VI

Subió Calpena a su cuarto, muy dichoso de haber hecho aquel conocimiento, no sólo porque rompía el monótono y acompasado tedio de la vida carcelaria, sino porque del trato de aquella desdichada hez de la plebe turbulenta, esperaba obtener noticias de sucesos exteriores para él muy interesantes. Encontró a Hillo muy embebecido en la lectura de un librote que el segundo alcaide le había prestado, y era nada menos que laVida de Carlos XII de Suecia, del amigo Voltaire.

«¿No sabes, clérigo -le dijo gozoso-, lo que me pasa? Pues sin sospecharlo, ni tener de ello la menor noticia, he sido un conspirador terrible... Mi especialidad es seducir a los cabos y sargentos de la Guardia Real, encariñándoles con la libertad y con el venerando código del 12.

-Hijo, de algún modo se ha de justificar tu prisión. ¿Y de mí qué se dice?

-¿De ti? Que armabas un complot tremebundo para implantar una republiquita a estilo ateniense... poniendo de protector o de tirano democrático...

-¿A quién?

-Al espejo de los caballeros, general Córdova...

-Pues mira, no estaría mal... Me satisface haber tenido esa idea -dijo Hillo siguiendo la broma-. Pero en mi calidad de eclesiástico, más cuerdo sería proponer para cabeza de esa república a Fray Cirilo de Alameda y Brea.

-¡Si ese está con D. Carlos...!

-Pues entonces... crearíamos una Tetrarquía que representara los cuatro brazos, o las cuatro patas del cuerpo social. Yo por el Clero; tú por la Aristocracia; por el Ejército pondríamos a Rufete, y por el Pueblo al gran Aviraneta».

Toda la tarde la entretuvieron con estas bromas. Durmió Calpena intranquilo, y al despertar sobresaltado, no se apartaba de su mente la imagen de los dos Fonsagradas, a quienes conocía por las relaciones de aquella familia con la Zahón. El más joven de ellos era novio de una de las chicas de Milagro. Lo que le turbaba el sueño era que Eleuterio, el mayor de los dos hermanos sargentos, le hubiese mandado memorias con aquellos perdidos del patio. Y según el dicho de Rufete, habían hablado largamente de él. ¿Qué dirían, santo Dios; qué dirían de Aura? Ansioso esperaba el día siguiente para entrar en palique con los tres presos, en quienes vio acabados tipos de jamancios, o sea la variedad política y revolucionaria de los que conspiraban por hambre, metiéndose en mil trapisondas con la mira de pescar algo de lo que repartían las logias en vísperas de motín.

Por la mañana, al salir a dar una vuelta por el pasillo, se encontró a Iglesias, que al cuarto de un preso de pago se dirigía, y hablaron, no maravillándose Nicomedes de verle en tal sitio. «No todos los corifeos de la Libertad -le dijo con cierta vanagloria-, hemos disfrutado las delicias de un cuchitril de pago... Las dos temporaditas de prisión política que tengo en mi hoja de servicios, amigo Calpena, me las cargué en el patio y cuadra correspondiente, en amigable cohabitación con barateros y asesinos... Usted es de los privilegiados de la fortuna. También en esta región del martirio patriótico, hay aristocracia, jerarquías...

-Dígame, querido Iglesias, ¿cuándo se arma? ¿Ha caído Mendizábal... se ha sublevado el Ejército, al grito mágico... de... vamos, a cualquier grito mágico?

-La cosa está muy madura... No puedo decir más.

-¿También ahora secretos...? ¡Amigo Nicomedes, si me parece que estoy en la logia! Baja uno a ese inmundo patio, y en cada tipo de calañés y zamarra le sale un compañero.

-Naturalmente, la masonería tiene en la cárcel sus ramificaciones. Aquí se conspira lo mismo que en cualquier otra parte. Comandante he conocido yo aquí, que nos delató porque no quisimos hacerle Venerable; y entre los cabos hay muchos que hasta hace poco cobraban la peseta diaria que se daba por ciertos trabajos. En los días que estuvo aquí D. Eugenio Aviraneta, el primer genio del mundo en el conspirar, era este el centro de todos los Orientes, grandes y chicos, y aquí venían comunicaciones cifradas de los institutos armados, de las cancillerías extranjeras, y hasta de los ministros... En fin, no puedo decir más. Paciencia, amigo, que pronto, muy pronto ha de cambiar la faz de la Nación...

-¡Qué gusto! Dígame: será cosa tremenda, desquiciamiento total, confusión, ruinas...

-Poco a poco, amigo mío: los que hoy somos corifeos de la Libertad, nos creemos llamados a gobernar a la Nación, no a destruirla. Trabajamos contra los malos gobiernos, contra las instituciones opresoras; pero queremos el bien del país.

-Yo también... pero el bien del país exige un cataclismo.

-Lo habrá, hijo, lo habrá... cataclismo prudente, en beneficio de la Libertad y de loslibres... Paciencia, calma, patriotismo.

-Sea como fuere... ¿será pronto?

-¡Oh, eso sí! No puedo decir más. Y usted, mártir ahora de la causa, esté muy orgulloso y alégrese de su suerte, esperando el día del triunfo... Pero no me pregunte cuándo será, pues si yo lo supiera, no se lo diría... Adiós, adiós. Mi enhorabuena».

Y se metió en el cuarto, donde sufría larga y enfadosa detención, según Calpena supo luego, un tal Civit, compinche en otros días de Aviraneta, y que después se lanzó a trabajar por cuenta propia. Jamás salía de su cuarto. El cabo que servía a los de preferencia, contó a Fernando que el Sr. Civit se pasaba todo el día y parte de la noche escribiendo. ¿Qué hacía? ¿Fabricaba constituciones, formaba listas de proscripción o listines de empleados nuevos? Nunca se supo.

A la hora señalada por Rufete bajó Fernando al patio, y si él fue puntual, más lo fueron los otros: en el mismo sitio del primer conocimiento les encontró, y apenas le vieron, abalanzáronse a recibirle, alentados por la presencia del más benigno de los cabos, el tal Resplandor, hechura de la Masonería del año 20.

El jaquetón de sombrero ancho y botas, con patillitas de boca e jacha, quiso distinguirse por lo cariñoso y expresivo. Saludó con acento andaluz, que a Calpena le pareció afectado y mentiroso. En efecto: el señor Canencia, vástago de una dinastía de conspiradores que venía alborotando desde la francesada, era un andaluz muy crúo, natural... de Candelario. Pero habiendo rodado por Sevilla y Cádiz, algo también por Melilla, adoptó la pronunciación de aquellas tierras, por creerla más en armonía con sus pensamientos audaces, revoltosos y su natural pendenciero. Ceceaba por presunción de guapeza; su andalucismo era más de cuarteles madrileños que de sevillanos bodegones. Lo mismo servía para enseñar a los pobres pistolos la buena doctrina constituyente, que para dirimir las contiendas de juego, mojando en el primero que se le ponía por delante. Pero si le apuraban a reñir de verdad, y se encontraba frente a un rival poeroso, se llenaba de prudencia, y decía: No quiero espuntar la navaja en er güeso de un amigo. Era el abanderado de todos los motines, y el que más bulla metía, el más arrastrado y avieso si en el motín corría sangre; desplegaba un valor heroico siempre que en la asonada hubiese tropa fraternizando con el pueblo. En un tiempo en que las cartas motinescas venían mal dadas, metiose a contrabandista, allá por Huelva; pero le salió mal la cuenta, y el bromazo le costó dos años de andar en malos pasos, con calcetas de Vizcaya, que pesan como un demonio.

Pues señor, después del primer despotrique de Canencia, que se declaró comilitón de D. Fernando en la obra grande de exterminar el despotismo, tomó la palabra Fonsagrada, el que para ocultar la falta de camisa o por defenderse del frío, llevaba subido el cuello del levitín, con todos los botones prendidos, y además refuerzo de alfileres allí donde los botones faltaban. El paño que de sobra lucía en su pescuezo escaseaba en los codos, no siendo estas las únicas claraboyas por donde se le ventilaba la carne. Cubría su cabeza con una elegante cachucha, prenda nuevecita, que formaba vivo contraste con las demás de su atavío.

«Pues sí, Sr. de Calpena, ayer cuando le vimos a usted nos dieron ganas de hablarle; pero la verdad, yo no me atrevía... Ahora que estamos juntos, congratulémonos de fraternizar aquí, y bendito sea este martirio, pues por él la igualdad... es un hecho. Henos aquí confundidos sufriendo la misma pena, usted, aristócrata, y nosotros, que nos orgullecemos de ser pueblo.

-Hoy más pueblo que ayer, y mañana más pueblo que hoy -dijo otro, no consta cuál.

-Las masas no son tales masas sino cuando en ellas se mezclan las clases todas... Hermanados grandes y chicos en una masa, la revolución... es un hecho. Pues a lo que iba, Sr. de Calpena: mi primo Eleuterio le conoce a usted mucho, yantier me dio memorias para usted.

-Siento no haberle visto. Quizás me diera noticias de personas que me interesan, y de las cuales nada he sabido desde que esta pillería del Gobierno me prendió.

-Es un hecho -dijo Rufete-, que el Gobierno, por venganza, le ha desterrado a la novia. Lo mismo hicieron conmigo el año 34. Maquiavelismo... pero no les vale, no les vale.

-No les vale -repitió Calpena-, porque yo, en cuanto me suelten, revolveré toda la tierra hasta encontrarla... ¿Ha dicho Eleuterio si mi novia vive, si se la llevó aquel tío que ahora cuida de ella, por disposición de Mendizábal?

-Pero, señor, ¿hasta en eso se meten los ministros?... ¿En quitarle a uno su jembra?

-Sí señor: vive y está buena; sólo que un poco desmejorada. Ya van en camino de...

-¿De dónde?

-Pues mire que no me acuerdo. Pero es cosa de las provincias, allá por donde anda el Pretendiente con toda su facción.

-¿Será Fuenterrabía, Tolosa...?

-Me parece que no... Yo se lo preguntaré a mi primo cuando vuelva. Mi familia lo sabe todo por Lopresti, a quien despidió la Jacoba, y en casa le tenemos».

Tal impresión causaron a Calpena estas noticias rápidamente comunicadas, que disimular no pudo su alegría. Maquinalmente estrechó las manos de los tres conspiradores, los cuales atribuyeron demostración tan cariñosa al entusiasmo de sectario, a una viva efusión de fraternidad. Contestaron unánimes con igual calor, diciendo el que ceceaba, en confianzudo y jovial estilo: «Zeñó Carpena, España pa loj españole. Diaquí a poco naide noz toze. Cuente zumerzé con ezte amigo pa cualziquiera coza de poer.

-¿Creen ustedes que estallará pronto el trueno gordo?

-Ya se le oye retumbando lejos; ya viene la tormenta -aseguró Rufete.

-Y cuando triunfemos -afirmó Fonsagrada asegurando los alfileres que cerraban su ropa-, podrá uno comer como buen ciudadano, y vestirse, y apalear a toda la canalla que nos ha quitado la libertad... Ya verán esos maquiavélicos lo que es el pueblo, y la soberanía de nuestra masa.

-Amigos, adiós -dijo Fernando, deseoso de perderles de vista-. Bajaré mañana para que me den más noticias, pues Eleuterio volverá.

-Para servirle, D. Fernando».

Pretextando ocupaciones, se alejó Calpena del patio, y la expansión de su alegría le llevaba por aquellas escaleras arriba como un pájaro. ¡Aura vivía! ¿Qué más podía desear por el momento el desconsolado amante? Aura vivía; el mundo recobraba su placidez luminosa; el sol alumbraba placentero, y la cárcel misma era un lugar risueño y hermoso. Renovadas en él con súbito incendio las energías de su pasión, comprimidas, que no sofocadas, por el cautiverio, pensó que ante el hecho de existir Aurora, carecía de importancia su salida de Madrid bajo el poder del tío carnal. Ya la buscaría y la encontraría su fiel amante, aunque España fuese diez veces mayor de lo que es... ¡Aura no había sido víctima de su desesperación!... La catástrofe romántica, ya con puñal, ya con braserillo de carbón o con veneno, aquel espectro que había sido espanto del galán en sus noches de insomnio, ya no era más que un temor disipado. Aura vivía; y en camino para su destierro, se confortaba con la seguridad de que volaría tras ella su caballero libertador. ¡Bonita empresa, singular aventura se preparaba, digna de los Amadises y Esplandianes, por donde había de resultar que las hermosuras morales de la edad de la caballería, en la nuestra prosaica y materialista gallardamente se renovaban!

Tan alegre entró en su cuarto, y con tal brillo de los negros ojos, que Hillo entendió que algún feliz encuentro habla tenido en el patio. Y al verse abrazado por su amigo, no pudo menos de interrogarle inquieto.

«Estamos de enhorabuena, mi querido clérigo. ¿No adivinas por qué? Porque se armará pronto... La cosa está madura. La Milicia como un solo hombre, el Ejército como un hombre solo.

-¡Que nos coja confesados, hijo!

-No, que nos coja libres... y si no, caerán los muros de esta infame Bastilla. El rugido popular ya se oye, clérigo mío; la indignación de la masa ya pronto estallará...

-¿Quién te ha llenado la cabeza, ¡oh joven inexperto! de ese viento malsano?

-¿Pero no sabes? La masonería invade el Saladero; se mete aquí con los presos políticos, y hace prosélitos de los cabos de vara... Y ahora, ¿no te parece que debes pedir a nuestra incógnita que nos saque pronto de este infierno? Si sigo aquí, conspiro, te lo anuncio; haré la propaganda del degüello de ministros, y créeme que hay en esos patios gente abonada para merendarse un par de Ministerios, y los dos Estamentos si fuese menester».

Perplejo y un tanto temeroso, cerró Hillo pausadamente el libro de Voltaire, y fijó la atención y los ojos en su amigo: «Sí, sí, Fernando -dijo tras breve pausa-. Paréceme que ya para bromazo basta. ¿Qué hacemos aquí? Y si esto es un hervidero de conspiraciones, como dices, podría resultar que algún pillo nos comprometiera, y que la humorada se convirtiese en chanza pesadísima.

-Que yo he de conspirar, liándome con los patriotas calzados y con los jacobinos descalzos que he tenido el honor de conocer aquí, no lo dudes. Entré inocente de toda culpa política, y saldré para el motín o para la horca.

-¿Y qué quieres que haga yo, Fernandito de mi alma -dijo Hillo cruzándose de brazos-, si la mascarita no resuelve nuestra libertad, y da en guardarnos aquí hasta que nos convirtamos en cecina o bacalao? Y me inquieta que van ya cuatro días sin que el Sr. Edipo nos traiga algún consuelo. Desde que recibimos el refuerzo de lengua ahumada, dátiles de Berbería y vinito blanco, no ha vuelto el tal a parecer. Y yo digo: ¿si se habrán olvidado de nosotros, y acabaremos por ser empapelados inicuamente?».

Breve rato permanecieron los dos mirándose. Lo que con sus ojos se decían no es para traducido en palabras. Con ellas, y bien expresivas, manifestó Calpena que él discurriría con sus amigos del patio alguna sutil tramoya para escaparse. Hillo, caviloso y triste, no supo qué responderle, ni tuvo ánimos para contradecirle.

Transcurrieron tres días, en los cuales llegaron a Calpena, por el mismo Eleuterio Fonsagrada, nuevas importantísimas. Primero: que Aura iba camino de las Provincias Vascongadas con su tío el Sr. Negretti, y que entrarían en Francia por Canfranc, para tomar luego la frontera. El Sr. Negretti era contratista y constructor de armas de fuego en el campo carlista. Agregó a estas nuevas el sargento que Palacio preparaba un cambio político, dando el pasaporte a Mendizábal y sustituyéndole con Istúriz; que al reunirse los nuevos Estamentos, Procuradores y Próceres se tirarían los trastos a la cabeza; que Lopresti contaba mil donaires del furor de la Zahón, y de las dramáticas, ruidosas escenas que presenció la casa y gozó el vecindario al partir la bella Aurorita, desolada y fuera de sí.

Con estos interesantes informes coincidió carta de la incógnita, que llegó inopinadamente cuando los presos comían. ¡Ay, era muy triste; revelaba inquietudes, aprensiones, amargura y desaliento!