De la naturaleza y carácter de la novela/Capítulo I
Capítulo I
No seré yo quien ponga en duda el justo título con que el Sr. Nocedal pudo pretender y alcanzar la honra de sentarse entre los dignos individuos de la Academia Española. Bástanle los que nadie puede negarle, de escritor elegante y de orador elocuentísimo. Si el ser además un docto jurisconsulto, un diestro abogado, y uno de los hombres políticos más importantes de nuestra patria, no es precisamente lo que se requiere para entrar en la mencionada Academia, no ha de negarse, con todo, que estas envidiables y honrosas cualidades, dan grande autoridad a quien las posee, y le hacen merecedor de cualquier distinción por extraña que parezca.
El discurso que pronunció el Sr. Nocedal en su recepción vino a confirmarme en mi pensamiento. Este discurso, por lo bien escrito y aún por lo bien leído, justificó la elección de la Academia. A los que nos dejamos seducir por la tersura y belleza del estilo, nos deslumbró el Sr. Nocedal hasta el punto de que aplaudiésemos las ideas que expone; pero estas ideas, por desgracia, no resisten al detenido examen que se hace de ellas en la lectura, y condenadas más que por falsas, por vulgares, dejan reducido el discurso a una mera, aunque brillante declamación.
Escrito ya aunque no publicado este artículo, han aparecido otros sobre el mismo asunto en varios periódicos de la corte. Uno de ellos acusa de plagiario al Sr. Nocedal; pero mi intento no es acusarle ni defenderle. Yo trato de impugnar las teorías de su discurso; poco me importa que esas teorías sean propias del nuevo académico, o estén tomadas de una obra francesa, que confieso no haber leído.
Yo doy por cierto, que si el Sr. Nocedal hubiese escogido asunto más conforme a la índole de sus severos estudios, hubiera acertado a componer una disertación, en la cual el fondo no desdijese de la forma ¿Qué elevadas razones y qué tesoros de filosofía política no hubieran salido de sus labios, si en vez de ocuparse de novelas hubiera desenvuelto en su discurso la idea que apunta al principio de él, de que el idioma es prenda de nacionalidad y signo de raza? ¿Con qué brío y con qué fervor no nos hubiera de mostrado, que es menester conservar nuestro idioma en toda su pureza, porque en él está el espíritu, el alma del pueblo? ¿Con qué evidencia no hubiera probado que una lengua como la nuestra, en la cual han encarnado Cervantes y Calderón sus divinos pensamientos, no sólo es un blasón glorioso, sino también una promesa de la inmortalidad y de la excelencia del pueblo que la habla? El Sr. Nocedal hubiera deducido de aquí la importancia de la Academia, defensora y guardadora de la pureza del lenguaje, y hubiera condenado, hasta como a reos de esa nación, a los que a sabiendas le corrompen, afean y destruyen, sin considerar que está en él lo más duradero y esencial de la vida de las razas y de las nacionalidades.
Si bajo el yugo de los turcos no hubiera conservado la Grecia el habla de Homero, ni hubiéramos presenciado en nuestra edad la sublime resurrección de aquella nación, ni se hubiera admirado el mundo de las hazañas de los suliotas, ni del heroísmo de Misolonghi, ni de la constancia y valor de Kanaris, Botzaris, Tsavelas y otros dignos émulos de Temistocles y de Leonidas. El Dante, creando una lengua literaria, común a todos los Estados italianos, hizo nacer en las almas la constante aspiración a la unidad política de Italia que, merced a los dichosos esfuerzos de la casa de Saboya, propende al cabo a realizarse; y Camoens, escribiendo Os Lusiadas, levantó el mayor obstáculo a la unión de su pueblo con España, porque magnificó el lenguaje y santificó el signo característico de independencia de la nacionalidad portuguesa.
En suma, yo entiendo que el Sr. Nocedal, hubiera podido escribir un magnífico discurso sobre la importancia y significación política de los idiomas y sobre la conveniencia de velar por el esplendor y pureza del que nosotros hablamos; pero el Sr. Nocedal, como ya hemos dicho, pasó ligeramente de este asunto al de las novelas, en el cual, harto se conoce que no está tan versado como en jurisprudencia, administración y otras ciencias de gobierno.
El Sr. Nocedal empieza por aceptar como buena la definición lastimosa que del género de poesía de que vamos a ocuparnos da el Diccionario de la Academia.
Llamo a la novela poesía, aunque las novelas por lo general se escriben en prosa, porque ni son historia, ni ciencia, ni filosofía, y aunque no estén en verso no dejan de ser parto de la imaginación poética. El mismo Sr. Nocedal está más que de acuerdo conmigo, cuando califica de poemas las novelitas de costumbres de Fernán Caballero. Poesía, pues, son las novelas, aunque poesía libre del metro y con mayor licencia para descender de lo sublime y noble a lo vulgar y pedestre que lo que estrictamente se llama poesía. El Sr. Nocedal condena, sin embargo, la novela, valiéndose de la autoridad del Diccionario, a que se limite a lo pedestre y vulgar, ya que ha de estar siempre tejida de los casos que comúnmente suceden; lo cual si fuera exacto, nos llevaría a negar a las mejores y más discretas e ingeniosas novelas la calidad de tales. ¿Quién ha de creer, por ejemplo, que todo lo que se cuenta en El Quijote sucede o puede suceder comúnmente, aun dadas las costumbres y las creencias de la época en que El Quijote se escribió? Los palos recibidos y los molimientos y la mala ventura del pobre D. Quijote serán de los que comúnmente suceden, pero no está en eso lo esencial de la ficción de Cervantes. Si alguien hubiera dado de palos y molido los huesos y lastimado el alma a un loco o un cuerdo, de los que comúnmente suceden o hay en el mundo, y Cervantes hubiera escrito las desventuras de ese loco o de ese cuerdo, Cervantes hubiera compuesto una prosaica representación de la realidad y no la ficción peregrina, gloria de nuestra literatura. Pues qué, ¿sucede comúnmente que haya en el mundo real un personaje tan bello, tan rico de amor, de fantasía y de otras nobles prendas, tan lleno de fe y tan apasionado de lo ideal, tan extraño, en suma, y tan único como D. Quijote? El poeta, ¿no le ha sacado del fondo de su alma, sin par, extraordinario, nuevo y dotado de una vida fantástica inmortal y más clara que la de los más grandes héroes de la historia?
La diferencia que media entre la historia y la poesía está en que la historia pinta las cosas como son, y la poesía como debieran ser; por lo cual, dice Aristóteles, que la poesía se adelanta y es mucho más filosófica que la historia. Si la novela se limitase a narrar lo que comúnmente sucede, no sería poesía, ni nos ofrecería un ideal, ni sería siquiera una historia digna, sino una historia, sobre falsa, baja y rastrera.
Imposible parece que el Sr. Nocedal, por sobrado amor al Diccionario de la Academia, haya venido a caer en el error teórico de los realistas. Y digo teórico, porque en la práctica los mismos realistas son idealistas sin saberlo. Feydau, Flaubert y Champfleury, se fingen y nos presentan un ideal, aunque perverso y abominable. Lo ideal es condición esencialísima de la poesía; un buen ideal dará por resultado una buena poesía; uno malo, una mala; pero ningún ideal, no da por resultado ni poesía, ni novela, que merezcan estos nombres.
El Sr. Nocedal incurre en la equivocación de citar a Cervantes, como autoridad crítica. No será el señor Nocedal más que yo entusiasta de Cervantes, y sin embargo, no le doy autoridad ninguna. Cervantes era un poeta inspirado, no un crítico reflexivo. Creaba maravillas como por un instinto o una virtud del cielo; pero no sabía analizar ni explicar el secreto de esta virtud. Moisés (y permítaseme que me valga de esta comparación sagrada) hacía prodigios con su vara, y no tan solo no sabía como los hacía, sino que ignorante acaso de las ciencias naturales, no acertaba a ponderar toda la grandeza de esos prodigios mismos. Así, Cervantes escribe El Quijote, y ni acierta a explicar como ha obrado aquel prodigio, ni a estimarle en toda su grandeza, a no ser vagamente y más por sentimiento que por reflexión. Por reflexión, Cervantes prefería el Persiles.
La crítica literaria, por otra parte, o estaba muy atrasada o no existía en España en la época de Cervantes, lo cual, por manera alguna se opone a que hubiese inspiración, y a que escribiesen Calderón, y Lope, y Moreto, y Garcilaso, y Mendoza. Homero y Hesíodo escribieron, no sólo sin crítica literaria, sino hasta sin gramática. Algunos siglos después fue cuando se le ocurrió a un solista dividir los nombres en masculinos y femeninos, lo cual, pareció la más absurda novedad, y dio ocasión a las mismas burlas que más adelante la poética de Aristóteles y que la estética en el día han promovido y promueven.
Deduzco yo de lo dicho, que citar ahora a Cervantes, como autoridad crítico literaria, equivale a sostener en química una opinión contraria a las de Thenard, Liebig u Orfila, apoyándose en la autoridad de Lulio, de Cornelio Agripa o do Paracelso.
Hay un pasaje en que el glorioso manco de Lepanto se diría que quiere desterrar de la novela lo sobrenatural y maravilloso; y esto basta para confirmar al Sr. Nocedal en la idea de que el Diccionario de la Academia tiene razón que le sobra. No son, pues, novelas, ni hay para que darles semejante título, Las mil y una noches, el Persiles, y hasta la Galatea, aún cuando no sea más sino porque nunca hubo pastores tan atildados y discretos. Tampoco serán novelas, aunque el Sr. Nocedal las llame novelas, aquellas portentosas tradiciones de la comarca, que en las aldeas refiere una anciana junto al hogar, y aquellos cuentos que una tierna y adorada madre os narraba y que casi siempre solían ser de hadas, hechiceras, asombros y otras cosas que no son de las que comúnmente suceden, sino de aquellas que, como dice el mismo Sr. Nocedal, no hay medio de que sucedan, en lo humano.
El Sr. Nocedal y la Academia quieren con razón que la novela sea verosímil: pero el Sr. Nocedal ha hecho una deplorable confusión de la verosimilitud vulgar y de la científica, con la verosimilitud artística o estética: de lo que debe parecer verdadero en el mundo encantado de la fantasía; con lo que puede parecerlo o no parecerlo en nuestro mundo real, según las diversas preocupaciones, la religión y la ciencia del que juzga y decide. Para el Sr. Nocedal, por ejemplo, y para mí, que somos buenos católicos, nada hay tan verosímil como el que haga milagros un bienaventurado siervo de Dios; para un físico o un químico racionalista nada hay más absurdo: mucha parte del vulgo cree aún en los duendes, y el Sr. Nocedal y yo no creemos: los persas y los árabes creen en las hadas, en las peris y en los genios, y los europeos creen o han creído en las brujas: los mahometanos tienen por artículos de fe las patrañas del Korán, y los indios las encarnaciones de Brahma: Pregunto yo, ¿a cuál de estos criterios hemos de apelar para escribir una novela verosímil?
Creo que a ninguno. En el mundo de la fantasía, que es el mundo de la novela, debemos admitir, no ya como verosímiles, sino como verdaderos todos los legítimos engendros de la fantasía. El criterio de la verosimilitud fantástica es el que decide sobre la legitimidad de esos engendros, sometidos en su nacimiento, en su desarrollo y vida, a ciertas leyes de conveniencia y de lógica. Así, por ejemplo, un hombre dotado de la facultad de volar nada tiene de inverosímil en novela: pero lo tendría, si el poeta que le crease no tuviese al propio tiempo bastante magia de estilo y bastante virtud representativa para trasladarnos a las regiones imaginarias en que es verosímil que un hombre vuele y para pintárnosle de modo que, a despecho de nuestra incredulidad, le veamos ir por el aire. Por lo demás, este hombre, salvo la rareza del vuelo, debe ser parecido a los otros hombres en su modo de obrar, pensar y sentir. Podremos prestarle índole, inteligencia y pasiones sumamente extraordinarias, pero, supuestas estas premisas, todos los actos, razonamientos y sentimientos del hombre volador, deberán ser lógicas y bien deducidas consecuencias de ellas.
Párese un momento el Sr. Nocedal, y considere las ridículas contiendas que se suscitarían si, para decidir de la verosimilitud de las obras poéticas, nos valiésemos del mismo criterio que para juzgar de la verosimilitud de los casos del mundo real. Supongamos que en una hermosa novela histórica se pinta la batalla de Clavijo y aparece el Apóstol sobre un caballo blanco, matando moros. Yo tendré entonces por absurda y ridícula la novela, porque entendido el caso materialmente, no puedo admitirle por cierto. Personas piadosas o crédulas hay aún, sin embargo, que la tienen por positivo. ¿Quién, entre esas personas o yo, ha de decidir que el caso es verosímil? Claro está que ninguna. Pero busquemos la verosimilitud estética del caso y la hallaremos todos. La verosimilitud estética está en la conciencia de los guerreros cristianos, fervorosos y entusiastas, que entonces combatieron por Cristo contra los infieles. Ellos tuvieron bastante fe en el alma para ver al Apóstol que combatía a su lado, como los griegos vieron a Aquiles muchas veces, y los romanos a Quirino y a Castor y Pólux. Y siendo esto cierto, como indudablemente lo es, no sólo es verosímil, sino también estéticamente verdadera la aparición del Apóstol. La visión de aquellos espíritus creyentes, y no otra cosa es la que se objetiva y presenta en la obra de arte. Los que no creen en apariciones de muertos van al teatro y creen en la sombra de Banco que toma asiento en el festín. Donde realmente está la sombra de Banco es en la conciencia criminal y turbada de Macbeth: pero los espectadores penetran en la conciencia de aquel asesino, y allí, en un tiempo y en un espacio fantásticos, y no en el teatro, con todo aquel artificio más o menos grosero de escotillones, cuerdas y telas pintadas, ven el horrible espectro que se alza amenazador y espantoso.
¿Qué hombre, que esté en su cabal juicio, podrá creer en el siglo XIX en El convidado de piedra? Pero, quién (a no ser Moratín y los de su secta, para los cuales todo lo sublime que no estuviese en los clásicos griegos y latinos, y en los preceptistas franceses del siglo de Luis XIV, era el libro de los siete sellos), ¿quién ha de negar la sublimidad de la leyenda de D. Juan Tenorio? ¿Quién ha de negar, aunque todo lo niegue, el poder y la virtud de la conciencia popular y religiosa, que, en nombre de Dios, condena al malvado y al ateo, y que prestando vida misteriosa a la estatua de mármol, suscita en ella un vengador terrible de las inultas abominaciones del impío?
Creo, pues, que lo sobrenatural no debe ni puede desterrarse de las representaciones estéticas; pero, como lo sobrenatural no está en armonía con lo común, menester es admitir también en la novela, o en cualquiera obra de arte, lo misterioso y lo extraordinario. De otra suerte, no podría cumplirse aquel juicioso precepto de Horacio;
- Nec deus intersit, nisi dignus vindice nodus Inciderit.
Voy a explicarme y para ello me valdré del mismo ejemplo de D. Juan Tenorio, comparando el de Tirso con el de su imitador Molière. Claro está que, para que el milagro de la estatua se justifique, conviene que D. Juan sea una figura grandiosa, casi inverosímil según el criterio vulgar, un héroe tan satánico que no basten los hombres a castigarle y se requiera la intervención de la Omnipotencia divina que trastorne a este fin las leyes de la naturaleza. Esto lo entendió o lo adivinó Tirso, y su D. Juan merece que Dios o el diablo se ocupen de él tan especialísimamente. Molière, con una crítica más vulgar y sin la inspiración del poeta español, hace de su D. Juan un personaje más común, más verosímil. El D. Juan de Molière, apenas seduce doncellas; con muchas no es el burlador, sino el burlado, que es lo que comúnmente sucede; el don Juan de Molière apenas mata hombres y hasta tiene que disfrazarse y huir para que no le apaleen. Así es que, siendo más verosímil el personaje de Molière que el de Tirso, en Tirso es lógico y digno y estéticamente verosímil el desenlace, y en Molière no lo es, a lo que yo entiendo. Su D. Juan no merece morir de milagro, sino en presidio o de una buena paliza.
Vea, pues, el Sr. Nocedal como no sólo es permitida, sino hasta indispensable en ciertos argumentos la creación de personajes dotados de facultades intelectuales, morales o físicas, superiores a las que comúnmente concedemos a los hombres del mundo real. Aún en el mismo mundo real, ¿me quiere decir el Sr. Nocedal, qué fisiología o qué psicología ha de juzgar y fallar sobre la verosimilitud de la extensión de las facultades humanas? ¿Somos acaso poseedores de la verdad infinita? ¿Hemos descubierto acaso todas las leyes de la naturaleza y señalado con precisión los limites de lo posible? ¿No hay, más allá de todas las regiones y épocas que ha explorado la ciencia, un universo incógnito e inexplorado, que puede el artista poblar a su antojo, sin que, no ya el criterio estético, pero ni el propio criterio científico tenga razones valederas y suficientes para negar la realidad de tales creaciones? Y no hay que decir que ese otro universo está lejos, más allá de las estrellas remotas, porque vivimos en él y respiramos el ambiente que en él se respira. En la superficie, en la corteza, en lo para nosotros sensible e inteligible de las cosas que nos rodean, está o puede estar la verdad conocida; pero en el fondo, en lo íntimo de las cosas todas, aún de las más vulgares, hay un abismo misterioso y arcano, donde la imaginación puede perderse y sonar maravillas. Cualquiera hombre de imaginación poética tiene debajo de su cama o detrás del estante de sus libros los siete castillos de las siete fadas, que pensaba ver don Quijote en el fondo del gran lago de pez hirviente.
El Sr. Nocedal sostiene también que nada extraordinario ni fuera del orden natural debe acontecer en la novela para que de ella resulte alguna enseñanza; porque imaginar que de elementos absurdos se pueden sacar deducciones prácticas y consecuencias útiles, es pensar lo excusado. Pero yo no puedo admitir este aserto, so pena de creer que no es absurdo que los animales hablen y discurran como nosotros, o de negar toda moralidad a las fábulas de Esopo. Absurdo es que Minerva, bajo la figura de Mentor, acompañe a Telémaco en sus peregrinaciones, y la obra de Fénelon está llena, a pesar de todo, de enseñanza moral, política y filosófica. Absurdos son los viajes de Gulliver, y no deja de reflejarse en ellos vivísimamente la negra e irreligiosa misantropía de quien los compuso. Absurdos son, por último el Cándido y el Micromegas, y no por eso dejan de sacarse de ambas novelas los más terribles argumentos de que los impíos pueden valerse para negar la bondad de la creación divina y para fundar, en los grandes descubrimientos astronómicos modernos, no la grandeza de Dios, sino la ruindad e insignificancia del hombre, indigno de que Dios se ocupe de él con especial providencia.
En las novelas de W. Scott, que elogia el Sr. Nocedal porque en ellas no se preparan y complican y desenlazan los acontecimientos por otras causas y resortes distintos de los comunes era la vida, intervienen, sin embargo, adivinos, brujas, espectros y otros seres sobrenaturales y misteriosos. Aquel novelista, si la memoria no me engaña, unió además el precepto al ejemplo y escribió un discurso sobre el empleo de lo sobrenatural y misterioso en las novelas.
Ya se entiende que lo fantástico ha de emplearse con sobriedad y discernimiento, para lo cual dan reglas los que han escritos sobre filosofía del arte, y para lo cual, aún sin reglas, pueden servir de guía el buen gusto y la feliz inspiración del que escribe.
Debo asimismo advertir aquí, que al empleo de lo sobrenatural se oponen a veces razones de conveniencia que si bien no se fundan en la doctrina estética, son aún más atendibles. Dios, desde luego, según un hombre de nuestra civilización le concibe en su mente, no debe intervenir de un modo inmediato en un poema por sublime que éste sea. ¿Qué forma hay adecuada a lo infinito y espiritual del ser divino? Pero la Virgen, los Santos y los Ángeles pueden estéticamente ser representados, y sin embargo, muy rara vez conviene que se representen para evitar una profanación, y para no convertir nuestra religión santa y verdadera en una mitología o en una teúrgia. La comedia de El Diablo predicador, artísticamente considerada, es chistosísima y buena, pero es detestable, si se mira por el lado de la religión, porque hace intervenir sus misterios en una farsa indecorosa. Lo mismo puede decirse del San Miguel, que aparece en el Orlando del Ariosto, con la diferencia de que el Ariosto, según lo que yo sospecho de su poquísima piedad, hace adrede la caricatura del Arcángel, y en El Diablo predicador peca de inocente y de candoroso el poeta. Homero pecó del mismo modo contra las divinidades gentílicas, y no pudo libertarse de los anatemas de Platón.
Concluyo, pues, diciendo que el empleo de lo sobrenatural y misterioso es permitido en las novelas, y muy conveniente cuando se hace con discreción y mesura; que los seres sobrenaturales, hijos de las falsas religiones o de la superstición popular, son más a propósito que los verdaderos seres sobrenaturales para que intervengan en la ficción de un poeta; y que los entes sobrehumanos, de cuya existencia sabemos por revelación, pueden, a pesar de los peligros mencionados, aparecer en un poema, en una leyenda o en un cuento, ya sea en verso, ya en prosa, con tal que el autor nos los presente de un modo digno y con el conveniente decoro. En este último género poco habría, a mi ver, en español, más perfecto, si conforme está bien ideado y trazado, estuviese bien escrito, que la historia de Lisardo y la monja Teodora, que D. Cristóbal Lozano pone en sus Soledades de la vida y desengaños del mundo.