio sobre la honestidad o amancebamiento de la reina Madásima. Ariosto ha dicho de la de Cartago.


Elisa, che ebbe il cor tanto pudico,
Or ríputata viene una bagascia
Solo perché Maron non gli fu amico.


Esto no obsta para que sea muy digno de reprensión el historiador o el novelista que premeditadamente insulta la memoria de algún héroe o de algún ilustre personaje a quien todos sus compatriotas veneran. No hay más horrible ni más infame profanación histórica que la cometida por Voltaire con la heroína Juana de Arco. Manchar la fama de la doncella de Orleans es deslustrar una de las más nobles glorias de Francia. ¿Qué grito de indignación no se alzaría en nuestro país si algún perverso y mal avisado novelista se atreviese a poner en duda la clara virtud de Isabel la Católica? España volvería por ella, porque España toda es heredera de su gloria y debe defenderla como un buen hijo defiende el nombre y la memoria de su madre.

Hay personajes históricos, cuya grandeza y bondad son tan evidentes para todos, que la conciencia pública los ha santificado y canonizado. Los pueblos han cifrado en ellos su gloria, han puesto en ellos su alma, han reconocido en ellos su ideal. ¿Quién abrirá los labios para hablar de ellos, que no los bendiga y los colme de alabanzas?

Pero ya hemos hablado bastante sobre la novela literariamente considerada; pasemos ahora a tratar de su moralidad y de sus tendencias religiosas, filosóficas y políticas.