IX

Para ver gente buena, de esa que con un codo toca al pueblo, y con otro a la aristocracia, ningún sitio como el Estamento de Procuradores, que en aquellos días inauguraba la nueva legislatura, con Real discurso y todo el ceremonial de rúbrica. Según el famoso dicho de Larra, no se abría el Estamento; quien se abría era el Sr. D. Juan Álvarez Mendizábal, elegido por diez provincias... La política entraba en honda crisis, resuelto Palacio a cambiar de Gobierno, y siendo el Parlamento, como era, no más que una sombra de régimen, tapadera de la arbitrariedad, del capricho y de las veleidades cortesanas. Bastó, pues, que tres hombres de fama, un gran orador, un político hábil y un eximio poeta, marcasen un magistral cambiazo, y se apartaran de Mendizábal declarándose devotos ardientes del justo medio, que por entonces, como en todo el reinado siguiente, era el barro de que se echaba mano para la fabricación de ministros; bastó, digo, que aquellos tres señores se lanzaran al campo moderado, para que los liberales se vieran mandados a sus casas, y el poder pasase a los otros, a los de la suprema inteligencia y finas artes de gobierno. ¿Quiénes eran los tres? Alcalá Galiano, Istúriz, el Duque de Rivas. Este fue a la conjuración llevado por amistades más fuertes que sus convencimientos políticos, de ningún modo por ambición, pues un hombre que había hecho el Don Álvaro, bien podía conformarse con un papel incoloro y secundario en aquel teatro todo mentira y rencores. Los otros dos eran ambiciosos, con motivos para serlo, y su presente y su porvenir estaban dentro del escenario político.

La batalla política, dada en el terreno del mensaje, como ordenan la lógica y la costumbre, era de esas que, repetidas hasta la saciedad en nuestra historia parlamentaria, siempre con los mismos tonos y peripecias, resultan, vistas a estas alturas, absolutamente insípidas y sin ningún interés. Batallas son estas que, por el ruido que en ellas se hace, parece que entrañan alguna trascendencia; en realidad no interesan más que a las cuadrillas de desocupados que esperan destinos, o temen perder los que poseen. En estos oleajes, comúnmente todo es espuma; en el de Abril de 1836, apuraban los oradores un asunto ya resuelto por el poder Real. Pero se creía necesario un simulacro de parlamentarismo, por aquello de que era fashionable vestir a la inglesa, imitando los debates políticos, como se imitaban los fraques.

«¿Qué hay por aquí?» -dijo Hillo, que con Ibraim, los dos vestidos de seglares, sin collarín ni ningún signo eclesiástico, brujuleaba por los pasillos del Estamento, llenos de gente inquieta, bulliciosa. Y enterado por Iglesias, que le salió al encuentro, de que Istúriz y Mendizábal se liaban en agrias disputas por un estira y afloja de conducta o principios... palabras, hojarasca, juguetería política de muchachos grandes, expresó con buen sentido esta opinión sintética: «¡Qué gana de perder tiempo y saliva! ¿A qué disputar un poder que ya se sabe está destinado a la moderación? Yo que el Sr. D. Juan, no me prestaría a esta farsa, y cogiendo mi sombrero, les diría a los procuradores: 'Compadres: ya sé que estoy de más aquí. Ahí tienen ustedes el poder, las carteras, y las actas y credenciales, que yo me voy al corral por mi pie, antes que me arrastren las mulillas'. Y a la señora Reina le diría: 'Señora: para quitamos los collares y ponerlos en otros pescuezos, no es preciso que estemos aquí, como rabaneras, días y más días, apurando el vocablo. Si la opinión no tiene influencia efectiva, ¿a qué fingirla con nuestros deslavazados, interminables despotriques? Hoy decimos lo mismo que ayer, y mañana eructaremos lo de hoy. Con que... ahí tiene Vuestra Majestad la confianza que me dio. Puesto que ha resuelto quitármela, se la devuelvo, y así le ahorro el disgusto de despedirme como a un criado. Yo soy un hombre serio y formal, que amo a mi patria. No he logrado hacerla feliz, como me propuse y prometí. Mi voluntad ha podido menos que las intrigas y obstáculos con que desde el primer día han embarazado mi camino los políticos de profesión, y las camarillas parlamentarias y palaciegas. Si no hice más fue porque no me dejaron... De todo se le echa la culpa al pueblo. El pueblo es el gato, el pueblo es el niño mal criado, mocoso y llorón que trastorna la casa. Pues si quieren que el pueblo aprenda a desempeñar su papel político, enséñenle los de arriba con el exacto y honrado cumplimiento del suyo. Con que... a los Reales pies, etcétera, que yo me voy a mi casa, de donde veré pasar las revoluciones...'. Esto diría yo a ser D. Juan de Dios, y me marcharía cantando bajito, dejando a los Istúriz y Galianos desenvolverse como pudieran, bajo los auspicios de Doña María Cristina y de sus tertuliantes del Pardo y la Granja. Caballeros...».

No parecieron mal a los circunstantes estas ideas, y alguno, al comentarlas, extremó la amargura y escepticismo que revelaban. En aquellos días, la opinión de la gente que politiqueaba y de los ciudadanos pacíficos empezó a mostrarse favorable a Mendizábal. Todo el mundo veía el juego que se traían palaciegos y estatuistas para plantarle en la calle, sustituyéndole con el que había sido su amigo íntimo, D. Javier Istúriz. Hasta Nicomedes Iglesias, que meses antes echaba de su boca sapos y culebras contra el buen gaditano, reconocía la injusticia con que se le trataba, y casi casi se inclinaba a defenderle. Verdad que no era todo generosidad en esta conducta, pues el infatigable pretendiente, desairado por tercera vez en las elecciones, había adquirido pruebas de que no fue Mendizábal el causante de su desventura. Le constaba de un modo indudable que el Ministro, ocho días antes de la elección, había querido sacarle por los cabellos en la provincia de Gerona; pero le marró la suerte, por confabulación de intrigas entre moderados y patriotas catalanes. Viéndose nuevamente detenido en el camino de su ambición, se tragó sus hieles, deplorando la doblez de algunos amigos, que habían trabajado en contra suya, y empezó a sentirse minado por el desaliento y la falta de fe. Pues no se le daba el honroso puesto que en la política creía merecer, lo asaltaría. Cuando no se puede avanzar ordenadamente con la ley, se avanza saltando con los motines, y pues se le marchitaban los ideales, daría un sesgo positivista a sus aspiraciones... ¿Con qué bandera conspiraría? He aquí el problema. Su despecho, a vueltas de largos insomnios y cálculos, le sugirió que la bandera que resueltamente debía seguir era la del Éxito. ¡Unirse a los que podían y debían triunfar! ¿Quiénes eran estos? Nadie sabría determinarlo hasta la solución de la crisis.

En esta situación de ánimo, su olfato finísimo le permitió apreciar que Mendizábal, caído tan a destiempo, víctima de sus propios amigos y de adversarios envidiosos, quedaría con fuerza moral no menos grande que la que tuvo al venir de Londres. En cambio, Istúriz y comparsa, al remontarse en la cucaña, empujados por Palacio, triunfaban en pleno estado de debilidad. «Los vencedores -se dijo Iglesias-, son gente muerta: en cambio, el vencido vivirá». De aquí que se inclinara a formar en el partido del Ministro desairado y aparentemente maltrecho. Pensaba que D. Juan de Dios se lanzaría con resolución a la política de venganza, que soplando el cuerno revolucionario haría revivir su popularidad, para con ella, y los jirones que aún le restaban de sus desgarrados planes, causar terror y desconcierto en los estatuistas de viejo y nuevo cuño. El hombre de mañana era precisamente el Ministro despedido y vilipendiado de hoy. Así lo presagiaba el instinto de Iglesias, y con esta presunción bastábale para saber a qué faldones agarrarse debía. «Me voy con todo el que apunte alto y sepa hacer blanco seguro -se decía-. ¿Qué bandera? Supongo que D. Juan tremolará la Constitución del 12, para decirle a Palacio que al que no quiere caldo, taza y media. Presumo que nos apoyaremos en el elemento popular, la Milicia Urbana. ¡Ay del que toque a la Milicia!».

Revolviendo en su mente estas ideas, preparaba su probable, casi segura reconciliación con D. Juan Álvarez, hablando de él, en aquellas críticas circunstancias, con una benevolencia compasiva, que sería precursora de las alabanzas una vez que el largo cuerpo del gaditano acabase de caer al suelo. «Sí, hay que reconocer que lo que se hace con este hombre es inicuo -decía en un apretado corrillo en que estaban Trueba y Cossío, Donoso y otros muchachos inteligentes-. Nadie le ha combatido como yo, cuando le he visto metido en transacciones peligrosas con el enemigo... Pero ahora que se le quiere atropellar... ahora, ¡oh! nosotros, los patriotas de toda la vida, no tenemos vergüenza si no nos ponemos a su lado». Olózaga, que en aquellos días hizo su estreno parlamentario, sentando plaza de ordador de primer orden, sostenía lo mismo que Iglesias, aunque con menos ardor, porque su posición le imponía otros miramientos. López y Caballero aspiraban a formar grupito aparte, y los santones, con Argüelles a la cabeza, se mostraban fríos en la defensa de Mendizábal, cual si desearan su anulación, antes que pudiese adquirir la jefatura indiscutible del poderoso bando popular.

Indiferente a la marejada política; poco atento al drama de la sesión, en que unos y otros se peleaban por interpretaciones de conceptos, de poco valor práctico, D. Pedro Hillo practicaba en aquel laberinto sus extrañas diligencias. Alguien encontró que podía darle luz: parásitos de las casas grandes; periodistas que democratizaban en las redacciones o en las logias, después de haber asistido a prima noche, vestiditos de fraque, a comidas aristocráticas; Procuradores noveles, fruto elegante del nepotismo moderado, que alternaban con lo más florido de Madrid. No tuvo que hacer D. Pedro flojas combinaciones dialécticas para formular sus interrogatorios con la debida discreción, y al fin ¿qué sacó en limpio? Véanse por la muestra los informes que adquirió del mundo elegante: La Condesa de S. A., una de las más bellas Montúfares, padecía de horroroso dolor de muelas, que privaba a los amigos del placer de admirar su hermosura. La Marquesa de B., ya en meses mayores, no se presentaba en sociedad; se sentía horriblemente molesta. La Duquesa viuda de H. iba saliendo de su pulmonía, que ofrecía cuidado por la edad de la señora: ochenta y cinco años. La Marquesita de A., la menor de tres hermanas célebres por su gracia y hermosura, estaba en cama, de sobreparto; pero iba bien: contaba veintitrés años y meses.

No satisfacían al buen clérigo estas gacetillas de sociedad, y en el ardor de su mente empezó a sospechar que quizás era error suponer a la incógnita perteneciente a la clase más alta de la sociedad. ¿Sería de familia de comerciantes acaudalados, de banqueros o asentistas? ¿Sería...? El hombre se volvía loco, y cada vez se ennegrecían más los horizontes que le cercaban, pues también fueron infructuosos los pasos que dio para buscar a Edipo. Este había sido destinado a una sección de vigilancia en pueblos cercanos a Madrid, y se ignoraba cuándo volvería. Mas no vencido Hillo con estas contrariedades, siguió metiendo el cuezo en los Estamentos, aficionándose más al de Próceres. Una tarde fue sorprendido por la candente noticia de que Mendizábal e Istúriz se desafiaban. ¡Y habían sido Pílades y Orestes, camaradas en la adversidad, amigos en la próspera fortuna! Istúriz dijo al primer Ministro, en un arranque de franqueza oratoria, que no desempeñaba su destino con dignidad. Sensación, réplicas airadas de banco a banco, tumulto... Todo esto se lo contó a D. Pedro, Luis González, y luego vino Ibraim a confirmarlo, dándole las proporciones que el asunto tomó en cuanto lo cogieron de su cuenta las lenguas de la populachería. Corrieron ambos al otro Estamento, donde ya era público y notorio que Mendizábal había designado a Seoane para que le apadrinara, pues estaba decidido a lavar la afrenta. Istúriz, a las primeras de cambio, se negó a dar satisfacciones, nombrando su representante al Conde de las Navas. Este y Seoane trataron de arreglarlo. A eso de las diez, hallándose los dos clérigos en el café de Solís, agregados a una bulliciosa partida de periodistas, poetas y funcionarios públicos, supieron que no había componenda; que los dos insignes rivales se batirían a pistola, a las seis de la mañana siguiente, en una posesión del Señor de la Coreja, más allá del puente de Segovia; que el Ministro estaba a la sazón en su despacho arreglando papeles, y dictando las disposiciones que el caso exigía: testamento político, testamento privado quizás; que las pistolas con que se habían de fusilar eran de D. Andrés Borrego, armas construidas ex-profeso para lances de honor; que aún estaban discutiendo Navas y Seoane si la tragedia sería a veinte o a treinta pasos; que en las logias, los patriotas alborotados declaraban que armarían gran tremolina si el duelo resultaba una tramoya moderada para asesinar al Ministro, venganza de los frailes, o represalias del servilismo... con otras particularidades, y los mil fantásticos comentos que había de producir un caso tan emocional en aquella situación ya bastante dramatizada por las trifulcas políticas y militares. Para que el romanticismo, ya bien manifiesto en la Guerra civil, se extendiese a todos los órdenes, como un contagio epidémico, hasta los Ministros Presidentes iban al terreno, pistola en mano, con ánimo caballeresco, para castigar los desmanes de la oposición. En los campos del Norte, la cuestión dinástica se sometía al juicio de Dios. Los políticos, ciegos, medio locos ya, no pudiendo entenderse con la palabra que de todas las bocas afluía sin tasa, apelaban a la pólvora.