VIII

¿Y qué le decía el castrense andaluz? Nada que pudiese interesarle. Empezó declarándose liberal, atribuyendo el radicalismo de sus ideas a la influencia de las clases y oficialidad del ilustrado regimiento de la Guardia en que servía. Refractario al despotismo, Ibraim sostenía que la Iglesia de Cristo y la Libertad podían comer en un mismo plato. El clero regular no servía más que para desacreditar con su holganza la santa religión. Con el clero parroquial, el catedral y el castrense bastaba para esplendor de la Iglesia, y conservar la pureza del dogma. Por no enredarse en disputas que excitarían más la verbosidad del capellán, Hillo daba su asentimiento a las estolideces que oía. Y algo dijo el otro después que le cargó soberanamente, por ejemplo: que entre los clérigos amigos de ambos criticaban a Hillo por meterse en belenes revolucionarios, arrimándose a las logias; y aunque su prisión había sido, según se contaba, un error de la policía, no le hacía favor el paso por el Saladero. Por lo demás, le veía con gusto entre los pocos eclesiásticos que hacían ascos a la facción, y se agarraban a las falditas de la angélica Isabé, pues el carlismo no habla de triunfar, y el porvenir era de los de acá, conforme al ejpíritu der siglo. Él iba siempre con er siglo, y por ver en su compañero iguales ideas, simpatisaban. Debía D. Pedro mirar con desprecio las murmuraciones obscurantistas y seguir adelante, procurando ingresar en el cuerpo castrense, pues convenía formar un plantel de capellanes, gente güena, que diera la norma del futuro personal eclesiástico; y si venía una ley (que sí vendría), abriéndole el caminito de los cabildos catedrales, como descanso y premio del militar servicio, la carrera de tropa era una bendisión. Cierto que la vida de campaña tenía sus trabajos y penalidades; pero todo se compensaba con lo divertido de andar entre gente ilustrada y de humor alegre, y con lo queuno se solasa cuando le toca la sircustansia de un buen alojamiento.

Seguía Hillo dando a todo su aquiescencia, por ver si paraba un poco el molinillo de la palabra de Ibraim; pero ni por esas. Mientras más conforme aparecía D. Pedro, el otro apretaba más en su despotrique, y, por fin, se metió en la política palpitante. A Mendizábal no le podía ver, aunque eran casi paisanos (D. Víctor había visto la luz en Coria del Río, a la verita e Seviya). Mil ejemplos podría citar el clérigo hablador del detestable Gobierno de D. Juan y Medio; pero como para muestra bastaba un botón, denunciarla la incapacidad del Ministro con este solo caso. A poco de sentarse en la poltrona el gaditano, llegó él (Ibraim) de la propia Sevilla con buenas recomendaciones. No pretendía cosa mayor: el arcedianato de Morón o la Rectoral de Osuna. Trabajó el asunto; ayudáronle los Procuradores sevillanos Don Juan Morales Díez de la Cortina y D. Francisco Javier Osuna. Pero cuando ya creía tener bien trincado lo de Morón, quedose como er gayo der mismo, sin pluma y cacareando, porque elarrastrao D. Juan dio la plaza a un pariente suyo, un tal Méndez, de Chiclana, que en su vida las había visto más gordas, pues ni latín sabía, y se pasaba el tiempo derribando vacas. Gestionó luego D. Víctor lo de Osuna, y quedose también per istam. Se lo llevó uno que en sus sermones llamaba a los liberales loj alurnoj e Lusifé. Así estaba todo... lo mismo que en tiempo de Calomarde. ¡Y para esto traían de Londón un ministro santiguaor que iba a poné la justisia!... Gracias que el pobre clérigo andaluz, después de aquer feo que le hiso el Ministro, pudo encontrar alguna protección en su paisano Joaquín Francisco Pacheco, que le metió en lo castrense con no poco trabajo.

Deseaba, pues, ardientemente el rencoroso Ibraim que cayese y reventara pronto ese tío campanero, que no era más que un jormiguiya, mucho moverse, mucho proyectar de fantasía, y poco chapitel. Y seguramente, sus días estaban contados: abierto el nuevo Estamento, se armaría la gran saragata, y adiós mi D. Juan para toda la vida. No recataba el castrense sus instintos revolucionarios, diciendo: Debemo poné en la caye a ese sopenco, y hasé un Ministerio de libres, con Argüeyes a la cabesa. También con esto hubo de manifestarse conforme D Pedro, dispuesto a decir amén a las mayores atrocidades; y no pudiendo aguantar más, indicó con bostezos y pestañeo sus ganas de dormir, por ver si Ibraim se najaba. Lo que este hizo fue invitarle a ir un ratito al café, con lo cual vio el cielo abierto D. Pedro, porque negándose cortésmente a gandulear tan a deshora, el otro, que debía de ser un gandul de primera, se marcharía solo. Pero no quiso Dios que tan a gusto de Hillo pasaran las cosas, porque Ibraim, lejos de parecer contrariado por la negativa de su colega, se mostró muy satisfecho, y dijo que mejor y másdesahogaos estarían allí. Al punto tiró de la campanilla, y al mozo que vino le mandó traer copas y cigarros.

En vista de esto, no le quedaban a Hillo más que dos partidos que tomar: o coger una silla y estampársela en la cabeza al enfadoso castrense, o resignarse y hacer cuenta de que Dios le aceptaría sufrimiento tan grande en descargo de sus culpas. Prefirió este último partido, y se recargó de paciencia, invocando mentalmente la Misericordia divina. «Laj onse -dijo Ibraim mirando su reloj-. ¡Qué temprano!».

Era el castrense un mocetón como un castillo, bien plantado, esbelto, de poco más de treinta años, morena y agitanada la tez, los ojos negros, desmesurados, que habrían podido surtir dos caras, sobrando todavía un poco de ojos; temple sanguíneo muy acentuado; el testuz con remolinos de pelo que el corte frecuente hacía más ásperos; el morrillo formidable, bocado exquisito si cae en manos de antropófagos; no grande ni fea la pezuña, la mano fuerte, el entrecejo tenebroso por la enorme cantidad de ceja, la fisonomía poco atractiva, el aire total como de contrabandista o mayoral de diligencias. Hombre de poquísimas letras, fue metido en la carrera eclesiástica por no servir para otra cosa. De muchacho, era el primer gallina del pueblo, y jamás se querelló con nadie; ni siquiera era fachendoso. Tenía su fuerza en la palabra, en el hablar sin término, almacenando con prodigiosa retentiva todos los chismes de cuatro leguas a la redonda. Se hizo cura sin esfuerzo, no viendo en las pasiones obstáculo grande para tal carrera. Luego fue adquiriendo vicios con el contagio de la vida de tropa. Midiéndolo por el nivel medio moral que comúnmente usamos, no fue un mal sacerdote antes de ser castrense, y hasta llegaron a contarse de él actos de virtud de los más vulgares. Para el púlpito no servía por su mala pronunciación y su falta de luces; para el confesonario, tal cual; era largo en las misas, y algún malicioso dijo que por el afán de hablar, añadía latines de su cosecha al formulario litúrgico. En funciones de ceremonia lucía por su gallarda estatura, y como siempre tuvo sonora y vibrante voz, aunque poco afinada, cantando la Epístola era un hermoso becerro con dalmática.

No le clasificó entre los rumiantes el bueno de Hillo, que la noche aquella, tediosa cual ninguna, hubo de hacer en su mente, para encontrar el símil de Ibraim, una chabacana combinación zoológica, fundiendo en una pieza el atún de las almadrabas de Huelva y la cotorra de las selvas africanas.

Las once y media, y Fernando no parecía... En el hueco que la ausencia de Telémaco dejaba en el espíritu del triste Mentor, Ibraim arrojaba sin cesar conceptos incoherentes, sin conseguir llenarlo. Entre los diversos temas que iba tomando y dejando al compás de los sorbos de ron, nada le cargó tanto a Hillo como el impertinente y avieso comentario que de la conducta de Fernando hizo. Notó D. Pedro que su hablador colega quería fisgonear, enterarse de lo que no sabía, adoptando el desleal sistema de las preguntas capciosas, y de soltar mentiras para sorprender verdades. Pero a buena parte iba: Hillo sólo contestaba con vagas expresiones. Entre otras chismografías, Ibraim soltó la especie de que a Calpena no le habían preso por conspirador, sino porque se había metido a enamorar a la hija de Mendizábal. Echose a reír el otro clérigo, sin ganas, por dar tono de burla a su respuesta, y el andaluz insistió en que lo había oído, apelando al testimonio de personas conocidas de entrambos. «La chica e Mendisába, hombre; una hija de extranjis, cuarterona de inglesa, que estaba en poer de una tal que yaman la Sayona, prendera o marchanta de piedras... El Gobierno ha tenido que escondé a la chavala y prendé a Carpena. Ya ve en qué se ocupa mi D. Juan». Negó todo esto resueltamente D. Pedro, calificándolo de absurdo y ridículo; el otro, deseoso de inquirir el origen de D. Fernando, afirmó que alguien le tenía por nacido de altas personas. Hizo Hillo el papel de quien guarda un secreto, y no sabiendo nada, puso en mayor curiosidad a Ibraim, que terminó aquel tratado asegurando que él lo averiguaría.

Al filo de las doce se descolgó Calpena en la fonda, mostrando en su rostro aburrimiento y fatiga, como quien ha pasado las horas en pasos e indagaciones ineficaces. Hillo no le pidió cuentas de su tardanza, conociéndole en el rostro que no estaba en disposición de darlas. Lo que dio fue un gran bufido a Ibraim, que a tales horas aún intentaba pegar la hebra. Tocando retreta, se despidió el hablador hasta el día siguiente.

Acostáronse Mentor y Telémaco sin pedirse ni darse explicaciones de nada, y D. Pedro se pasó parte de la noche revolviendo en su mente nuevas inquietudes por la situación que se presentaba. Pensaba que no pasaría el día venidero sin que el Sr. Edipo recalase con una carta substanciosa, y trajese, amén de instrucciones, los fondos necesarios para el viaje a Cádiz, si en efecto lo había; y anticipándose a lo que el papel dijera, fabricaba el capellán con loca fantasía estupendos castillos. Pero ¡ay! la anhelada carta no vino al siguiente día, ni al otro, ni al otro, lo que, unido a que Calpena salía y entraba sin dar cuenta de sus actos, puso al clérigo en un estado de nerviosa ansiedad, semejante a la pasión de ánimo. Al cuarto día el hombre no vivía; perdió el apetito, el sueño; fue atacado de una especie de histerismo, que llevaba trazas de trocarse en locura. ¿Por qué callaba la señora cuando más falta hacían su voz y su autoridad? Tan pronto a enfermedad lo atribuía, tan pronto a muerte; y hasta llegó a imaginar que en todo aquello no había más que una refinada burla, de que él era la primera víctima. La tutelar deidad desaparecía entre nubes cuando llegaba la ocasión de cumplir el compromiso de desenmascararse. ¿Acaso la autora de las donosísimas y tiernas cartas era una guasona de primera, que se había divertido con él metiéndole en la cárcel, ofreciéndole canonjías y volviéndole más loco que lo estaban los orates de todos los manicomios del Reino? Esto no podía ser, no, no... la protección a Fernando bien efectiva era, con el dinerito por delante, y en ello no cabían chanzas ni sainetes. Y ¿a quién, Por San Caralampio bendito, a quién dirigirse para salir de la horrible duda? ¿Qué camino tomar para llegarse hasta la incógnita y decirle: «Pues usted no se descubre, aquí vengo yo a descubrirla, que ya no puedo más, que estoy loco, que me muero de congoja, de confusión; me muero del mal de ignorancia, el peor de los males»? No sabiendo qué hacer, echose por las calles en averiguación de qué señoras de la aristocracia se habían muerto en aquellos días o estaban in articulo mortis.

Qué tal sería su trastorno, que hasta llegó a encontrar grata la compañía de Ibraim, y se aventuró a confiarle algo de sus cuitas, recibiendo de él consuelos y esperanzas, con la oferta de ayuda fraternal en el trabajo indagatorio. Ya Calpena le había dicho resueltamente que no contara con él para el viaje a Cádiz; y reiterándole su amistad franca y leal, le anunciaba que muy pronto habrían de separarse. Patético y grave estaba D. Fernando; D. Pedro acongojado y lívido, como si le acosaran espectros. El primero dábase por totalmente abandonado de la divinidad tutelar, el segundo por perdido en abismos de confusión y descrédito. No era fácil determinar si el eclipse de la incógnita causaba gozo a Calpena, pues a veces así lo parecía; pero de improviso se le veía meditabundo y apenado, como el que ha perdido una ilusión o un bien positivo. Por otra parte, de las averiguaciones de Mentor burlábase Telémaco, juzgándolas inútiles, y este a su vez, indagaba con febril actividad cosas de índole diversa. Tan loco estaba Juan como Pedro: D. Víctor mediaba entre ellos, queriendo conciliar sus respectivas locuras; mas con tan poco arte, que sólo consiguió aburrirles y embarullarles más de lo que estaban.

Y de las primeras requisitorias tocantes a la probable enfermedad o muerte de alguna señorona aristocrática, ¿qué había resultado? Nada. Atribuyéndolo D. Pedro a que hacía sus pesquisas en un menguado círculo social, resolvió subir a más altas esferas. No estaban a su alcance más que las políticas, y a ellas se dirigió con ánimo resuelto y las entendederas bien aguzadas.