Capítulo XV - A orillas del Palora

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El Chimano ha quedado desierto y silencioso como antes de la fiesta. Los peces, reptiles y aves, que se escondieron o huyeron asustados del concurso de las veinte tribus, han ido asomando poco a poco, recelosos todavía, a recuperar su imperio. La culebra ondula lentamente por entre la hierba hollada y marchita; se detiene de cuando en cuando, alza la cabeza y la vuelve inquieta a todas partes. La pesada y tarda tortuga se acerca a la orilla, y busca en vano la nidada que despedazaron los pies del salvaje o que sirvió en su festín. Los fragmentos de madera, las hojas, flores y frutas, reliquias de la pasada fiesta, que vagan mansamente en la superficie de las aguas, sobresaltan a veces a los peces y patos y los obligan a huir; pero al verlas inofensivas, les pierden al fin el miedo y terminan por familiarizarse con ellas: peces hay que persiguen las flores, jugueteando alegres, o que adentellan las frutas y las sumergen hasta el fondo, donde desaparecen en un instante devoradas por un enjambre de chicuelos. No faltan patillos que llegan a tanta audacia que se posan en los trozos de tablas y de ramas, y se mecen sobre ellas en acompasado vaivén sobre las olas que levanta la suave brisa de la selva. Hase retirado el hombre, y han vuelto a imperar en grata armonía las leyes de la naturaleza.

Sólo ha quedado en la ribera un corto pueblo de difuntos. Cada tribu ha dado a sus muertos el último descanso conforme a sus creencias y costumbres: los moronas han hecho fuertes estacadas con cubiertas de ramas y de hojas de chambira, y han puesto los suyos dentro de ellas, rodeados de armas, vestidos y manjares; sólo el cadáver de Mayariaga se han llevado consigo, porque deben honrarle de una manera especial, allá en su tierra, y darle por compañero el de la más hermosa y querida de sus mujeres, sofocada en el conocimiento de ciertas yerbas y flores aromáticas, que tiene la virtud de no deteriorar la belleza. Algunas tribus han sepultado los despojos de sus guerreros y puesto encima enormes troncos. Los indios cristianos se han limitado a cubrir sus sepulturas con tierra y césped, y han clavado sobre ellas el signo de la redención humana, hecho de toscos palos amarrados con corteza de palma y coronados de amancayes. Algunas bestias carnívoras que husmearon aquella necrópolis del desierto, iban por la noche a dar vueltas por las estacadas y escarbar el suelo; sus lúgubres aullidos parecían los lamentos que consagraban al trágico fin de los guerreros salvajes, de cuyos restos ansiaban henchir sus hambreados vientres. Unas cuantas cruces fueron derribadas, y no pocos difuntos sirvieron de manjar a fieras y alimañas. ¿Qué hay de admirar en esta obra de las bestias feroces? Nada, porque también los hombres echan a tierra y despedazan la cruz, por devorar lo que a su sombra se resguarda... ¡Ah! ¡cuánta analogía se halla a veces entre las pasiones del ser racional y los instintos de las fieras!

Las tribus del sudeste partieron primero, abrumadas por el dolor y la vergüenza, cuando esperaban volverse entonando cantos de victoria. Después, los paloras y sus aliados, parte por tierra, a falta de las canoas que los prófugos echaron en el Pastaza, y parte remando por éste con gran trabajo, se volvieron a sus respectivas moradas. Los andoas les llevaron una delantera de dos días, y vieron desde su playa desfilar tristemente las barquillas de sus compañeros y amigos, despojadas de todo adorno, como estaban los corazones de sus dueños despojados de toda alegría, que había barrido el despiadado soplo del infortunio. Con lento bogar ascendían todas, y unas allá en la margen opuesta se perdían al doblar el ángulo inferior de la boca del Bobonaza, y otras subían en derechura buscando las aguas del Palora, el Llucin y el Pindo.

Carlos, cadáver animado por la pasión, se había puesto en el punto más adecuado para verlas pasar, y en vano buscó en cada una de ellas a Cumandá. Unas cuantas iban arrimadas a la margen del frente, y tuvo tentaciones de tomar su canoa e ir a observarlas de cerca, y aun de echarse a nado; pero tales pensamientos le vinieron cuando casi todas las embarcaciones jívaras se habían alejado mucho y era imposible alcanzarlas. Hubo, pues, de no ver el joven a su amada, y tras largas horas de yacer cual estatua, mirando con ojos tristísimos el río que ya había quedado desierto, se retiró a su casa, sin querer escuchar las palabras de consuelo que le dirigía su bondadoso padre. Éste supo de boca de un záparo cuanto ocurriera en el Chimano, y aunque Carlos anduvo parcísimo en palabras, lo poco que habló y, sobre todo, su abatimiento y las señales del secreto lloro grabadas en sus mejillas, le delataron, confirmando lo referido por el indio.

-Hijo mío -le dijo el padre Domingo que no excusaba tentativa ninguna para reanimarle-, el amor de que estás penetrado es de aquellos que no se curan con razonamientos ni con vanas promesas: conozco el estado de tu corazón, y voy a obrar de acuerdo contigo: te casarás con la bella Cumandá, la poseerás, serás feliz. Personalmente iré a ver al curaca de los paloras y conseguiré que te ceda su novia. En los indios, dominados por los instintos materiales, no se arraiga la pasión del amor con la tenacidad que en los de nuestra raza, y las conveniencias tangibles y efectivas llegan a domarlos; así, pues, los agasajos, los ricos presentes, la esperanza de mayores regalos que le haré entrever...

Carlos interrumpió al misionero con una de aquellas sonrisas medrosamente expresivas, que suben a los labios desde el fondo de los corazones gangrenados por una desgracia sin remedio, y que son una protesta inquebrantable contra toda idea de consuelo: sonrisas de duda y despecho, sonrisas de hiel, sonrisas ponzoñosas. El padre se estremeció y enmudeció, y miró con angustia al hijo: acababa de romperse entre sus dedos el vaso que contenía la pócima saludable, a un golpe dado por el mismo enfermo.

El joven comprendió el efecto que su terrible sonrisa había causado en el buen religioso, y como dando por explicada con ella la imposibilidad del buen éxito de las proyectadas tentativas, dijo tras un suspiro que parecía la voz del corazón que estallaba:

-Padre mío, en verdad que sólo el amor de Cumandá puede labrar mi dicha: ¡ah! ¿qué duda cabe? pero cuando me dices: «te casarás con ella, la poseerás», veo que no comprendes mi pasión, que me confundes con el vulgo de los amantes, que haces descender mi pensamiento de la región de los ángeles al fango de la materia. No, yo no amo a Cumandá por arrastrarla a las inmundas aras de la concupiscencia, por beber en sus labios las últimas gotas de un deleite precursor de la desazón y el tedio, por reducir a cenizas en sus brazos las más queridas ilusiones del alma. No, no, padre mío, no amo por nada de eso a la purísima virgen del desierto. La amo... la amo... No puedo explicarlo. Tienes razón de no comprender a qué género de pasión pertenece este sentimiento misterioso que me domina, esta llama que devora todo mi ser, ni el dolor que me consume sin remedio. ¡Cumandá! ¿Qué es Cumandá para mí? ¿qué es su sangre para mi sangre? ¿qué su alma para mi alma, su vida para mi vida? No sé qué fuerza irresistible me impele a ella; no sé qué voz secreta me habla siempre de ella; no sé qué sentimiento extraño, pero vivo y dominante, me hace comprender que todo es común entre nosotros dos, y que debemos estar eternamente juntos, que debemos propender, a fuerza de amarnos y de identificar nuestros dos seres, a nuestra mutua felicidad... ¡Felicidad! ¡Ay! ¡nos la arrebatan! ¡nos la roban!

Carlos después de este desahogo de su pasión y su dolor, cayó en profundo abatimiento.

Cumandá había pasado invisible delante de Andoas, como el sol que pasa invisible para la tierra en los nebulosos días de invierno. Llevábasela oculta bajo la ramada de la canoa de Yahuarmaqui, y junto con él y sus mujeres. Y Yahuarmaqui iba enfermo de resultas de la herida que recibió en el combate, y quería que la joven, con su encantadora presencia, le aliviase del malestar que le consumía las fuerzas del cuerpo y del alma.

Los demás de la familia Tongana se habían incorporado a los paloras, y el viejo de la cabeza de nieve iba tan enfermo como el de las manos sangrientas.

Cumandá se había enflaquecido, y las mejillas se le pusieron pálidas como hojas de amancay; el dolor del alma estaba asomado día y noche a sus ojos, amortiguados como el lucero vespertino tras nube tormentosa, y su frente, inclinada al suelo, cual si a ello la obligase el enorme peso de sus tumultuosos pensamientos; sus mustios labios se desplegaban sólo para dar salida a los suspiros que ahogaban su corazón.

Habíala abandonado el sueño completamente y pasaba las lentas y pesadas horas de la noche contemplando con indecible congoja el menguar de la luna, vivo símil del desfallecimiento de su esperanza y de la agonía de su ventura. La imagen de su amante que hallaba en todos los objetos, en todas partes y a todas horas, iba concentrándose en sólo su alma, para llevársela consigo cuando partiese de la tierra al cielo.

La desaparición de aquel astro era la señal del día más terrible de su vida: ya entonces, el anciano jefe no tendría obstáculo en hacerla su esposa. Esto era algo peor que aguardar la muerte en el patíbulo: era como ser arrebatada por el mungía. Se habría resuelto a morir antes que pertenecer a Yahuarmaqui: nada era para ella más hacedero... pero no lo hará, no, porque su amado blanco la ha dicho que se guarde muy bien de tomar los polvos del sueño eterno, cosa reprobada por su Dios, que es el Dios bueno. Vale, pues, más morir en el sacrificio, pero amando y obedeciendo al extranjero, que morir disgustándole. ¡Disgustarle! ¡ah! eso sería comenzar a desamarle. Y luego ¿qué duda cabe que en el instante de la ceremonia dejará de latir para siempre el pecho de la cuitada, y se helarán su sangre y entrañas? Ninguna duda. Por seguro tiene ella que el matrimonio a que se la fuerza, será más eficaz que los terribles polvos: apenas se crucen las prendas y las frases del salvaje ritual, caerá muerta, porque sus fuerzas vitales, ya por extremo debilitadas, no podrán soportar esta última ruda prueba sin agotarse.

Al fin, una mañana la luna mostraba apenas un brevísimo hilo curvo luminoso: estaba en sus postreras agonías. El corazón de Cumandá agonizaba también; pero el astro resucitaría, mientras que el ocaso para la dicha de la virgen iba a ser eterno.

Yahuarmaqui amaneció ese día tan mal, que su vida se apagaba a par de la luna y del corazón de Cumandá. Con todo, hizo los mayores esfuerzos para disimular su estado de muerte, y ordenó a su familia que preparase lo necesario para sus nupcias por la tarde, hora en que la luna habrá desaparecido toda, y concluido, por tanto, el tiempo sagrado y la misteriosa inmunidad de las sacerdotisas de la fiesta.

El sol iba a ponerse y el reflejo de sus postreros lampos temblaba en las ondas del Palora como cintas de fuego tendidas a merced de su blanda corriente. La casa de Yahuarmaqui se hallaba llena de gente; los principales guerreros de la tribu estaban allí, y el anciano curaca, sentado en una tarima y medio apoyado en su hijo Sinchirigra, conversaba con ellos, sin acordarse de su grave dolencia: le parecía bien difícil morir el día de sus nuevas bodas, y, sobre todo, morir en su lecho como una mujer, lo cual era entonces asaz repugnante, y lo es todavía para un guerrero del desierto; pues según su creencia, el principio de la felicidad en el mundo de las almas está en haber sucumbido en el combate y con las armas en la mano; por eso a un salvaje no se le arrebata la pica o la maza antes de haberle arrebatado la vida.

Las mujeres se ocupaban diligentes en preparar las viandas y el licor de yuca y de palma para el festín; mas no faltó entre ellas quien hiciese la terrible, aunque verosímil observación, de que tal vez muy pronto tendrían que preparar, en vez del licor que alegra los ánimos, la infusión de yerbas aromáticas para ahogar a la más querida de las esposas del jefe.

¿Quién podría ser la víctima de cruel amor? ¡Ay! nadie puede vacilar en la respuesta; pues ¿quién puede ser más querida del anciano que la tierna, linda y desventurada Cumandá?

Esta se dejó engalanar sin oponer ninguna resistencia, como niña a quien se obliga a todo, después de haberla atemorizado y héchola comprender que carece de voluntad propia delante de una fuerza superior a la suya. La joven no carecía de valor: no la habían atemorizado; pero no ignoraba que en sus circunstancias le era forzoso resignarse a todo sacrificio. Además ¿no era seguro, en su sentir, que iba a caer exánime al punto de verse unida por el matrimonio al viejo de las manos sangrientas?

El tocado de las mujeres del desierto es fácil y sencillo, y el de la hija de Tongana se termina muy pronto; es, con bien corta diferencia, el mismo que lució en la fiesta de las canoas.

Según la costumbre de la tribu, la madre de la novia la presentará al futuro esposo, y después del cambio de algunas prendas, que consisten en adornos para ella y en armas de lujo para él, única ceremonia nupcial de los jívaros, se seguirá el festín, donde se servirán exquisitos pescados, lomos de ciervos y pechugas de pavas, y se vaciarán muchos cántaros de aromática chicha. Cuando se encierre a los recién casados en su cabaña, deber de aquella madre es también entornar la puerta y velar junto a ella hasta la aurora, a fin de evitar que el envidioso mungía vaya a causarles algún mal durante el sueño, y que esparza sobre ellos el veneno de la esterilidad.

Llega la hora de la ceremonia esperada. Yahuarmaqui ordena que Cumandá sea traída a su presencia. La madre, temblando y con la vista baja, conduce a la hija, que tiembla más, y cuya mano, que lleva asida suavemente, le parece un trozo de nieve.

-Esta es, grande hermano y amigo -dice Pona-, la nueva mujer que has escogido para que te dé hijos robustos y valerosos, arregle todas las noches las pieles de tu lecho, cueza la carne para tu alimento y te sirva la chicha de yuca. Te trae un arco hermoso y una aljaba de mimbres, y espera que tú le des, en prenda de que la tomas por esposa, una faja bordada con que sujete la ropa a la cintura, un pendiente de tayo y tres huimbiacas de colores para adorno de su cuello y pecho. En seguida puedes ceñirle los brazos con la piel de la culebra verde, y contarla por tuya.

Yahuarmaqui se pone en pie con bastante dificultad, y entregando a Cumandá las prendas que su madre le ha exigido, la dice:

-Toma, joven hermosa, la faja, el tayo y los huimbiacas, que son la prueba de que te admito entre mis esposas.

La hija de Tongana tiende en silencio las trémulas manos, cual si otro contra la voluntad de ella las moviese; toma esas prendas con la siniestra y las aplica al corazón, mientras con la derecha entrega al viejo el arco y la aljaba. Luego Yahuarmaqui rodea la parte superior de cada brazo de la esposa, con la simbólica piel de la culebra verde, y dice:

-Que el Dios bueno y los genios benéficos, nuestros protectores, soplen sobre ti, te den la virtud de la fecundidad, y seas madre de muchos guerreros.

Los concurrentes celebran con voces de aplauso el sencillo rito que acaba de unir al más valiente y benemérito de los jefes del desierto con la más linda de las vírgenes del Pastaza. Los tamboriles y pífanos asordan la selva, y Cumandá se asombra de cómo puede sobrevivir a un acto que debía traerle al punto el término de la vida. En medio de su sorpresa y dolor de verse viva y en pie después de haber faltado a las promesas de fidelidad hechas a Carlos, se acusa a sí misma por este crimen que arguye contra su amor, y se dice interiormente, bañándose en lágrimas: ¡Ay! ¡no he amado bastante al joven extranjero! ¡no le he amado cual lo merece! ¡no le he amado de la manera que él me ama! ¡Qué ingratitud la mía! ¡qué infamia! ¡Jurarle fidelidad hasta la muerte, y no morir! ¿No era ésta la única prueba que yo podía darle de que mis palabras no eran mentiras y de que mi afecto era semejante al suyo? Vivo ¡ay de mí!... Pero ¿es verdad que este cuerpo que estoy palpando no es un cadáver?... Me siento helada, helada como un cuerpo sin alma... Sin embargo, respiro... ¿Cómo puede estar mi espíritu amarrado a esta carne que ya va a devorar la tierra?... ¡Ah! no hay duda, ¡vivo! ¡y esta desgracia viene a coronar todas las que abruman mi desdichado corazón! ¡Oh blanco! ¡Oh Carlos! si tú no me hubieses prohibido en nombre del buen Dios... ¿No era el único remedio al mal de tu separación y de mi infidelidad el polvo del sueño eterno que llevaba conmigo?... Pero ¡buen Dios! tú hablaste por boca del extranjero... Ahora, ¿qué debo hacer? Quisiera huir. Y ¿cómo huiré? ¡Si fuera posible buscar al blanco! ¡a ese genio hermoso, venido detrás de las montañas para arrebatarse mi voluntad como el aluvión la hoja de él caída! ¡oh! ¡cómo le abrazara las rodillas, postrándome ante él, y le pidiera perdón de mi delito!... Viva, de él sólo debo ser; muerta, bien pudiera Yahuarmaqui disponer de mi carne y de mis huesos.

Avanzada estaba la noche. La lumbre de los hogares y la llama de las teas se apagaban; los tamboriles daban escasos sonidos; las voces de los indios se disminuían: la embriaguez y el sueño iban rindiendo todas las fuerzas y matando la alegría del festín. La embriaguez es la asesina del contento y el gozo, almas del festín, ¡y éste, sin embargo, la busca, la llama, la trae por fuerza a su seno! ¡Cosa de los hombres!

El viejo Tongana, derribado en un rincón, dormía inmóvil como una momia.

La mayor parte de los guerreros se habían retirado a sus cabañas, y Yahuarmaqui, casi sin sentidos fue puesto en su lecho. Muchos juzgaron que su estado de marasmo provenía del exceso de licor que había bebido, y que al amanecer se hallaría con sus facultades intelectuales cobradas y expeditas; pero no faltó quien se alarmase, en atención a lo enfermo y débil que estuvo los últimos días, y hasta en los momentos mismos del matrimonio.

Cumandá fue encerrada con él, y le pareció que la ponían en la huesa junto con el cadáver del curaca. Su madre se sentó a la puerta, hacia fuera, para velar por el sueño de los novios. El miedo al mungía hacía temblar a la anciana, que se puso a murmurar algunas truncadas frases de olvidadas oraciones cristianas. Si se duerme un solo momento, aquel genio malo en forma de lechuza agitará las alas sobre la cabaña, y el seno de la esposa no concebirá jamás, o si llega a tener un hijo, morirá niño tierno. Si, al contrario, la aurora la halla incontrastable en la vigilia, los felices cónyuges tendrán el primogénito varón, y tras él nacerán otros y otros hijos, altos, inteligentes, robustos y fuertes como el ahuano y el simbillo.

La joven, arrimada a la tarima de su esposo y con la faz oculta entre las abiertas manos, se puso a meditar en los arbitrios de que pudiera valerse para librarse de la desgracia que pesaba sobre ella. No le quedaba otro que la fuga; mas ¿cómo verificarla? Este era el punto para cuyo arreglo llamaba todas las fuerzas de la inteligencia y todo el vigor del ánimo. ¿A dónde iría? Aquí no había que vacilar; adonde clamaba por ella la voz del amor. El silencio y la oscuridad suelen ser a las veces los maestros de la prudencia y la astucia, y Cumandá, que de ellas tanto había menester, cavilaba y cavilaba.

De repente el anciano curaca se mueve y murmura palabras que la joven no comprende; luego se queja, suspira, anhela y le crujen los dientes. Cumandá se sorprende y endereza en actitud de huir; mas se reanima, se aproxima al viejo y le palpa el corazón y la frente; observa que el primero da pulsaciones lentas y desiguales, y que la faz está empapada de frío y meloso sudor. Los cabellos se le erizan cual si hubiese tocado un cadáver, retira la mano con presteza y retrocede. ¿Está, en verdad, encerrada en un sepulcro? ¿qué pasa con Yahuarmaqui? Este se estremece de nuevo y con tanta fuerza, que hace traquear el rústico lecho, y comienza a hacer sonar alternativamente los remordidos dientes y un áspero y miedoso ronquido. Cumandá se acuerda que en un ángulo del aposento hay un fogón, halla entre las cenizas una brasa; la toma, sopla y aviva, acercándola a la faz del anciano, a quien halla en las agonías de la muerte, y ve sus últimas bascas, las últimas contorsiones de los ojos lacrimosos, los últimos convulsos movimientos de los labios que dejan escapar el angustioso aliento en que sale envuelta el alma.

Aterrada la joven, deja caer la brasa y contiene apenas el grito que iba a lanzar desde lo íntimo del pecho, herido por tan inesperado suceso. En el movimiento que hace al retroceder de la tarima, se golpea contra la puerta de guadúas partidas, que suena y asusta a Pona. Álzase ésta y llama a su hija en voz baja.

-¡Madre! -contesta Cumandá en acento congojoso.

-¡Hija! -replica la anciana-, te siento asustada; ¿qué sucede? ¿ha venido a perturbar tu sueño el malvado mungía, no obstante que no he pegado los ojos?

-¡No, madre!

-Pues, ¿qué hay, corazón mío?

-¡El jefe ha muerto!

-¡El jefe ha muerto! -repite pasmada la madre.

-Sí, y es preciso que me saques de este aposento, porque no quiero estar con un hombre sin alma y helado como la nieve.

-¡Ay! ¡Cumandá, Cumandá de mi vida! te amenaza un terrible mal y es preciso que te salves.

En medio de sus cuitas y angustias, no había pensado la joven que podían sacrificarla para que su cadáver acompañase al del curaca de los paloras, y las palabras de Pona la conturbaron a pesar de su ánimo valeroso que tantas veces se mostró sereno delante de la muerte, y que aun la había deseado. En cuanto vio finado al jívaro, cuya unión la horripilaba, hubo en ella una como reacción a la vida. Desligada para siempre del bárbaro y no ignorando que Carlos vivía, se abrió su corazón a la esperanza, como se abre la rosa a recibir las perlas del alma y las primeras luces del Cielo. La perfumada brisa del consuelo rodeó a la joven, y penetró en su organismo cierto elemento vital, que la hizo juzgarse con vigor para cualquiera tentativa audaz que la restituyese a los brazos del amado extranjero.

-Quiero vivir -se decía-, ¡oh! ahora sí quiero vivir, para buscar al blanco y juntarme con él y amarle más, si es posible, de cuanto hoy le amo; sí, doblaré el ardor de mi pasión, y repararé el delito de no haber caído sin vida en el momento en que estreché a mi corazón las prendas de Yahuarmaqui y éste me ceñía los brazaletes del matrimonio. No quiero que me ahoguen en el agua olorosa ni que me pongan junto a los huesos del viejo curaca, a quien siempre temí y nunca amé. Moriré, cuando sea preciso, por el amado extranjero: ¡oh! ¡entonces no temeré ni vacilaré! Viva, muerta, de cualquiera manera junto al blanco: a su contacto se rebullirían de gozo hasta mis cenizas. ¡Extranjero! ¡hermoso extranjero, amado y hermano mío! ¿dónde estás? ¿dónde podré hallarte, para vivir o morir dichosa a tus pies?

Estos tiernos y apasionados pensamientos de la hija de Tongana fueron expresados en dos palabras:

-¡Madre, sálvame!

Lo que sintió la pobre anciana al oírlas, no es decible.

-Hija de mi alma -contestó-, ¡ojalá pudiera convertirme en una ave grande y tú fueras una avecilla, para llevarte sobre mis alas adonde los paloras no supiesen de ti! Pero ahora tú misma, con mis consejos y mi ayuda, tienes que hacer lo posible para evitar la terrible agua de las flores olorosas, que mañana prepararán las mujeres de la tribu. Es preciso que fugues; pero si sales por esta puerta, ¡ay de tu infeliz madre, que tampoco quisiera morir! Oye, pues: horada la tierra hacia la parte de atrás de la cabaña, y vete por ahí. Camina toda la noche; haz de modo que tus huellas no se puedan seguir fácilmente: ¡ojalá pudieras pisar como los genios o los ángeles, que ni hacen ruido ni ajan la yerba! Mañana no malogres la luz del sol, y sigue andando; acércate unas veces a la orilla del Palora, otras aléjate de ella, otras pasa a nado a la opuesta margen; y andando sin descansar puedes caer en Andoas en cuatro soles y cuatro noches, o quizás antes. Una vez allí, los cristianos de ese pueblo te sabrán defender, y especialmente el joven blanco mirará por ti.

Los consejos de Pona eran prudentes; Cumandá los escuchó con atención y luego hizo sin ninguna dificultad un horado y salió fuera. Su madre, que la esperaba, la dijo:

-Hija mía, un momento malogrado te traería grave riesgo de perecer; todos duermen; la madre luna está por ahora muerta; pero hay numerosas estrellas, y su luz te es favorable: vete y no olvides mis advertencias.

En seguida le quitó entrambos brazaletes de piel de culebra y los tiró lejos de sí, y sacándose del cuello la bolsita de piel de ardilla en que tenía encerrado el misterioso amuleto, añadió:

-Llévate esto, y nada temas; tú sabes que aquí hay oculta una prenda de virtud maravillosa: por ella ni aun el malvado mungía se atreverá a llegarse a ti.

La joven la tomó con veneración, la besó y se la suspendió al cuello.

-Los cristianos -agregó la madre-, usan también el signo de la cruz: sabes, hija mía, que no he olvidado esta práctica que aprendí, en otros tiempos. ¡Que nada te falte para que lleves camino acertado y salves tu preciosa vida!

Y bendijo a Cumandá, que dobló la frente sobre el materno pecho, como la tierna rama azotada por el viento se dobla sobre el viejo tronco; abrazándose estrechamente, y derramando abundantes lágrimas se separaron.

La una se internó en la selva; y las sombras la envolvieron y absorbieron al punto. La otra fue a sentarse a la puerta de la cabaña, a esperar, temblando, lo que acontecería a la mañana siguiente, cuando se descubriese por los paloras la muerte del curaca y la desaparición.