Las admiraciones de Tomasito
Las admiraciones de Tomasito
editarDon Tomás llamó a Tomasito y le dijo, con tono enfático, estas palabras: «Mira, hijo; el señor te va a enseñar a leer y a escribir. Anda con él al comedor, que allí darán la clase.» Y Tomasito, con su aire de zorrito, sin decir palabra, entró en el comedor, seguido del maestro.
Tomasito, en la ingenuidad de sus diez años, era bastante predispuesto a la admiración; pero si bien la concedía, sin reserva, a ciertas cosas, a otras, se la negaba rotundamente, y en vano se hubieran empeñado en hacerlo extasiar, donde él no veía más que motivos de crítica, de burla o de desprecio.
Bien había comprendido que su padre, penetrado de la necesidad de dar a sus hijos una instrucción, que a él nadie le había podido proporcionar, exigía tácitamente para este dispensador de la ciencia, un respeto incondicional.
Pero, aunque lo hubiera querido, ¿cómo hacer entrar en su mentecita gaucha, consideración alguna, para un hombre que había llegado a pie a la casa paterna? ¡a pie! señor, ¡en el campo! Pero ni los turcos que van de rancho en rancho, para vender espejitos a diez centavos, o boquillas de hueso y cuchillitos, de esos que se cierran, dejan de tener un caballo, siquiera, para cargar con las cajas; y si no se atreven a montarlo, por lo menos lo arrean.
Tomasito era inteligente, y aprendió con facilidad lo que el maestro le enseñó: primero las letras, y después a juntarlas, y en fin a leer correctamente y a escribir y a contar; y se empezó a considerar algo superior al maestro, ya que él podía aprender lo que éste sabía, mientras él ni siquiera era capaz de bolear una gallina, con boleadoras de carne.
Una vez, Tomasito se lo había querido enseñar; pero el maestro se había cansado sin poderlo conseguir.
¡Qué! ¡un fracaso! Hasta de a pie, había sido chambón, el hombre.
El primo Atanasio, ese sí, merecía la admiración del muchacho.
Era un gaucho alto y fortacho, de tez morena, que siempre andaba de chiripá y de bota de potro, con las boleadoras en la cintura y una cuchilla; pero una cuchilla que al que sólo le mirase el filo de frente, era capaz de cortarle la vista. Y daba gusto andar con él, recorriendo el campo, para recoger la hacienda. A los gritos que pegaba: «¡Vaacaa! ¡chua, chua, chua!» se venían los animales disparando para el rodeo, apurados por los perros que les ladraban, mordiéndoles el garrón, o prendiéndoseles de la cola, o atajándolos de frente, y esquivando los torpes cornazos que les tiraban las vacas enojadas. ¡Qué lindo andar galopando por detrás, en su petizo, con el primo Atanasio y gritar como él: «¡Chua, chua, chuaaa!»
Algunas veces, el tropel de la hacienda hacía levantar un avestruz asustado, que después de dos o tres rápidos dengues, echaba a correr, al trote largo, con las alitas emplumadas, infladas al aire, desafiando al mismo Pampero.
Descuídate, no más, Churri, que aquí está Atanasio. Y éste, espoleando el redomón, tratando, con una vuelta, de enderezar el avestruz al viento, desataba, galopando, las avestruceras, y llegado a tiro, las empezaba a revolear, hasta que, a cien varas, las soltaba, y, chiflando, iban las dos bolas de metal, a enredar irremisiblemente su trenza fina en las patas largas del pobre animal.
A veces, no dejaba de disparar también a un charabón que Tomasito, siguiéndolo con el petizo, en las mil vueltas locas que daba, acababa por agarrar, encerrándolo, después, en un cajón, donde, todo el día, hacía oír su silbido triste Y monótono, desgarrador.
Esas eran las cosas que Tomasito admiraba, y no los libros, aunque viniesen con láminas.
Un caballo guapo o bien amansado, capaz de galopar veinte leguas, sin resuello, o de voltear un novillo de una pechada, también le infundía respeto. Se entusiasmaba por un pial lindo, y él también, a acertar alguno, dedicaba una constancia, un ardor, que nunca hubiera desplegado para resolver los problemas sencillos que le dictaba el maestro.
A su padrino, don Martín, un buen vasco de la vecindad, tampoco le mezquinaba su aprecio; pues cuando venía a la estancia, llamado por el compadre, para algún trabajo de fuerza, como componer el alambrado, o hacer la parva, o cavar un jagüel, se quedaba Tomasito, las horas, mirándolo trabajar, con pretexto de alcanzarle las herramientas. Y cuando el macizo pico de acero, levantado por los brazos hercúleos del vasco, estirados en escultural esfuerzo, volvía a caer, casi extrañaba el muchacho, que alcanzase a rebotar, en vez de hundirse hasta el cabo, en la tosca despedazada.
¡Era lindo! pero, cuando hablaba con los demás chicuelos de su tío Juan, el domador, entonces le faltaban las palabras para ponderar sus hazañas, y sólo alcanzaba a decir: «¡Ese sí que es hombre!»
Le hubiera dado la palma, a no ser su admiración más irresistible aún para don Manuel Zelaya; ¡ah! cuando éste, de visita en la estancia, empezaba, después de templar la guitarra, a echar al cielo esas hermosas notas agudas, que salidas de las narices, desgarraban el tímpano, celebrando las virtudes de don Tomás y su hospitalidad generosa, el muchacho quedaba pasmado, embelesado. La boca abierta, los ojos como patacones, entraba en éxtasis, absorbiendo, conmovido, cada vibración del canto, dejándose arrebatar el alma en poéticos sueños.
El toro de cinco mil pesos, que el patrón acababa de mandar por el tren, era un lindo animal, y don Tomás, el padre, mayordomo del establecimiento, cuando lo fue a recibir a la estación, sentenciosamente se lo había hecho notar a Tomasito, su hijo, y éste lo admiraba, ya que se lo mandaban así: pero, lo que, en realidad, más le llamaba la atención, era lo elevado del precio que representaba esa bestia. ¡Cinco mil pesos! ¡que montón de plata! y su imaginación infantil trataba de hacerse una idea de lo que podía ser semejante cantidad.
Lo mismo, más o menos experimentaba, -aunque sea mala la comparación-, cuando venía el mismo patrón, de paseo a la estancia, y que se escondía él, detrás de un sauce, arriesgando, de vez en cuando, una ojeadita, para contemplar la cara de ese hombre, que le habían dicho que era tan rico, y que poseía cinco estancias, y su asombro, si bien no encerraba un gran caudal de simpatía, por lo menos, era lo más exento de todo sentimiento vil de envidia o de odio.
Lo más natural era para él, como lo era para su padre, y para el último peón criollo de la estancia, que un hombre fuera muy rico y que otros no tuvieran nada: pues es edad afortunada, la niñez, tanto la de los hombres como la de los pueblos, en que la envidia no enturbia aún la sinceridad de la admiración, y en que la pobreza es tan llevadera que puede soportar, indiferente, el resplandor de la opulencia.