V

«No pretendo echármelas de Plutarco... Esto sería ridículo. ¿Y qué podré decirte yo que tú no sepas? Si sigo hablándote de Córdova y haciendo la debida justicia a sus altas prendas, quizás me digas tú: '¿Para qué se me ponen ante la vista ejemplos que no he de poder seguir? Yo no soy militar'. En efecto, militar no eres, porque... no es ocasión aún de que sepas este por qué: a su tiempo lo sabrás. ¿Acaso no se abren a tu inteligencia otros caminos que el de la milicia? La Política y la Diplomacia ofrecen ancho campo al talento, si es asistido de dos cualidades preciosas: la honradez y la independencia. No me digas que hace falta el paso por las Universidades. Eso sí que no: detesto a los leguleyos. Lo que hace falta es el paso por los libros, y esa Facultad, todo chico aplicado y con posibles la tiene en su casa. Te pongo ante los ojos el ejemplo de Córdova, para que veas que los grandes hombres que descuellan en la humanidad se lo deben todo a sí propios, y son hechura de su mismo espíritu. La desgracia de este hombre es haber nacido aquí. En el suelo ancho y fecundo de otro país, habría sido árbol corpulento. Bonaparte y él se parecen como dos gotas de agua. El hecho heroico de la Cortadura es hermano gemelo del estreno de Bonaparte en Tolón. El 7 de Julio debía ser otra página como la de Brumario en las calles de París: si no lo fue, no le culpemos a él, sino a la estrechez de tierra en el maldito tiesto. Mendigorría es otro Marengo: si no concluyó la guerra después de aquel brillante hecho de armas, fue por la misma causa... el tiesto, niño, el tiesto... Como diplomático, Berlín, París y Lisboa le conocen. Sus escritos de cancillería, como sus proclamas militares, son un modelo, aquellos de precisión y sagacidad, estas de calurosa elocuencia... ¿Y dónde me dejas al político? Observa cómo, aplacados los ardores liberales de la juventud, vino a profesar y sostener el realismo en su noble pureza. Este no es de los que se encastillan en las ideas de la primera edad, quedándose para toda la vida, como unos bobos, en Las ruinas de Palmira; este es de los que aprenden a vivir en la realidad, en los hechos. La Monarquía tradicional tuvo y tiene en él un acérrimo defensor; pero no quiere el brutal absolutismo, con su siniestro cortejo de verdugos e inquisidores, como lo soñaron D. Víctor Saiz y Calomarde, no. Ya sabrás que declaró la guerra al sistema de Purificacióny a las Comisiones Militares hasta acabar con tanta barbarie... Es liberal sin morrión, monárquico sin cogulla. Cree que el despotismo mata a los pueblos por parálisis, como el estado continuo de revolución los mata... por el mal de San Vito».

No pudo refrenar Calpena el comentario que de la mente al labio le salía, y dijo, apartando los ojos de la carta: «Lo que noto yo aquí es una gran incongruencia. ¿A qué viene este panegírico del general Córdova? En ninguna de sus cartas se ha dedicado mi señora incógnita a trazar vidas plutarquinas. Casi siempre trata con dureza o con desdén a los contemporáneos célebres. Las únicas excepciones son Mendizábal y D. Luis Fernández de Córdova; pero a este me le pone por encima de todos... sin venir a cuento... digo sin venir a cuento, mi querido Hillo, porque yo y mi prisión, y los motivos de ella, ¿qué relación pueden tener?...

-Hijo, la relación quizás no la veamos nosotros; pero que alguna hay, aunque escondida, no lo dudes. Adelante.

-Sigo: 'Te he pintado la figura, antes de decirte que corre por ahí muy válida la idea de investir a Córdova de las facultades de dictador, para salir del atolladero en que estamos metidos. Asumiría las atribuciones de General en jefe del Ejército y de Presidente del Consejo de Ministros; la Corte se trasladaría a Burgos, y los Estamentos... probablemente a esas logias legales y públicas se les echaría la llave hasta que la guerra quedase definitivamente concluida. ¿Sabes quién ha lanzado esa idea, quién la patrocina y está catequizando a Córdova para que se deje querer? Pues Serafín Estébanez Calderón, auditor en Logroño. No te acordarás: es un malagueño muy despabilado a quien has visto en casa de Puñonrostro...'.

-¿Pero yo, por vida de Quinto Curcio y de las once mil vírgenes -dijo Calpena en la mayor confusión-, qué tengo que ver con todo esto?».

Hillo meditaba, la barba apoyada en los dedos, la vista fija en el tapete mugriento y agujereado de la mesa.

«¿Qué piensas, clérigo?

-No, hijo, no pienso nada; no digo nada. Pero en tanto que se nos descubre el hondo pensamiento de la autora de ese escrito apologético, hagamos nuestras sus ideas, participemos de su ardiente devoción del afortunado caudillo. Aquí estamos para la obediencia, y no hemos de tocar nosotros el pandero, sino ella... Y a fe que está en buenas manos. A ver, ¿qué más dice?

-Pues sigue el panegírico del santo. 'Córdova tiene todas las cualidades de César... Es guerrero y político... Si él no hace de esta tribu de alborotadores una nación, perdamos la esperanza de redimirnos. Mendizábal ha fracasado, porque no ha sabido rematar la suerte... Córdova la rematará... Es el hombre único... Esperar nuestra salvación del Estatuto o de la Constitución del 12, es vivir en el reino de las pamplinas... Córdova es el Bonaparte sin ambición, bello ideal de los dictadores... Una espada que piense: esto es lo que nos hace falta...'.

-¿Y no dice más?

-Dice también que me pone ante los ojos esta noble figura militar y política, para que me familiarice con la grandeza del personaje, aprendiendo en él a juntar la gallardía caballeresca con los primores intelectuales. La caballería, aun con un poquito de romanticismo, encaja, creo yo, dentro de la perfecta disciplina social...

-Ya, ya voy viendo algo...

-Pues yo no veo nada...

-¿Y qué más dice?

-Nada más».

Miráronse los dos largo rato, como si cada cual quisiera leer en la cara del otro un pensamiento, una conjetura, una sospecha... Suspiraron luego casi al unísono, y algo se dijeron, sin que ninguno diera a conocer lo que pensaba.

«Fernandito -indicó Hillo, poniendo término a sus cavilaciones-, ¿no te parece que debemos pedir que nos den de comer? Porque con estas cosas de dictaduras, y de generales de la cepa de los Césares y Bonapartes, se le despierta a uno el apetito de un modo horroroso.

-Soy de la misma opinión, clérigo insigne, y comeré lo que nos traigan, aunque sean los hígados de Chaperón, conservados en vinagre».

El señorito se encontraba en un estado de ánimo favorable a las picantes bromas. Mientras comían un cocido de caldo flaco y de garbanzo duro, dijo a su mentor y capellán: «En vez de dedicarse con tanto ahínco a la literatura plutarquina, podía decirnos cuándo piensa sacarnos de aquí. Si esto es una humorada, que venga Dios y me diga si no es ya insostenible.

-Dame tu palabra de que irás conmigo a donde yo te lleve, y mañana mismo estamos en la calle.

-No puedo dar esa palabra, y si la diera no la cumpliría. Mi voluntad es libre, ya que mi cuerpo no lo es hoy, por causa de un bárbaro atropello... Pero esto no puede durar, y si durara, sería preciso creer que la justicia es aquí un nombre vano.

-¡Y tan vano!

-Y la política una farsa.

-Un sainete que hace llorar a algunos.

-Y la policía un hato de bandoleros, vendidos a la intriga o a la venganza... Bien, Señor: murámonos aquí.

-Morirnos no, porque todo es broma, y por mi cuenta, no han de pasar las semanas de Daniel sin que se nos eche, por no resultar nada contra nuestras honradas personas».

Fernando no dijo más. Antes de concluir de comer abandonó la mesa, y se puso a medir con febril paseo la habitación, así a lo largo como a lo ancho. Luego, a media tarde, propuso que dieran una vuelta por los patios. Esto no le hacía maldita gracia a D. Pedro, temeroso de ser visto de la canalla, y con prudentes razones intentó quitárselo de la cabeza. Mas tanto machacó el joven prisionero, que no pudo disuadirle su amigo del propósito de salir. Verdaderamente, tal vida de quietud no era para llegar a viejo. Deseaba moverse, estirar las piernas, respirar otro aire, aunque no fuera menos infecto que el de su cuarto; y como no le importaba nada codearse con la chusma del patio, bajó a dar una vuelta por aquella triste región. D. Pedro no quiso acompañarle, y se quedó en el corredor alto, paseando en corto, sin alejarse de la puerta de su madriguera, para escabullirse dentro en caso de sentir pasos de carceleros o visitantes.

Vio Calpena en el patio diferentes tipos de presos y detenidos, algunos chicos vagabundos, y un cabo que cuidaba del orden en el departamento. Cuatro hombres de aspecto mísero, las carnes bronceadas del sol, los vestidos hechos jirones, robustos, con calañés terciado sobre la oreja, eran los únicos que tenían aspecto de criminales. Hallábanse sentados en ruedo, jugando con piedrecillas blancas y negras sobre un tablero trazado con carbón, y no apartaban de su juego la mirada más que para fijarla en el cabo, que iba de un lado a otro, las manos a la espalda, y a ratos se aproximaba familiarmente a un grupo de presos pacíficos, que parecían gente habituada a tal vida y a tal sociedad. El tono de su conversación, su aire y modos reposados eran como de quien no siente la menor extrañeza de hallarse donde se halla. Miroles Calpena, y ellos le miraron, sin denotar curiosidad ni interés alguno. Algo les dijo el cabo, y siguieron charlando de cosas que debían de ser amenas, plácidas, quizás de lo buena que es la vida y de lo acertado que estuvo Dios al criar al hombre, y este al hacer las leyes y las cárceles.

Después de pasear un rato, se fijó Calpena en tres individuos que permanecían inmóviles, arrimados a la pared junto al portalón cerrado del segundo patio, que ya en aquel tiempo se llamaba de los micos. Eran jóvenes, mal vestidos; el uno parecía no tener camisa, y se había levantado el cuello del levitín para disimularlo; otro llevaba por sombrero una gorra como las de cuartel, y el tercero botas de montar, zamarra muy ceñida con cordones, y un sombrero de ala ancha. Observó Fernando que ninguno de los tres le quitaba los ojos desde que le vieron, y le seguían con la vista por dondequiera que fuese, demostrando, no sólo que le conocían, sino que algo y aun algos tenían que decir de él. No era ciertamente hostil ni burlona la mirada de los tres desconocidos, por lo cual se le despertó a Calpena la curiosidad, y después las ganas de entrar en coloquio con ellos. Encendió un cigarro, y este fue el incidente feliz que determinó la aproximación. Destacose del grupo el de la gorra de cuartel, y con donaire campechano pidió a Fernando candela; diósela este, y al devolver el otro el cigarro, todo con los mejores modos, le dijo: «Sr. de Calpena, muchas gracias, y que no sea esta la última vez que tengamos el gusto de verle por este patio.

-¿Me conoce usted? -dijo Fernando vivamente-. Pues yo a usted... no recuerdo.

-Zoilo Rufete... No se acordará. Soy hermano de un valiente militar perseguido por sus opinioneslibres.

-En efecto: ese nombre...

-Nos conocemos de la logia, Sr. de Calpena; sólo que está usted trascordado... En una misma noche hablamos los dos, y fuimos aplaudidos bárbaramente.

-Ya, ya voy haciendo memoria.

-Usted habló de la responsabilidad ministerial, y de la manera de hacerla cumplir; yo de la intervención extranjera, sosteniendo que los españoles nos bastamos y nos sobramos para defender la libertad contra todos los déspotas de la Europa y del Asia... Después me metí con los frailes, y probé que entre ellos y los palaciegos nos han traído la guerra civil...

-Es verdad, sí... ¿Y qué hacemos por aquí?

-Pues esperar... Creen que por prendernos adelantan algo... Yo me río de las prisiones... ¿Qué es ello? Maquiavelismo... y si me apuran, miedo... Es la cuarta vez que me traen aquí, y aquellos dos compañeros llevan ya nueve encerronas... Si patriotas entramos, más patriotas salimos. Hoy más libres que ayer, y mañana más que hoy. ¿No piensa usted lo mismo?

-Exactamente lo mismo. Y dígame, ¿nos soltarán pronto? Porque la verdad, este es un bromazo...

-No creo que nos suelten hasta que se abran los Estamentos. Están locos... Créame usted, amigo Calpena: prenden a treinta o cuarenta por aquello de que vea Palacio que miran por el orden, y mientras usted y yo, y otros mártires del despotismo, nos aburrimos en este pandemonio, cientos y miles de compañeros trabajan fuera de aquí por la causa del pueblo, sin meter bulla. Yo soy de los que dicen: revolución, revolución, y siempre revolución.

-Siempre, siempre. Vengan terremotos, y encima... el diluvio.

-Lo que es ahora no tardará en estallar el trueno gordo. ¿Y qué me dice de la guarnición? ¿La tenemos ya bien catequizada?...

-¿Sé yo acaso...?

-¿Que no sabe...? ¡Bah, Sr. Calpena, misterios conmigo! Si aquí todos somos unos... todos apóstoles de la revolución, y cada uno trabaja en su terreno».

Comprendiendo que aquel tipo le tomaba por un conspirador de oficio, Fernando siguió la broma: de algún modo le convenía justificar ante el vulgo su permanencia en la cárcel. Prisión por patriotismo, antes enaltecía que deshonraba.

«Pues sí -dijo tomando el tonillo y los aires de un perfecto muñidor de motines-, el Ejército es nuestro.

-Ya lo sabía yo... ¿Pues por qué está usted aquí sino por ser el que pone los puntos a la Guardia Real?... Yo se los pongo a la Milicia, y puedo asegurarle que toda ella respira por la santísima libertad...

-Así tiene que ser... ¡Buena se armará!

-¿De modo que la Guardia...?

-Como un solo hombre.

-Chitón... El cabo viene para acá. Disimulemos. Si tiene usted cigarrillos, Sr. de Calpena, le agradeceríamos que nos prestase media docena. Andamos mal de tabaco.

-Tome usted... Coja más. Arriba tengo para muchos días.

-Basta con diez. Muchísimas gracias. Esta tarde han de traernos tabaco, y yo pondré a su disposición buenos puros... El cabo nos mira... Me temo que me diga algo con la vara... Disimulemos... Es muy bruto ese cabo. Ha sido lego de convento y voluntario realista.

-Yo me vuelvo a mi cuarto.

-Usted allá y nosotros aquí...Meditemos... el triunfo es cosa de días. Bájese acá mañana, y hablaremos: tenemos mucho que hablar... Conviene que nos pongamos de acuerdo...

-Enteramente de acuerdo...

-Sobre este y el otro punto... ¿Usted qué opina? ¿Constitución del 12?

-Hombre, pues claro está...

-No deje de correrse al patio mañana... antes de la comida, de diez a once. A esa hora tenemos un cabo muy bueno: Francisco, de apodo Resplandor, uno que estuvo con Porlier... Podremos hablar... Mi compañero Canencia desea echar con usted un parrafito, para quedar también de acuerdo...

-¿Quién es Canencia?

-El del sombrero ancho y botas. Ahora nos mira y se sonríe. Ha llegado hace días de Zaragoza. Ese es un lince para los de Artillería. Les tiene sorbido el seso.

-¿Y el otro quién es?

-¿Pero no le conoce? Si es Fonsagrada, primo hermano de los amigos de usted.

-¿Los Fonsagradas... dos mocetones muy guapos, sargentos de la Guardia?

-Cabal. Este chico vale más que pesa. Tiene minada la Caballería por dentro, por donde no se ve... como la carcoma.

-Conozco a sus primos.

-Eleuterio, el mayor, estuvo ayer a vernos... y hablamos de usted... y encargó a Zacarías... así se llama este... que le diese a usted memorias, y...

-¿Y qué más?

-¡Oído!... que viene el cabo... Compañero Calpena, hasta mañana.

-Hasta mañana, compañero Rufete».