Capítulo XVI - Sola y fugitiva en la selva editar

En nuestra zona, cuando el cielo está limpio de nubes, las estrellas despiden tanta luz que reemplaza a la de la luna; merced a ella Cumandá pudo guiarse fácilmente en su fuga. Caminó largo trecho formando ángulos entre las márgenes del río y el fondo del bosque. Halló un arroyo, y le pareció buen expediente, para hacer que desaparezcan del todo sus huellas, el caminar otro largo espacio por dentro de él. Luego tomó la ribera del Palora y descendió por ella rectamente; y volvió a dejarla cuatro veces, y otras cuatro tornó asimismo a caminar por sus arenas. Esta manera de caminar alargaba el trayecto; pero con ella pretendía la joven desorientar a los jívaros que luego se lanzarían en su persecución; y que tienen el instinto del galgo para seguir una pista.

Las monótonas voces de los grillos y ranas turbaban el silencio del desierto; de cuando en cuando cantaba la lechuza, o el viento azotaba gimiendo las copas de las palmeras, o se escuchaba el lejano ruido de algún árbol que, vencido por el peso de los siglos y ahogado por las lianas, venía a tierra, estremeciendo el bosque y destrozando cuanto hallaba al alcance de su gigantesca mole. Los micos, los saínos, las aves al sentir ese terremoto de sus moradas, huían golpeándose entre las ramas y dando chillidos de espanto. Mas a poco se restituía la calma, y sólo quedaba la desapacible música de los reptiles y bichos, hijos del agua y del cieno, que no cesan de zumbar y dar voces en diversos términos durante el imperio de las nocturnas sombras. Los fuegos fatuos se enredaban entre los matorrales y desaparecían, o vagaban un instante sobre las aguas estancadas e inmóviles. Millares de luciérnagas recorrían lentas el seno tenebroso de la selva, como pequeñas estrellas volantes; a veces se prendían en la suelta cabellera de la joven fugitiva o se pegaban a su vestido como diamantes con que la misteriosa mano de la noche la engalanaba. Otras veces no eran los luminosos insectos los que brillaban, sino los ojos de algún gato montés que andaba a caza de las avecillas dormidas en las ramas inferiores o en los nidos ocultos en la espesura. Cumandá se asustaba y huía de ellos, apretando contra el pecho el amuleto haciendo una cruz. El cansancio la obligaba en ocasiones a detenerse, y arrimada al tronco de un árbol dejaba reposar algunos minutos los miembros que empezaban a flaquear con el violento ejercicio: pero una fruta pasada de sazón cedía al breve impulso del céfiro nocturno, y descendía desde la alta copa del árbol golpeándose de rama en rama hasta dar en el hombro de la joven, la cual no miraba este sencillo suceso como obra de la naturaleza que hacía caer esa castaña o esa uva silvestre para el alimento de los animales que rastrean el suelo todas las mañanas, y aun del hombre perdido en las selvas, sino como el aviso de algún genio benéfico para que siguiese caminando y huyese más aprisa de la tribu de los paloras. Dejaba entonces el grato arrimo y se echaba a andar con nuevo vigor, pues le parecía escuchar las pisadas de sus perseguidores que se acercaban. No sabía, entretanto, dónde estaba ni cuánto se había alejado del punto de donde partió; sin embargo, iba siempre por la margen del río y no podía dudar que había caminado mucho.

En una de las veces que la fatiga la obligó a sentarse en las bambas de un matapalo, observó que el tronco recibía una luz pálida e indecisa, diferente de la luz de las estrellas; alzó los ojos a verlas y las halló un tanto descoloridas y el manto de la noche no poco cambiado de tinte, y las copas de los árboles menos confusas. Advirtió que rayaba la aurora y sintió que con ella recibía su alma algún alivio. Cuando la claridad fue mayor, se limpió el sudor con las tibias aguas de una fuentecilla, y viéndose en sus cristales arregló el cabello de manera que no se le enredase en las ramas, recogió mejor los vestidos con las espinas de chonta y el cinto de jauchama, y emprendió la continuación de la fuga. El recuerdo de que a esa hora probablemente advertirían los jívaros la muerte de Yahuarmaqui y la desaparición de ella, aligeró sus pasos.

Quince días antes amaneció junto a Carlos, presa por los moronas, después de haber andado, prófuga también, gran parte de la noche. Entonces la animaba la presencia del amado extranjero; ahora, además del temor de dar en manos de los bárbaros, la anima asimismo la esperanza de volver a verle, de volver a juntársele quizás para siempre. Con la imagen de Carlos en el corazón salió de la cabaña, con ella vagó en la oscuridad de la noche, con ella le ha sorprendido la luz de la mañana. Su pensamiento es Carlos, su afecto Carlos, Carlos su esperanza, Carlos su vida. Cada paso que da la acerca a él; cada hora que transcurre la aleja de la muerte y aproxima a la salvación. Crece la diurna luz, y crece juntamente la expansión del ánimo; a medida que el sol sube a los cielos, se levanta el espíritu a las regiones de una dulce consolación. Si no fuese imprudencia y la fatiga no lo impidiese, la inocente joven cantaría como en otras mañanas más felices al acercarse al arroyo de las palmas; pero mentalmente recorre las sencillas notas de sus predilectos yaravies. Toda la naturaleza la convida a acompañarla en sus magníficas armonías matinales: hay gratísima frescura en el ambiente, dulces susurros en las hojas, suave fragancia en las flores; y una infinidad de aves gorjean, pían o cantan, y otra infinidad de mariposas de alas de raso y oro dan vueltas incesantes, cual si en aérea danza siguiesen los caprichosos compases de aquella maravillosa orquesta de la selva.

En esos momentos Cumandá se olvida de todo peligro y dolor; no es posible conservarlos en medio de esa fiesta de la naturaleza; su corazón está en concordancia con la frescura del ambiente, y el susurro de las hojas, y la fragancia de las flores; lo está con las aves que trinan, con las mariposas que danzan, con toda la belleza de la mañana en la soledad del bosque tropical, con todo el esplendor del cielo en las regiones por donde el astro, padre de la luz, transita todos los días.

Un pabellón de lianas en flor intercepta el paso a la doncella prófuga; es preciso abrir esas cortinas para facilitarse el camino; ábrelas con grave sorpresa de un enjambre de alados bellos insectos que se desbandan y huyen; pero en el fondo de tan rica morada duerme encogida en numerosos anillos una enorme serpiente, que al ruido se despierta, levanta la cabeza y la vuelve por todas partes en busca del atrevido viviente que se ha aproximado a su palacio. Asústase Cumandá, retrocede y procura salir de aquel punto dando un rodeo considerable.

Tras las lianas halla un reducido estanque de aguas cristalinas; su marco está formado de una especie de madreselva, cuyas flores son pequeñas campanillas de color de plata bruñida con badajos de oro, y de rosales sin espinas cuajados de botones de fuego a medio abrir. Por encima del marco ha doblado la cabeza sobre el cristal de la preciosa fuente una palmera de pocos años que, cual si fuese el Narciso de la vegetación, parece encantada de contemplar en él su belleza. La joven embelesada con tan hechicero cuadro, se detiene un instante. Siente sed, se aproxima a la orilla, toma agua en la cavidad de las manos juntas, la acerca a los labios, y halla que es amarga y fétida.

Deja a la izquierda la linda e ingrata fuente, y continúa siguiendo el rumbo de la fuga con ligero paso. El sol se ha encumbrado gran espacio y la hora del desayuno está muy avanzada.

Cumandá siente hambre; busca con ávidos ojos algún árbol frutal, y no tarda en descubrir uno de uva camairona a corta distancia; se dirige a él, y aun alcanza a divisar por el suelo algunos racimos de la exquisita fruta; mas cuando va a tomarlos, advierte al pie del tronco y medio escondido entre unas ramas un tigre, cuyo lomo ondea con cierto movimiento fascinador. La uva atrae al saíno, al tejón y otros animales, y éstos atraen a su vez al tigre que los acecha, especialmente en las primeras horas de la mañana. La joven, que felizmente no ha sido vista por la fiera, se aleja de puntillas y luego se escapa en rápida carrera.

¡Cuántos desengaños en menos de medio día! ¡Serpientes entre las flores, amargura insoportable en los cristales de una fuente, fieras al pie de los árboles que derraman sabrosos y nutritivos frutos! La naturaleza presenta imágenes de la sociedad hasta en los desiertos, donde por maravilla respira algún ser humano. La inocente Cumandá no puede hacer esta aplicación moral de las contrariedades que halla en su camino, pero se entristece en sumo grado tomándolas por augurios de su futura suerte. Al fin unos hongos dulces y el blando cogollo de una tierna palma sacian el hambre de la prófuga. Pero hásele aumentado la sed, y no halla arroyo donde apagarla; en vano busca algunas gotas de agua en los cálices de ciertas flores que suelen conservar largas horas el rocío: el sol es abrasador y los pétalos más frescos van marchitándose como los sedientos labios de la joven; en vano prueba repetidas veces las aguas del Palora; este río no es querido de las aves a causa de lo sulfúreo y acre de sus linfas, y los indios creen que el beberlas emponzoña y mata.

Es más de medio día y el calor ha subido de punto. Parece que la naturaleza, sofocada por los rayos del sol, ha caído en profundo letargo: ni el más leve soplo del aura, ni el más breve movimiento en las hojas, ni una ave que atraviese el espacio, ni un insecto que se arrastre por las yerbas, ni el más imperceptible rumor... Es la calma chicha del océano de las selvas; es una inmovilidad indescriptible; es la ausencia de toda señal de vida; es la misteriosa sublimidad del silencio en el desierto. Creeríase que se ha dormido en su seno alguna divinidad, y que el cielo y la tierra han enmudecido de respeto. No obstante, de cuando en cuando atraviesa el bosque un gemido, o una voz sorda y vaga, o un grito agudo de dolor, o un sonido metálico y percuciente. Tras cada una de esas rápidas y raras voces de la soledad se aumenta el silencio y el misterio, y el espíritu se siente sobrecogido de invencible terror.

Cumandá desfallece; sus pasos comienzan a ser vacilantes e inseguros, y los ojos se le anublan. Casi involuntariamente se recuesta sobre el musgo que cobija las raíces de un árbol, y busca en el fondo de su alma la virtud de la resignación al triste fin que juzga inevitable; pero le es difícil hallarla, porque su corazón clama como nunca por la vida, ahora que camina huyendo de la muerte hacia donde espera abrazar al objeto de su pasión y de todas sus aspiraciones. ¡Cómo! ¡ah! ¡cómo perecer lejos de Carlos, cuando quizá dos días después halle en sus brazos la plenitud de la dicha tantas veces soñada y por la cual delira! Este pensamiento rehace las fuerzas morales de la hija de Tongana, y ese rehacimiento la vigoriza algún tanto el cuerpo. Acuérdase al mismo tiempo de haber oído a un salvaje cómo una vez descubrió una fuente para apagar la sed: cava la tierra, mete la cabeza en el hueco y atiende largo espacio.

-Por ahí... ¡ah! si no me engaño -murmura. Y en el acto se dirige a un punto algo distante del amargo río. Repite la observación por dos veces en cada una de las cuales se detiene menos. Al fin llega a un lugar donde se levantan del suelo húmedo unas matas bastantes parecidas a la menta. En medio de ellas hay una charca, y en ésta habitan unas ranas cuyo grito, aunque leve, alcanzó a percibir Cumandá. Bebe de esas aguas hasta saciarse, y siente singular alivio. ¡Oh cuánto más benéfico es ese humilde depósito del refrigerante líquido, que el gran caudal del Palora, donde no pueden humedecer el pico las sedientas avecillas!...

Mas al Palora se dirige otra vez la joven tomando un camino oblicuo de aquellos anchos y limpios que, con admirable industria, abren las hormigas por espacio de largas leguas, y logra adelantar bastante en su fuga. Descansa un momento en la orilla, mientras mide con la vista la anchura del cauce en que se mueven las ondas pausadas y serenas, y reflexiona sobre el punto más a propósito donde conviene arribar al frente. Échase a nado en seguida y en pocos minutos está en la margen opuesta, por la cual sigue andando más de una hora. Los pies se le han hinchado y lastimado con tan larga y forzada marcha; los envuelve en hojas de matapalo, buenas para calmar la inflamación y los dolores, en el decir de los indios; cambia las sandalias, que se le han despedazado, con otras que improvisa de la corteza de sapán, y torna a caminar.

Viene la noche acompañada de brillantes estrellas, como la anterior, y la virgen de las selvas, con breves intervalos, en los que se ve obligada a descansar, no obstante el anhelo de adelantar más y más en la fuga, marcha entre las sombras, cuidando siempre de no llevar vía recta, sino de zetear como lo había hecho en la otra margen del río. Luce el alba, brilla un nuevo día, y se repiten algunas escenas de la víspera; pero Cumandá no pasa por tantos peligros, si bien el cansancio la abruma y crece el dolor de los lastimados pies. Con todo, conoce que ha adelantado mucho, y que se avecina al antiguo hogar de sus padres, abandonado a la sazón, desde donde piensa cruzar la selva por la derecha en busca de Andoas, o a lo menos de algunas de las chacras que sus habitantes poseen en la orilla del Pastaza.

Faltan cuasi dos horas para la noche, y ha habido en el cielo un cambio súbito, de esos tan frecuentes en la zona tórrida; está cubierto de negras nubes, y acaso sobrevendrá la tempestad, y al fin llegarán las sombras nocturnas sin ninguna estrella. En efecto, óyese a lo lejos un trueno sordo y prolongado; a poco otro y luego un tercero más cercano. Violentas ráfagas de viento que vienen del Este sacuden las copas de los árboles, que lanzan rumor bronco y desapacible, semejante al del primer golpe del aluvión que arrebata las hojas secas de la selva, o al de las olas del mar que ruedan tumultuosas sobre la arena de la orilla y se estrellan en las rocas; o bien se cruzan en la espesura y dan agudos y prolongados silbos chocando y rasgándose en los troncos y ramas. Una lluvia de hojas desciende de las bóvedas del bosque; pero el viento las toma en sus alas y las levanta otra vez en raudo remolino por encima de todos los árboles, para dejarlas caer en otro punto distante. Cumandá se compara a sí misma a una de esas hojas y suspira tristemente...

El estado de la atmósfera y el temor de una noche tenebrosa alarman a la virgen del desierto; mas por dicha advierte que la parte de la selva por donde camina está bastante desembarazada de rastreras malezas y le es algo conocida, y aunque el trayecto que debe andar es muy largo todavía, cree que no le será difícil seguirle, no obstante la oscuridad, hasta las cabañas de su familia. Además, puede decirse que la oscuridad es menos oscura siempre para los ojos de un salvaje. Multitud de aves se acogen piando al abrigo de sus nidos o de sus pabellones de musgos y lianas, y una partida de micos mete una espantosa bulla al saltar de rama en rama en la precipitada fuga en que la pone la tempestad. Las nubes han bajado hasta tenderse sobre la superficie de la selva como un manto fúnebre; las sombras se aumentan y comienza la lluvia. La primera descarga suena estrepitosa en los artesones de verdura, y sólo desciende hasta el suelo tal cual gota acompañada de la hoja que se desprendió con ella. Pero en seguida el cielo del bosque arroja el agua que recibió de las nubes, y la tempestad de abajo es más recia que la desencadenada encima. Hojas, ramas, festones enteros vienen a tierra; luego son árboles los que se desploman, y aun animales y aves que han perecido aplastados por ellos o despedazados por el rayo que no cesa de estallar por todas partes. Por todas partes, asimismo, corren torrentes que barren los despojos de las selvas, y los llevan arrollados y revueltos a botarlos a los ríos principales. Cumandá se ha guarecido bajo un tronco, único asilo para estos casos en aquellas desiertas regiones; de pie, pero medio encogida en su estrecho escondite, el espanto grabado en el semblante, temblando como una azucena cuyo tallo bate la onda del arroyo, y puestas ambas pálidas manos sobre la reliquia que pende del cuello, siente crujir la tierra y los árboles a su espalda y a sus costados, y gemir uno tras otro los rayos que se hunden y mueren en las ondas que pasan azotando la orilla en que descansan sus plantas. Nunca había visto espectáculo más terrible e imponente, ni nunca se halló, como ahora, por completo sola en esas inmensas regiones deshabitadas, cercada de sombras densas y amenazada por las iras del cielo, cuyo favor invocaba con toda el alma.

Una hora larga duró la tempestad. Cuando cesó del todo, la noche había comenzado, y era tan oscura que aun la vista de una salvaje apenas podía distinguir los objetos en medio del bosque. A los relámpagos siguieron las exhalaciones que, rápidas y silenciosas, iluminaban los senos de aquellas encantadas soledades. Al sublime estruendo de los rayos y torrentes sucedió el rumor de la selva, que sacudía su manto mojado y recibía las caricias del céfiro, que venía a consolarla después del espanto que acababa de estremecerla. Las plantas, como incitadas por una oculta mano, erguían sus penachos de tiernas hojas, y los insectos que habían podido salvarse de la catástrofe levantaban la voz saludando la calma que se resistía a la naturaleza. Algunas aves piaban llamando al compañero que había desaparecido, y que ya no volverían a ver ni con la luz del día; el bramido del tigre sonaba allá distante, como los últimos tronidos de la tormenta. ¡Qué rumores, qué ruidos, qué voces! ¡Quejas, frases misteriosas, plegarias elocuentes de la creación elevadas a Dios, que ha querido conmoverla con un tremendo fenómeno que ni la lengua ni el pincel podrán nunca bosquejar!...

El cielo comenzó a despejarse, y algunas estrellas brillaban entre las aberturas que dejaban las negras nubes al agruparse al Oeste, como magníficos diamantes en el terso pecho de joven viuda, cuando levanta algún tanto el crespón que la cubre. Con esta escasa luz que apenas penetraba la espesura, resolvió Cumandá seguir su camino. Hizo bastón de una rama y empezó a dar pasos como una ceguezuela. Conocía la dirección que debía llevar y fiaba en su admirable vista, que luego acomodada a las sombras la permitiría andar más libremente; pero, con todo, jamás se había visto rodeada de mayores obstáculos ni abrumada de más grave angustia. Aquí se atollaba en el fango que dejaron las aguas detenidas; allá daba con los restos de una zarza espinosa que le desgarraban los pies; luego un ceiba gigante caído pocos momentos antes la obligaba a dar un gran rodeo; y, por último, tuvo que vadear con inminente peligro un río que ella conoció pobre arroyuelo, y que las aguas de la tempestad le habían ensoberbecido y puesto temible. Pero este encuentro le fue al mismo tiempo consolador, porque conoció que sus cabañas estaban ya a corta distancia: ¡cuántas veces vino a este arroyo a llevar agua en la calabaza suspendida de una correa de jauchama!

En adelante anduvo con mayor desembarazo; a quinientos pasos del arroyo halló la sementera de yucas, después la hermosa hilera de plátanos, tras ella las cabañas, cabañas pocos días antes tan animadas, alegres y llenas de dulce paz, ahora abandonadas, tristes, silenciosas como la muerte, y dominadas por una paz que infundía dolor. Al verse delante de ellas Cumandá no pudo contenerse: el más agudo pesar le rasgó las entrañas; se arrimó a una de las puertas, ocultó el rostro con ambas manos y soltó el llanto, exhalando quejas lastimeras que turbaron el silencio de la soledad y fueron repetidas por los ecos del río y de la selva: no llora con más ternura ni se queja en voz más lúgubre la tórtola junto a su nido vacío. No quiso penetrar en el aposento de sus padres, y se sentó en el umbral, dándose luego a multitud de recuerdos dulcemente dolorosos, como la tumba de un ser amado rodeada de flores y bañada por la blanda luz de la luna. Todo estaba allí en armonía con el estado del ánimo de la infeliz Cumandá: las casas sin sus dueños, la selva maltratada por la tormenta, las sombras, la soledad, el silencio. Un incidente inesperado viene a dar un toque más al doloroso cuadro: ve la joven que se le acerca un bulto arrastrándose y dando leves quejidos; es el perro de la familia que agoniza de hambre; pero que no ha querido dejar su puesto de guardián de la casa de sus amos. Sintió que se acercaba Cumandá, y haciendo los últimos esfuerzos viene a sus pies a perecer en los transportes del cariño que todavía puede consagrarla. Este encuentro la conmueve de nuevo y aviva su llanto; el buen animal le lame los pies lastimados; ella le devuelve caricia por caricia, y le habla con ternura, cual si pudiese entenderla, apesarada de no poderle dar cosa alguna que coma.

-¡Pobrecito! -le dice-, ¡pobrecito! ¡a ti también te ha sobrevenido el tiempo de la desgracia, y te estás muriendo de hambre sólo por ser leal y bueno! ¡Cuánto me duele no poder hacer nada por ti, no poder darte ni un bocado!

Transcurrió buen rato; Cumandá dejó de llorar, y meditaba sobre la manera de terminar su fuga. No estaba aún cerca de Andoas, y tenía que vencer algunas dificultades, atravesando el bosque tendido al Oeste de la población por espacio de bastantes leguas. Por agua el camino es corto y fácil, y cuando el río está crecido, como en la actualidad, la navegación es, aunque asaz peligrosa, rapidísima; pero, ¿adónde hallar una canoa para emprenderla? No obstante, tiene esperanzas de dar con la de algún pescador del Pastaza, o de algún labrador que hubiese subido a la chacra. Si cerca ya de la Reducción se ve en peligro de caer en manos de sus perseguidores, se echará a nado. ¿Qué es para ella sino cosa de lo más hacedero fiarse de las olas del Pastaza, cuando tantas veces ha pasado y repasado el Palora en una misma mañana? Pero Cumandá no contaba con que estas eran pruebas de la robustez y agilidad que a la presente no poseía.

Así dando y cavando, Cumandá, maltratada de alma y cuerpo, se dejó rendir por el sueño. Este grato beneficio de la naturaleza, que mitiga a veces el dolor y restaura las fuerzas del ánimo, fue cortísimo para la cuitada joven: un ruido extraño la recordó sobresaltada; advirtió que una luz roja, aunque no viva, la rodeaba; dirigió las miradas hacia donde sonaba el ruido, y vio levantarse por el lado en que muere el sol una espesa columna de humo salpicada de innumerables centellas que morían en el espacio. Era un incendio a no mucha distancia. No podía ser efecto de algún rayo, pues la tempestad había pasado ya completamente, y era verosímil fuese una hoguera encendida por los salvajes. ¿Quiénes podían ser éstos? ¡Los paloras lanzados, sin duda, en todas direcciones en persecución de la fugitiva! Comprende la desdichada la urgente necesidad de proseguir la marcha y ponerse en salvo. Álzase al punto, y al hacerlo resbala y cae de sus pies la cabeza del perro: está muerto: las caricias que hizo a su ama le habían agotado las últimas fuerzas vitales. Ella vierte algunas lágrimas por la pérdida del único amigo hallado en su fuga por el desierto, y echa a andar apresuradamente. Sigue como guiada por secreto impulso una vereda, en tiempos felices por ella transitadísima, y da pronto con otro recuerdo grato y triste a la par: allí está el arroyo de las palmeras. ¡El arroyo! ¡las palmeras! ¡Ah, carísimos testigos del más casto y puro de los amores, de las más sencillas, tiernas y apasionadas confidencias, de los más fervientes y sinceros juramentos! ¡también vosotros os habéis cambiado! El arroyo es un río, y está turbio, y brama y parece que amenaza de muerte a su amiga de ayer; las palmeras están destrozadas; la una ha doblado tristemente la cabeza y apenas se sostiene en pie: es la de Carlos; la otra, ¡ah! la otra, ¡qué ruina!... ¡es la de Cumandá y está como su corazón!... ¡Dios santo! ¡qué cuadro! ¡y qué recuerdos!... Allí le faltan a la joven voces y lágrimas y le sobra dolor: el dolor intenso nunca grita ni llora, y como que se resiste a esas manifestaciones externas, por no ser profanado por la indiferencia del mundo; ese dolor necesita de lo más recóndito del santuario del corazón, o de las sombras de un sepulcro donde junto con el corazón deba ocultarse para siempre. La desolada virgen se llega a la palma medio viva, la habla en voz trémula y secreta, palpa la inscripción, abraza el tronco ennegrecido por el fuego y apoya un momento la cabeza en él, repitiendo casi delirante:

-¡Carlos! ¡Carlos! ¡amado extranjero mío! ¿dónde estás?

Al fin se aleja unos pasos, y se sorprende de divisar una canoa que balancea en el río, atada a la raíz donde solían sentarse los dos amantes. Detiénese; no sabe qué pensar; se acerca a la orilla; vuelve a pararse. ¿Acaso los pescadores de Andoas han subido hasta aquí?... ¿O tal vez es la canoa del extranjero!... ¡Ah, si así fuese!... Este pensamiento la hace estremecer de gozo. Pero en esto escucha un breve rumor hacia la parte superior del río, entre la espesura. Se sobresalta, pues cree que sus perseguidores se aproximan. Atiende de nuevo; ¿es una voz humana? Sí, sí: alguien habla por lo bajo. Son ellos, piensa, ¡los paloras! y al punto se echa de un salto a la canoa; hace un esfuerzo violento con ambas manos y arranca la atadura que la sujeta a la raíz. El río, a causa de las avenidas, baja lodoso, negro y rápido, y la barquilla es arrebatada como una hoja.

¡Espantosa navegación! Negro el cielo, pues hay todavía nubes tempestuosas que se cruzan veloces robando a cada instante la escasa luz de las estrellas; negras las aguas; negras las selvas que las coronan, y recio el viento que las hace gemir y azota la desigual superficie de las olas; el cuadro que la naturaleza presenta por todos lados es funesto y medroso. El remo es inútil; la canoa se alza, se hunde, choca contra la orilla y retrocede; o encontrada con los troncos que arrebatan las ondas, da giros violentos, y ora la popa se adelanta levantando montones de espuma en la anormal carrera, ora va saltando de costado el frágil leño como caballo brioso que, impaciente del freno que le contiene, no toma en derechura la vía que debe seguir. Cumandá tiembla de terror: ya no es la dominadora de las olas, porque la cercan tinieblas y apenas divisa el enfurecido elemento que brama y se agita bajo ella. Llevada por la corriente en medio de los despojos del bosque, semeja uno de ellos.

Las sombras que parecen agruparse y condensarse más en un punto, y el viento que sopla más directamente opuesto al curso de la avenida, hacen comprender a Cumandá que no sólo ha salido del Palora, sino que se halla ya descendiendo por el Estrecho del Tayo. Todo se mueve a su vista en vertiginoso desorden: el cielo cuyas nubes y estrellas parece que se vuelcan sobre el mundo; las masas informes y confusas de las selvas que parecen desplomarse unas tras otras en los abismos de las sombras; las ondas que mugen sordas y amenazantes, se baten y atropellan entre sí mismas, y como que se devoran a sí propias para reproducirse luego y luego volver a devorarse. La joven prófuga ha invocado mil veces al buen Dios y a la Santa Madre, ha besado la reliquia que lleva al cuello, ha hecho cruces para ahuyentar al mungía, a quien atribuye la alteración de las aguas, las tinieblas y el viento. Al cabo no le queda más arbitrio que abandonar del todo el remo, asirse fuertemente del borde de la canoa y cerrar los ojos, porque el aparente trastorno del cielo y la tierra va ya desvaneciéndola. ¡Recurso vano! La infeliz está helada, siente angustia que le oprime el pecho, respira con dificultad, los oídos le zumban y la inanición y el síncope van apoderándose de todo su ser. Las manos se le abren y caen, inclina la cabeza y todos los sentidos se le apagan...

La canoa, juguete de la crecida violenta y de los iracundos vientos, ya no lleva sino un cuerpo inanimado, del cual puede desembarazarse en una de las rápidas viradas o en la más breve inclinación a que la obliguen las ondas.