VII

«Estoy enferma -decía la carta-. He pasado unos días crueles, privada del placer de escribir a mis buenos amigos. Ya estoy mejor; pero no ha sido, no, mal de mimo, que tan fácilmente padecemos las señoras. Aquí han creído que me moría. Gracias a Dios, de esta me parece que no caigo. Y no me mortificaban poco en mi enfermedad la idea y la imagen de mis prisioneritos. '¡Buena la hemos hecho! -me decía yo, en mis horas de febril insomnio-. Si ahora me muero, ¿qué va a ser de mis pobres conspiradores, Dios mío? ¿Quién les amparará, quién cuidará de ponerles en la calle?...'. Hijos míos, dad gracias a Dios por mi mejoría, que si llegáis a perderme, trabajillo os habría costado deshacer el bromazo y recobrar vuestra preciosa libertad.

»Al volver en mí, no ceso de pensar en vosotros... Mi soledad, mi tristeza, el miedo a la muerte, cuya descarnada mano he visto tan próxima, me han sugerido la idea de que debo dar por terminada la encerrona de mi capellán y de su amiguito. El primer objeto que se quería lograr con este ingenioso golpe de mano, bien cumplido está. El objeto segundo, que era extinguir la demencia en el turbado cerebro de mi Sr. D. Fernandito, no sé si lo hemos conseguido. Presumo que no. Se hace lo que se puede: no debemos ir más adelante, so pena de incurrir en crueldad y despotismo. Dispongo, pues, ¡oh capellán mío, y tú, incauto jovenzuelo! que se os abran prontito las puertas de esa mansión de tristeza. Tendreislo entendido, y os cuidaréis de tomar las medidas conducentes a vuestra próxima libertad».

-¡Oh, bien, bien, y viva la incógnita! -exclamó Calpena batiendo palmas-. Ya somos libres. Clérigo, abrázame.

-Despacito: veamos lo que dice después... Prosigo. «Escribo a los dos, porque deseo abreviar, y porque no hay nada que Mentor deba reservar de su extraviado Telémaco. Con los dos hablo a la vez. Estenme atentos. Si después de esta reclusión, que ha sido barrera contra los malos deseos, castigo de la temeridad, y garantía del honor, no se da Fernando por limpio y curado de su mal de aventuras deshonrosas, entiendo que es locura proseguir mi empresa. No puedo más. Hice cuanto de mí dependía para levantar un valladar entre su presente ignominioso y el brillante porvenir que he soñado para él. Le he brindado con la paz, le exigí sumisión. ¿Quiere someterse y poner su existencia totalmente en mis manos? Me dará con esto la más grande alegría de mi vida. ¿No se somete, no se da por vencido, no quiere la paz que le ofrezco, y que para él representa el bienestar, la posición, el honor y la regularidad de la vida? Pues yo lloraré sobre su ingratitud; a mí, entonces, me corresponderá darme por vencida. Llena el alma de dolor, renuncio a proseguir esta ruda batalla».

La emoción que el clérigo sentía le cortó la lectura. «Fernando, Fernando, hijo mío: ¿este noble lenguaje no hará profundo surco en tu alma? ¿Eres capaz de rebelarte aún?... ¿No ves cuán grande es su pena, al suponerte contumaz?...

-Sigue -dijo Fernando, que ávido de mayor conocimiento, leía por encima del hombro de su amigo-. Aún falta lo principal.

-A ello voy: «En la puerta de la cárcel, la voz amiga, la voz tutelar dice a Fernando: 'Te ofrezco el destino de Cádiz, adonde partirás con tu mentor y capellán sin pérdida de tiempo'. ¿No quieres? Pues no volverás a saber de mí. Y por mi parte procuraré que a mí no lleguen noticias tuyas. Uno a otro nos extenderemos la partida de defunción... No están los tiempos para vivir en plena zozobra, añadiendo por nuestra voluntad nuevas tristezas a las que ya nos rodean, y que pertenecen a la vida común, al conjunto de males colectivos. La disminución de nuestros sinsabores bien merece la pérdida de un afecto, aunque al arrancarlo nos duela. Con que ya sabes. Libertad... Decide ahora de tu suerte».

Quedose Fernando pensativo, dejando vagar sus ideas por el insondable espacio que las últimas frases de la carta abrían ante él. Hillo le sacó de su abstracción con severo lenguaje: «Ya sabes: a Cádiz conmigo o solito al Infierno.

-Salgamos, salgamos pronto de aquí -dijo Calpena, paseándose inquieto, con las manos en los bolsillos-. Dentro de esta cisterna, es imposible el discernimiento... Salgamos, y al respirar el aire libre decidiré».

Comprendiendo el presbítero que la resolución de la incógnita había hecho profunda impresión en su amigo, no quiso desvirtuarla con razonamientos y nuevas admoniciones. Mejor era dejarle solo con su conciencia, en la cual la verdad iba labrando el hondo surco. Después de la enseñanza y severo castigo de aquel encierro; ausente ya la que había sido causa de su locura, ¿no era razonable esperar que el joven adquiriese la serenidad suficiente para medir y pesar el pro y el contra de las acciones humanas?... Confiado en una victoria decisiva, Hillo recreaba su espíritu en la esperanza de libertad; mas no se veía totalmente libre de zozobra con las seguridades de que no sufriría menoscabo en su dignidad ni en su reputación. Por cierto que en la carta recibida en la cárcel el penúltimo día (en ocasión que Calpena rondaba por el patio), iba un pliego reservado para D. Pedro, en el cual se le daban nuevas instrucciones, previendo todo lo que pudiera ocurrir. Si Fernando, sometido incondicionalmente, aceptaba el destino de Cádiz, las cosas marcharían sin ningún tropiezo, y la situación de Hillo sería la de mentor ocaballero de compañía, liberalmente remunerado. En caso de rebeldía, la señora no pensaba desentenderse ni abandonarle, como le había dicho, empleando una ficción argumental, de la que esperaba gran efecto sedativo. A donde quiera que fuese el descarriado joven, le seguiría el pensamiento y la acción tutelar de la deidad misteriosa que le protegía. Pero no atreviéndose a comprometer en empresas tan arriesgadas a su bondadoso capellán, se manifestaba dispuesta a desprenderse del incógnito, para él solamente, en plazo no lejano. La señora y el buen D. Pedro celebrarían una conferencia, en la cual la primera le entregaría la llave de su confianza, el segundo prometería solemnemente guardar sobre cuanto oyese reserva absoluta, y entre los dos determinarían los planes más convenientes para ulteriores campañas.

Muy bien le parecieron a D. Pedro estas resoluciones, sobre todo la de arrojar la careta, enseñando el rostro verdadero, pues la lealtad y abnegación que él en tan delicado asunto mostraba, bien merecían la supresión del disfraz. Otra cosa sería ya denigrante para él, ofensiva de su decoro. Tanto se penetró de esta idea el buen presbítero, que hizo firme propósito de renunciar el cargo si la señora no le daba prueba palmaria de su confianza abandonando el misterioso disfraz. Pareciole asimismo muy conveniente y grato lo del viajecito a Cádiz y el establecerse en aquella ciudad, pues no del todo tranquilo respecto al efecto moral de su prisión, deseaba perder de vista a Madrid y a sus conocimientos de acá. Así nadie le haría preguntas impertinentes acerca de su cautiverio por motivos políticos, ni tendría que dar explicaciones del error de la policía, de la torpeza del Gobierno... Sí, sí, a Cádiz; lejos, lejos, pues lo de la prisión, peor era meneallo.

Subió Calpena del patio, muy excitado, con informes fresquecitos; pero se guardó bien de comunicárselos a su mentor. Pusiéronse a tratar de varios asuntos relacionados con su próxima libertad, y lo primero que dijo Hillo fue que ni él volvería a la casa de Méndez ni Calpena a la calle de las Urosas, debiendo ambos instalarse juntos en una fonda, de donde partirían para Cádiz lo más pronto posible. Convino en ello Fernando, y eligió la fonda de Genieys. Designó esta casa, como hubiera designado la Posada del Peine o el Parador de los Huevos, porque de nada podía enterarse: tan violenta era la tempestad que desató en su cerebro el reciente coloquio con Eleuterio Fonsagrada. Estupendas noticias le dio este del martirio de Aura, y de los dramáticos resortes que fue necesario emplear para llevársela, pues hasta hubo intervención de la policía, y qué sé yo qué... Con esto, recayó Calpena en la gravísima dolencia de sus amores furibundos, se encendió en su cerebro un hirviente volcán de ideas peregrinas, y en su voluntad resurgieron los estímulos más osados y caballerescos.

Llegó por fin el ansiado día de libertad, que les fue notificada sin explicación del motivo por qué entraron y por qué salían, ni de los términos del sobreseimiento. Entregaron a Calpena un papel, y a Hillo otro papel, en el cual se le llamaba D. Pedro Timoneda; y si esta burla de las leyes fue del agrado de ambos, no dejaba de inspirarles profundo desprecio del poder público. Aunque vestido de seglar, no gustaba Hillo de recorrer la calle en pleno día, y mandó traer un coche simón donde metieron su escasa impedimenta, y se fueron a la fonda simulando que venían de Leganés.

Las mejores habitaciones de Genieys, calle de las Infantas, estaban ocupadas por el célebre banquero D. Alejandro Aguado, que había llegado de París dos días antes. Viajaba este prócer de la alta banca con gran aparato, en sillas de postas de su propiedad, y acotaba para sí, su familia y servidumbre la mejor parte de la única fonda decente que había en Madrid. Los dos licenciados del Saladero tuvieron que acomodarse en una celda interior, obscura, con vistas al húmedo patio donde los cocineros desplumaban las aves y arrojaban los desperdicios de la cocina. Poco grata era tal residencia, y clamaron por otra mejor; mas el encargado, un italiano injerto en catalán, les notificó que no podía mejorarles de cuarto hasta que saliera para Andalucía el Sr. Banquero, añadiendo por vía de consuelo que en otras ocasiones había este señor tomado mayor espacio. El año 29, cuando vino con Rossini, los huéspedes habituales de la casa habían tenido que dormir en los pasillos.

Instalados al fin de mala manera, se descolgó por allí Fonsagrada, que había convenido con Fernando en verse aquella misma noche. No le hizo gracia a D. Pedro tal visita, temeroso de las trapisondas de marras, y mayor fue su disgusto cuando Fernando le anunció la presentación del capellán del segundo regimiento de la Guardia, D. Víctor Ibraim y Coronel, que deseaba reanudar una amistad antigua. A Ibraim le conocía D. Pedro de la sacristía del Carmen Descalzo, donde ambos celebraban años atrás, y nunca hicieron buenas migas, por ser de encontrada índole y gustos diferentes. A Hillo le cargaba el tal clérigo por andaluz, por charlatán, entrometido y farfantón.

Pues, señor, cenaron los tres (convidado Fonsagrada por Calpena), y cuando estaban en las almendras y pasas, vieron entrar en el comedor, metiendo bulla y bastoneando fuerte, en traje de paisano, al tal D. Víctor Ibraim, que se fue derecho a Hillo, y previo palmoteo en los hombros, le dijo: Grasiaj a Dios, amigo Jiyo, que noj echamo la vista ensima. Y al punto pegada la hebra, por cada palabra de D. Pedro pronunciaba doscientas el otro: era una taravilla seseosa que agradaba un rato, y después aburría. De pronto, el señorito Calpena, con la incumbencia de tener que proveerse de tabaco, guantes y otras cosillas, salió a la calle con Fonsagrada, dejando a su amigo en las astas del toro. ¡Bonita noche le esperaba al pobre clérigo, aguantando el jeringazo continuo de la charla de Ibraim, que hablaba de lo propio y lo ajeno, sin medida ni pausas, eliminando las zedas de su pronunciación, y usando voquibles gigantescos! Pero lo que le requemaba a D. Pedro era que el pillo de Calpena, confabulado quizás con Fonsagrada, le había traído al castrense para que estuviese al quite, entreteniendo a Mentor con su capote, mientras Telémaco hacía un quiebro, y tomaba bonitamente el olivo. «¡A dónde habrá ido ese tunante!... -pensaba el capellán, sin sosiego, oyendo a Ibraim como se oye el zumbido de un abejón-. ¡Y a qué horas volverá...!».