XVII - Angustias y heroísmo

editar

La campana de Andoas, como era de costumbre, convocó a los fieles a la oración antes del alba. Todo el pueblo se puso en pie no bien escuchó esa trémula y melancólica voz que las selvas repercutían, y que sonaba con más solemnidad y misterio en el desierto que pudiera en una ciudad.

Las puertas del templo estaban abiertas ya, y el padre Domingo oraba al pie del altar. Amanecía un día tristísimo para él: era el aniversario del sacrificio de su familia a manos de los indios sublevados en Guamote y Columbe. Ese cuadro desolador se hallaba grabado en su corazón con caracteres profundos, y todos los años las brisas de un día de diciembre barrían hasta las más leves sombras del olvido, haciendo que el cuadro se mostrase a los ojos del alma del desdichado fraile mucho más claro y cual si no hubiese pasado el tiempo sobre él.

Además, había otro motivo a la sazón para traer inquieto y angustiado al buen misionero: Carlos, cuyo malestar moral en vano se había propuesto combatir, partió en su canoa en la madrugada del día trasanterior, acompañado de un záparo, afamado remero, que le amaba entrañablemente y le seguía con frecuencia en sus paseos y excursiones. Iba a buscar, según dijo, algún esparcimiento en la caza por las orillas del Pastaza, y le prometió volver a la caída del sol de ese mismo día.

Antes de los sucesos que le habían enfermado del ánimo y del corazón, hacía con frecuencia tales pacíficas correrías, y no causaba gran extrañeza el que se quedara a pasar una o más noches lejos del pueblo; mas después corría peligro de una acechanza de parte de los jívaros paloras, y el no haber vuelto a la hora fijada inquietaba con justicia a su padre. Por otra parte, los peligros se habían aumentado entonces con ocasión de la tempestad y la crecida de los ríos.

Los recuerdos, tristes en extremo, el temor y la congoja ahuyentaron el sueño de los ojos del dominico, y por esto se adelantó a los fieles en ir a orar en el templo.

Encendiéronse muchas luces. Grupos de doncellas con el cabello destrenzado y mal ceñida la abierta túnica, y de niños casi desnudos en cuyos ojos brillaba la alegría de la inocencia, iban asomando sucesivamente, y depositaban en el altar manojos de lindas flores, cogidas la víspera y conservadas con el fresco de la noche. Un joven záparo cuidaba de ponerlos en orden en cañutos de guadúa, que hacían el oficio de floreros. El humo de la corteza de chaquino y de las lágrimas de yuru licuó de suave perfume el ambiente, y al pausado toque de la campanilla se descorrió el velo de seda de un nicho, y apareció la hermosa imagen de la Virgen Santísima, a la cual saludaron todos con ternura y fervor, llamándola Madre de misericordia y esperanza del pecador arrepentido. El misionero en este momento se inclinó hasta el suelo y escondió la faz entre las manos; a una anciana viuda se le escaparon dos hilos de lágrimas, un guerrero exhaló de lo íntimo del corazón un suspiro; una joven que se hallaba en víspera de casarse, bajó la vista y se apretó el pecho con ambas manos, como para impedir la violencia de las palpitaciones, y todos los niños dirigieron miradas candorosas a la santa imagen. ¿Qué pasaba en esas almas? Lo que pasa en todas las que aman a María, cuando a ella se dirigen: una dulce emoción, una inefable ternura, una confianza sin límites, un no sé qué propio sólo de la sencilla fe cristiana y de la esperanza en la Reina del cielo, que habla en divino lenguaje al espíritu del niño, de la joven, del guerrero, de la viuda, conforme lo han menester sus sentimientos y necesidades, sus recuerdos y aspiraciones.

En seguida el sacerdote y los fieles rezaron el rosario, alternando las oraciones entre éstos y aquél; y al son de dos flautas melodiosas como la armonía matinal del arroyo, el céfiro y las aves de la selva en cuyo seno se tañían, las doncellas y los niños cantaron el himno de la aurora, que les había enseñado el joven Orozco, y era por él compuesto:


¡Salve, Virgen María,
Reina del santo amor!
¡Salve! ¡y que el nuevo día
Brille con tu favor!


Antes del alba el sueño
Se alzó de nuestra frente,
Y el labio reverente
Tu nombre pronunció;


Que al despertar es grato
Con voz filial llamarte,
Y a ruegos empeñarte
De todo el mundo en pro.


¡Salve, Virgen María,
Reina del santo amor!
¡Salve, y que el nuevo día
Brille con tu favor!


Tú eres, piadosa Madre,
Quien a esta selva triste
Al pobre infiel trajiste
La luz del Salvador.


Y cual en este instante
La sombra huye siniestra,
Así del alma nuestra
Huyó el funesto error.


¡Salve, Virgen María,
Reina del santo amor!
¡Salve! ¡y que el nuevo día
Brille con tu favor!


¡Y aún almas en sombras
De muerte hállense hundidas!...
¿Cuándo, cuándo traídas
Serán por ti a la luz?


¡María! ¡su infortunio
Remedia al fin piadosa,
Y nueva grey dichosa
Cerque por ti la Cruz!


¡Salve, Virgen María,
Reina del santo amor!
¡Salve y que el nuevo día
Brille con tu favor!


El padre Domingo celebró luego la misa durante la cual siguieron las flautas que con sus melancólicas notas avivaron la devoción del auditorio; pero antes de comenzarla, el misionero dijo en voz conmovida, volviéndose a los fieles:

-Hijos míos, la larga ausencia de vuestro hermano Carlos me tiene sumamente inquieto: rogad todos a Dios por él y por mí.

Cerca de media hora duró el incruento y divino sacrificio, y las lágrimas del sacerdote corrieron más de una vez. Las arrancaban a una los dolorosos recuerdos del pasado y los vivos cuidados del presente.

La aurora había terminado y la mañana despedía sus primeros resplandores; pero se hallaban amortiguados a causa de lo opaco y triste del cielo. Grupos de nieblas, ora densas, ora ralas, vagaban perezosos y lentos sobre el río y cubrían la mayor parte de la selva.

El misionero, según su costumbre, se sentó antes del desayuno en un tronco derribado a la puerta del templo. Otros días aguardaba allí la salida del sol, y aunque dominado siempre de invencible melancolía, gozaba con harta frecuencia el consuelo de tener a Carlos a su lado, y cuando estaba ausente, no había, a lo menos, los motivos de inquietud que a la sazón le atormentaban. Sin embargo, habló con su habitual cariño con algunos de sus feligreses, oyó sus quejas, dio consejos oportunos, resolvió consultas, bendijo a los niños que se le postraron abrazándole las rodillas, consoló a una madre que acababa de perder a su único hijo en el esplendor de la edad, reprendió con bondad a un mozo que había disgustado a su padre, y todos se retiraban de él contentos y besándole la mano. Quiso después que dos záparos saliesen en busca de Carlos; pero uno de los designados había partido con dirección al Remolino de la Peña, suponiendo, con razón, que la tempestad de la víspera habría hecho crecer el Palora y otros ríos, y que sus aguas podían haber traído a aquel punto, como solía acontecer, cuadrúpedos, aves y peces muertos por los rayos y las avenidas.

De esto hablaba un viejo al padre Domingo, cuando divisaron por entre la niebla que el indio ausente volvía apresurado y atracaba su canoa. Curiosos e inquietos, juzgando que tal vez traía alguna noticia del joven Orozco, le salieron al encuentro; pero bastante turbado, solamente les dijo a los que le interrogaron, que en el Remolino de la Peña nadaba una canoa con una mujer difunta dentro, y que venía a llevar un compañero para que le ayudase a traerla al pueblo.

No se perdió ni un instante, y en vez de dos, partieron muchos záparos llevados de la curiosidad de ver cosa tan extraña. En efecto, una ligera canoa da vueltas ya lentas, ya rápidas, y balancea rodeada de grupos de espuma, fragmentos de árboles y algunos animales muertos, que no pueden salir de los eternos círculos que forman las olas del Pastaza revueltas sobre sí mismas al chocar contra el peñasco. Un golpe de agua impele la navecilla, otro la rechaza, aquél la azota por un costado, esotro la detiene y hacer girar en suave movimiento, hasta dar con ella en un caracol vertiginoso que parece va a tragarla. Dentro de la canoa yace exánime una bellísima joven, fría como un trozo de mármol y cubierta de espuma. Algunos indios que estuvieron en la fiesta del Chimano la reconocen al punto: ¡es Cumandá! Duélense de verla muerta, y muchos advierten que la canoa en que se halla es la de Carlos, creciendo con esto su sorpresa. ¿Cómo está en ella esa joven sin su amante? ¿por qué está muerta? ¿qué es del querido extranjero? Varios comentos y muy contradictorios se hacen; mas entretanto ásense de los cabos que penden de la canoa y flotan en el agua, en los cuales hallan señales de haber sido rotos con violencia, y la llevan a remolque hasta Andoas.

La noticia del suceso había cundido entre los moradores de la Reducción, y el puerto estaba lleno de curiosos. Rodeada de la multitud la linda joven exánime fue llevada a la presencia del misionero, cuyo pasmo al verla fue tal, que todos los concurrentes lo notaron y detuvieron en él sus miradas. El padre justifica para sí la pasión que Carlos ha concebido por esa belleza del desierto; se inclina hacia ella, le limpia el rostro de la espuma de que todavía está salpicado, le alza la cabeza tomándola suavemente con ambas manos, le mira con más fijeza, su asombro crece y se mezcla con una vivísima expresión de ternura, y algunas lágrimas surcan sus demacradas mejillas. Sin embargo, nadie es capaz de adivinar lo que pasa en ese acto en el corazón del buen sacerdote, y él se guarda muy bien de comunicarlo. Las cicatrices de antiguos y terribles padecimientos, avivados ya por razón de la nefasta fecha, se abrieron hasta brotar sangre; el soplo de una súbita fatalidad levantó del todo el empolvado velo que cubría ciertos recuerdos, y los vio el alma cual nunca desgarradores. Una palidez mortal se extiende sobre el religioso, que tiembla como un tercianario. No obstante, toma el pulso a la joven, pálpale el corazón y ¡no está muerta!, exclama.

Ordena enseguida que la lleven a la casa de la misión, y, una vez en ella emplea toda diligencia en hacerla recuperar los sentidos. Consíguelo poco a poco, y unas gotas de vino generoso que puede hacerla tragar, completan el buen éxito. Cumandá se incorpora y se sienta en el lecho en que la habían puesto. Sus miradas, extraviadas al principio, se serenan luego, aunque sin perder la vivacidad que le es propia. No se sorprende de verse rodeada de záparos: entre ellos hay fisonomías que ha conocido en el Chimano, pero cuando repara en el misionero que la ve con tamaños ojos de sorpresa y de indecible dulzura al mismo tiempo, se estremece y se encoge sin saber por qué, como tímida paloma que quisiera ocultarse bajo sus propias alas. Sin embargo, recupera pronto su habitual desembarazo, y dice con inimitable lisura:

-¿Y el blanco? ¿Dónde está el hermano blanco?

-Hija mía -le pregunta el padre con amabilidad-, ¿por qué hermano averiguas? Si es por el extranjero...

-Sí, por él -le interrumpe la joven-; averiguo por el blanco extranjero que se llama Carlos.

-Carlos no está aquí. ¡Yo supuse, al verte que tú podrías darme noticias de él!

-¡Qué! ¡si yo vengo buscándole! He caminado tres noches y dos días completamente sola y venciendo mil peligros, movida por el amor que tengo al hermano blanco, y para unirme por siempre a él. ¿No estoy en Andoas? ¿no eres tú el curaca bendito de los záparos?

-Sí, hija mía, en Andoas estás, y yo soy su misionero por la misericordia divina.

Pues aquí he debido hallar al extranjero; ¿cómo no está contigo?

-Carlos está ausente en este acto; pero yo soy su padre, y te protegeré, si protección necesitas.

-¡Ah! jefe de los cristianos, eres sin duda bueno como tu hijo, pero nada me importa tu protección, si no veo al extranjero y no estoy junto a él: ¿no sabes que él es mi vida?

-Ya penetro muy bien quién eres, hija mía.

-¿Comprendes que soy Cumandá? Sí, soy Cumandá, la hija de Tongana, el viejo de la cabeza de nieve; mi madre es la hechicera Pona. Soy la amada de Carlos, tu hermoso y amable hijo, quien me ha ofrecido que tú nos echarías la bendición del matrimonio, conforme al uso de los cristianos. Pero dime, jefe bendito, ¿a dónde se fue el extranjero? ¿volverá pronto? Hazle decir que su Cumandá, escapada de la muerte, ha venido a buscarle; o bien, dime el lugar en que puede hallarse, y yo misma iré en pos de él.

-Hija, deseo saber, ante todo, ¿de dónde has venido? ¿dónde hallaste esa canoa de ceiba blanca en que se te ha encontrado como difunta?

-Óyeme, curaca de los cristianos: después que Carlos se separó de mí, como el árbol de la raíz cortada por el hacha, y volvimos del lago sagrado dejando nuestros muertos en la arena de la orilla, se me obligó a recibir del anciano Yahuarmaqui el cinto, el collar y los huimbiacas, prendas del matrimonio; mas la misma noche que me encerraron por primera vez con el curaca, que llevaba días de estar enfermo, se retorció en el lecho hasta hacerlo crujir, y su alma se fue. Tuve miedo; llamé a mi madre que velaba a la puerta y le dije: «El jefe ha muerto». «Hija del corazón, me contestó, ¡ponte en salvo! vete a la tierra de Andoas, habitada por cristianos, donde el extranjero Carlos te defienda; porque aquí es indudable que mañana preparen tu muerte en el agua de flores olorosas, a fin de colocar tu cadáver junto al de tu esposo». Escuché a mi madre, me escapé de la cabaña del muerto, y he caminado sola en tres noches y dos soles, el espacio que se camina en cuatro o cinco. Junto al arroyo de las palmas oí la voz de los que me perseguían; mas por casualidad encontré la canoa de ceiba blanco, salté a ella, rompí las amarras, y la violencia de las aguas que la arrebataron me asustó tanto, que caí como muerta. Después, los záparos cristianos me han traído probablemente, y estoy donde quise, pero mi alma se siente angustiada, porque no he hallado al hermano extranjero. ¿A dónde se habrá ido? Mira, curaca de los záparos, sin el blanco no me hallo bien aquí. ¡Ah! ¡de no vivir con él, mejor me estaría yacer cadáver junto al de Yahuarmaqui!

-Carlos -contesta el misionero temblando-, partió hace tres días por el río arriba, y no ha vuelto; la canoa en que has venido es la del extranjero.

-¡Ay! ¿Qué dices, curaca? -exclama Cumandá-; ¿esa canoa es la del blanco?

-Sin duda, hija mía, Carlos saltó a tierra para guarecerse de la tempestad; y tú, que no lo supiste, porque era imposible saberlo, tomaste su canoa, y le dejaste sin tener cómo tornar a la misión; ¡pobre hijo mío!...

-Sin duda... sí, curaca... eso es: ¡he causado un terrible mal a Carlos! ¡desdichada de Cumandá!... Pero vuelvo en el acto a buscarle.

-No irás tú, hija...

-¡Oh! déjame, déjame partir. Pronto volveré con él. En el bogar y el caminar soy ligera como el viento.

-¡No, no irás tú! no lo consentiré; no te expondrás a nuevos peligros, ¡pobrecita!; irán y al punto, muchos remeros záparos, y quizás antes de dos días cabales estará Carlos con nosotros. ¡Ea, hijos míos! cuatro, seis, diez al agua hasta el Palora; en sus orillas o en alguna de vuestras chacras hallaréis a vuestro hermano.

Fue muy difícil contener a la ardorosa joven, y sólo pudo conseguirlo la persuasiva dulzura del padre Domingo, quien, a medida que más la contemplaba, más conmovido se sentía y su corazón era llevado a ella por secreto y poderoso impulso. Preguntola muchas cosas y descubrió muy poco; según la joven, la familia Tongana era la única reliquia que había podido salvarse de la tribu Cherapa, destruida en un desastre que padeció cosa de dieciocho años antes; pero cuanto decía a este respecto era confuso e incoherente, y daba a conocer que no había recibido noticias muy exactas de boca de sus padres, ni ella se había curado de indagarlas. Añadía que las orillas del Palora no eran su patria nativa; que su familia conservaba tal cual vislumbre de creencias cristianas, porque acaso (observaba para sí el religioso), según era colegible, los cheparas fueron catequizados por los jesuitas.

-Mi padre -concluyó la india-, el viejo de la cabeza de nieve, odia de muerte a los blancos, sin que nunca haya podido descubrir yo el motivo que para ello tenga, y este odio implacable nos ha causado grande mal al hermano extranjero y a mí.

El misionero reparó en la bolsita de piel de ardilla que llevaba la joven; mas no hizo alto en ello, porque era muy común que la llevasen también las mujeres de Andoas, con chaquiras, huesecillos y simientes de varias clases para labrar collares y otros adornos.

Entretanto, diez canoas habían partido en busca del joven Orozco, y el padre Domingo y Cumandá, con la vista en las ondas y el corazón desasosegado, aguardaban la vuelta del amado ausente. Pronto perdieron de vista las rústicas navecillas que se confundieron entre los vellones de las nieblas y el crespo oleaje de las aguas, que semejaba un conjunto prodigioso de culebras moviéndose a un tiempo en una misma dirección.

Pasadas algunas horas y cuando el sol se avecinaba al ocaso, columbraron las mismas canoas que tornaban con inaudita rapidez, y parecían, entre las oleadas de la neblina que de nuevo se levantaba entre el bosque y cobijaba el río, aves acuáticas que espantadas por el águila venían, rompiendo el aire, que no las ondas, a buscar amparo en el puerto. No tardaron en mostrarse más claramente: la velocidad provenía, además de la corriente de las aguas, del impulso de los remos manejados con desesperada actividad. Algunos de los circunstantes presumen que los indios volvían contentos de haber hallado a Carlos, y que habían apostado a cuál, en alegre regata, llegaría primero al puerto con la noticia; mas el juego era demasiado peligroso, a causa de lo crecido de las aguas y de la inaudita velocidad que se daba a las frágiles navecillas. Otros más reflexivos sospechaban que había sucedido algo extraordinario. El padre Domingo temblaba; Cumandá se estremecía y el hielo de un secreto terror se derramaba en su corazón y circulaba en su sangre.

Al primero que arribó a la playa le preguntaron unas cuantas veces:

-¿Y Carlos? ¿y el blanco? ¿dónde está el hermano blanco?

El misionero no se atrevía a dirigir pregunta ninguna, y sólo buscaba en las canoas, con miradas llenas de zozobra y pena, a su querido Carlos. Cumandá tampoco hablaba: tenía los labios secos y pálidos y ojos nadando en lágrimas y preguntaba por su amante más con el alma asomada a todas sus facciones que con la lengua que no acertaba a mover: la incertidumbre y la congoja se la habían embargado.

-¿Y el blanco? ¿Dónde está el blanco? -repetían las voces.

-El blanco no parece.

-¡No parece!

-No; pero la ribera sobre el Remolino de la Peña está llena de gente que tiene trazas de ser de la tribu Palora, y hay también algunas canoas en el mismo punto. No hemos creído prudente acercarnos, y como pudimos divisar una embarcación que se desprendía de entre las demás con dirección acá, nos apresuramos en venir a dar la noticia para prepararnos, por si esos jívaros vengan con malos intentos.

-¡Carlos no parece! -repitieron también al cabo el padre Domingo y Cumandá con indecible expresión de angustia-; sin duda está entre los bárbaros que le habrán tomado indefenso. Y yo, añadió la joven, yo tengo la culpa, pues le quité la canoa en que pudo salvarse; ¡ay!, ¡le he puesto en manos de esa gente cruel!

Y se echó a llorar con tal sentimiento y ternura, que conmovió a cuantos la oían.

Ahí viene el jívaro, dijo de repente una voz, y todas las miradas se volvieron a un punto negro que se movía entre el velo de neblina y señalaba el brazo tendido del záparo que primero lo divisó. El punto fue creciendo gradualmente; su balanceado movimiento es más notable, y al cabo se convierte en una canoa. En ella vienen dos indios, uno de ellos con tendema color de oro, y un penacho, amarillo también, flota en la punta de su larga lanza hincada en la proa.

Cumandá se retira de orden del misionero, quien da a toda su persona el aire grave y respetable que conviene.

Algún tiempo hacía que la Reducción no contaba con autoridad civil ninguna, y el padre Domingo, hasta que se llenase esta falta, era todo para los andoanos. Así, pues, tocábale recibir el mensaje de los jívaros del Palora, si mensaje, como juzgaba por las insignias, traía el bárbaro.

Saltó en tierra el peregrino diplomático del desierto, y se le acercó al padre con el salvaje desenfado de su raza. La muchedumbre le contemplaba en silencio y con viva curiosidad; pero en ningún semblante había muestra, ni aun leve, de indigno encogimiento.

-Amigo hermano -dijo el recién venido al sacerdote-, la tribu Palora, tu aliada, te envía paz y salud, y buenos deseos. Ha perdido a su jefe, el valiente anciano de las manos sangrientas. Las mujeres, los mozos y hasta los guerreros le lloran; pero la última de sus esposas, llamada Cumandá, hija de Tongana, blanca como la médula del carozo y bella como el sueño del guerrero después de su primera victoria, ha cometido la acción indigna de fugarse, siendo deber suyo, como la más querida del difunto curaca, acompañarle con su cuerpo en la morada de tierra, donde dormirá por siempre, y con su alma en la mansión de las almas. Hemos seguido las huellas, unos por tierra, otros por agua y por distintos puntos. Las señales que ha dejado aquí y allá por la selva, a lo largo de las márgenes del Palora, y, sobre todo el amor que tiene a un extranjero que vive en este pueblo, nos dicen que ella está aquí. En nombre de Sinchirigra, hijo y sucesor de Yahuarmaqui, vengo, pues, a pedirte que nos la devuelvas para obligarla a cumplir su deber.

Si el suelo sacudido en ese instante se hubiera roto en cien partes hasta lo más profundo, y hubiesen caído los montes y despedazádose las selvas, no se hubiera impresionado de espanto tal el religioso, cual se impresionó de oír al indio palora. No pudo contestar prontamente; perdió toda su serena gravedad; su frente reveló la agitación del ánimo y la indecisión de la voluntad. El mensajero lo penetró muy bien y añadió al punto:

-Ya lo ves, curaca de los cristianos: he venido de paz, porque mi tribu no ha olvidado el pacto de amistad que celebró con la tuya. La palabra que empeñó el jefe de las manos sangrientas es nuestra y es sagrada, y si no nos dais motivos los záparos de Andoas, jamás quemaremos las prendas de la alianza, ni echaremos al río el licor de la fraternidad que debemos beber en nuestras fiestas comunes. Dime, pues, ¿se halla en tu pueblo la mujer que buscamos, o a lo menos sabes de su paradero? De la respuesta que des depende la continuación o el rompimiento de nuestra alianza.

¡Terrible interrogación! ¡terrible conflicto! El padre Domingo no sabe mentir; pero ahora con la verdad sacrificaría a Cumandá, por quien sentía tan extraordinario afecto; o por no sacrificarla expondría su pueblo al bárbaro furor de los jívaros del Palora. Al cabo, no le queda otro medio que eludir la respuesta, y en tono bondadoso dice al mensajero:

-Hermano querido, el del tendema de paz y la lengua de amistad, que has venido a nombre del valiente Sinchirigra y de su noble tribu, sabe que la muerte del gran curaca es motivo de dolor para todos los amigos de los paloras, y que nosotros la sentimos hondamente; pero nuestra alianza continuará inalterable con su nuevo jefe y con toda la tribu. Llévale estos propósitos junto con nuestro sentimiento y nuestras lágrimas.

-Hermano y amigo, el jefe blanco de los cristianos, todo eso que dices es muy propio de los buenos aliados, y te agradezco en nombre de mi tribu; tus palabras son más gratas que el murmurio del arroyo hallado de improviso por el sediento caminante del desierto. Pero no has dado contestación a mis preguntas.

-Hermano, el mensajero; es lástima que una tribu tan valiente y noble como la de los paloras, tenga costumbres crueles; debería honrar la memoria de sus jefes de otra manera, que no sacrificando a sus mujeres más hermosas y queridas. ¡Oh bravo palora! sin duda esto se hace entre los tuyos por sugestión del mungía, y así se desagrada al buen Dios y a los genios benéficos, en quienes vosotros creéis. Si gustáis, yo os enseñaré otro modo excelente de honrar a los muertos.

-No he venido para aprender nada de ti -replicó el jívaro con rudeza-, sino para exigir de tu tribu la devolución de la mujer que debe morir según el uso de nuestros abuelos. ¿Está aquí? ¿nos la entregaréis?

-Mensajero, el del tendema de paz, escúchame cuando se exige una acción injusta...

-Yo, por ventura, ¿exijo algo injusto? Sólo pido que entreguéis a los paloras lo que les pertenece. Los injustos sois vosotros, y si os obstináis...

-La vida de la viuda de Yahuarmaqui no es cosa de que habéis de disponer los paloras.

-Hermano, el curaca blanco, entra en razón, y mira que si no consientes que dispongamos de esa mujer...

-¿Qué, si tal no consiento?

-Perecerá el joven blanco, quien hemos prendido anoche allá en la orilla del Palora.

-¡Mi hijo! -exclamó aterrado el padre.

-Será tu hijo; pero no hay duda que es el extranjero que vive aquí con tus andoas.

El compañero del jívaro que había saltado también a tierra, y que es el záparo que partió con Carlos, acaba de presentarse y dice:

-Sí, padre Domingo, él es; nos robaron nuestra canoa, la buscábamos en la margen del Palora, y repentinamente asomaron Sinchirigra y los suyos y nos tomaron. El hermano blanco queda amarrado a un árbol, y yo he venido con este hermano del tendema amarillo para afirmar cuanto te diga. El extranjero corre peligro. Con Sinchirigra viene una anciana hechicera, y ella tal vez ha descubierto que Cumandá está en Andoas.

Las palabras de záparo causan más viva impresión, y el religioso, como fuera de sí, repite:

-¡Mi hijo! ¡mi hijo en poder de los jívaros! ¡mi hijo amarrado! ¡Mis temores se confirman!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... Hermano palora, vete y di a los de tu tribu que fijen el precio del rescate de Carlos: les daré cuanto me pidan.

-No te pedirán otra cosa que a Cumandá.

-¡Oh, no por Dios! ¡ofréceles antes mi vida! Mira, hermano, llévame, vamos: hablaré con tu jefe; con él arreglaré lo que convenga y quedará satisfecho; le daré bellas armas, vestidos magníficos, abundantes herramientas; me constituiré su esclavo y, por último, me resignaré a que se me asaetee; correrá mi sangre sobre el sepulcro de Yahuarmaqui; sobre él suspenderéis mi cabeza y mis huesos; ¡pero Carlos!... ¡pero Cumandá!... ¡Pobre hijo mío! ¡pobre tierna joven! ¡Ah, no, no consentiré que ninguno de ellos muera!...

El indio contesta las desesperadas frases del padre Domingo con sonrisa asaz, irónica, diciendo:

-¡Curaca de los cristianos! hablas cosas inadmisibles: ni tu cadáver puede sustituir al de Cumandá, pues que nunca fuiste mujer de nuestro jefe, ni Cumandá tiene precio, ni el extranjero blanco podrá salvarse, sino en cambio de ella. Además, sabe que si te obstinas en negarme lo que solicito, como la muerte del joven no alcanzará a vengar el ultraje que nos haces con tu sinrazón, yo volveré a los míos con tendema y penachos negros, y Andoas desaparecerá bajo las flechas y lanzas de los jívaros del Palora. ¿Por qué quieres que nos enojemos, después que hemos sido hermanos y amigos, y estamos dispuestos a continuar siéndolo siempre? ¿por qué te empeñas en que haya guerra entre nosotros? ¿no te dolerá que caigan las cabezas de tus záparos y corra su sangre hasta mezclarse con las aguas del Pastaza?

-Hermano jívaro -contesta el misionero, haciendo esfuerzos para dominarse y manifestar serenidad-, yo no quiero el enojo de los paloras ni guerrear con ellos; sólo les pido en nombre del buen Dios y de la razón, hija de ese Dios, que no cometan un acto bárbaro y atroz. El blanco y la joven, a quienes amenazáis de muerte, son amados del cielo y hermanos vuestros; si regáis su sangre, Él os pedirá cuenta de ella, vendrá sobre vosotros su justicia y el castigo que recibiréis será terrible; seréis sorprendidos por vuestros enemigos y desapareceréis de la tierra como esa espuma que pasa sobre las ondas, como esa niebla que va arrollando el viento. Esto que te digo, ¡oh mensajero! acontecerá irremisiblemente. Vete y di a los tuyos cuanto acabas de oír al sacerdote del buen Dios.

-¡Jefe blanco -responde el jívaro con salvaje gravedad que raya en amago-, pierdes tiempo en querer intimidar a los paloras, y yo lo pierdo también con escuchar tus vanas amenazas; pero vamos a terminar: voy a dejarte dos prendas, una de paz y otra de guerra, para que elijas la que te plazca. Para decidirte tienes de plazo la mitad de la noche. El sol, según se ve a pesar de la niebla, va a esconderse ya tras las cumbres del Upano, y después que la noche haya mediado esperaré tu resolución en mi canoa. Paz con Cumandá; sin ella, guerra a muerte.

Y el soberbio palora clava en tierra dos picas de chonta, y suspendiendo de ellas un tendema negro y otro amarillo, se retira a su barca sin añadir palabra ni esperar la respuesta del religioso.

Cabizbajo, silencioso, angustiado, el padre se deja caer en su banco de madera y se cubre el rostro con ambas manos. Los salvajes han ido retirándose; todos cavilosos y disgustados, buscan alguna solución al inesperado incidente: quién se inclina a la guerra, quién al sacrificio de Cumandá, pero los más fluctúan en la misma dolorosa irresolución del misionero.

Este convoca al fin a los záparos más notables, y entra en deliberación con ellos. Una hoguera alumbra la sencilla asamblea a las puertas del templo. Algunas mujeres forman grupos tras la hilera de los hombres. Los viejos hablan con moderación y prudencia; los jóvenes, llevados del ardor del ánimo, se expresan en conceptos belicosos, y la ira hace temblar en sus manos la pica y el arco. El compañero de Carlos, indio adusto y recién convertido, vuelve a presentarse, da un paso adelante, hinca su lanza en tierra, cruza los brazos sobre el pecho, se inclina y en tono respetuoso dice al misionero:

-Padre y hermano, atiéndeme: habla mi corazón, no mi lengua, y mis palabras son de justicia; si no lo son, ordena que me aten de pies y manos y me echen al río. Los paloras están en lo justo cuando piden la devolución de aquella joven; devolvámosla. La costumbre es ley sagrada para los jívaros, y quieren cumplirla; que la cumplan. ¿Con qué derecho lo impediremos? ¿somos acaso dueño de sus costumbres y leyes?...

-¡Oh hijo! -le interrumpe el fraile con vehemencia-, ¡lo impediremos con el derecho de la humanidad, con el derecho de racionales, con el derecho de cristianos! Somos dueños de impedir la injusticia y la iniquidad. ¿Tendremos valor de entregar a esa infeliz joven a la muerte?, ¿no clamaría su sangre contra nosotros? Y yo... ¡ah! ¡si supieras lo que siento al verla! ¡si supieras que en ella me parece contemplar algo que en otro tiempo me pertenecía, que formaba mis delicias y mi vida, y que lo perdí para siempre!... ¡Ah! ¡Si penetraras en mi pecho y leyeras en mi corazón ciertos recuerdos!...

-Padre -replica el indio-, ¿te es menos doloroso sacrificar a tu hijo Carlos y consentir en que corra la sangre de tus cristianos de Andoas? Comprendo que ames mucho a Cumandá a quien, sin embargo, acabas de conocer, pero no comprendo que ames tan poco a tu Carlos y a tus andoanos, que son también hijos tuyos, hasta consentir en su exterminio. Yo amo al extranjero, y al verlo atado como un prisionero que va a ser atravesado por las flechas, he sentido que mi corazón temblaba y gemía. ¿Amas menos que yo a tu hijo?... ¡Oh! ¡jefe de nuestras almas y nuestras vidas! ¡piensa en lo que vas a hacer! ¡piensa, piénsalo mucho!

El záparo se inclina de nuevo, toma su lanza y vuelve a confundirse entre la multitud; sus palabras labran como antes hondamente en el ánimo de los demás, y se levanta sordo murmullo de voces ininteligibles de aprobación, de desaprobación, de duda, de temor. El padre Domingo se pone en pie y comienza a dar idas y venidas con desasosiego. El sudor le empapa la frente; un tropel de ideas voltea en su cabeza, y las punzadas de mil dolores le atormentan el corazón. Fluctúa entre dos abismos, y es preciso resolverse a hundirse en uno de ellos. ¡Oh!, ¡si pudiese cerrarlos o salvarlos a costa de su vida! Pero a veces para nada vale este holocausto: las hondas simas no desaparecen ni aunque se eche en ellas lo más precioso de la tierra; los Curcios perecen y los abismos quedan. Vuelve a sentarse el desdichado religioso, y los záparos aguardan en vano la última resolución, para entregar la víctima o apercibirse a la guerra.

Cumandá, mientras se trataba con el mensajero y deliberaba la asamblea, había permanecido oculta en una cabaña inmediata; pero una mujer le impuso menudamente de todo lo acaecido; y entonces, arrebatada de dolor la desdichada joven, se escapa de los brazos de los que la acompañan y quieren contenerla, y, desgreñada, cadavérica, aunque siempre bella en medio de su desolación, se presenta al misionero y, postrándosele y abrazándole las rodillas le dice:

-¡Oh, buen curaca de los cristianos! ¡anciano querido del buen Dios! no vaciles: entrégame a los jívaros del Palora, salva a Carlos y libra de la guerra a tu pueblo. Si quise huir de la muerte y me vine hasta aquí, sólo fue por amor al hermano blanco, ¿y he de consentir que se le sacrifique porque yo viva? ¡No! ¡jamás, jamás!

Álzase en seguida, yergue la despejada frente, los ojos le brillan encendidos por un heroico pensamiento, y con noble arrogancia añade:

-Záparos de Andoas, no temáis por vosotros ni por el extranjero, que yo os salvaré. ¿Dónde está el jívaro del tendema de paz? Llevadme al punto a él. Devoren mis entrañas los gusanos de la tierra triste; vaya mi alma a vivir junto a la del viejo guerrero, y canten con mi madre las mujeres del Palora, la canción de mi último sueño. ¿Dónde está el jívaro mensajero? ¡Cumpla su encargo de paz y armonía con vosotros! ¡Vamos, záparos cristianos! entregadme al que ha venido a prenderme. La muerte, como el águila de la montaña, ha señalado su presa, y no se le escapará: yo soy esa presa. ¡Vamos, oh hijos del desierto! no tenéis por qué exponeros a morir por mí, pobre tórtola destinada al festín de un curaca difunto. ¡Vamos! llevadme a los paloras y traed sano y salvo al querido hermano blanco, y ponedle en brazos del buen sacerdote, su padre. ¿Qué mayor contento, qué mayor gloria para mí, que sacrificar mi vida por la de mi adorado extranjero?

El silencio, hijo de las hondas impresiones, rodeaba a Cumandá: los guerreros inclinaban la cabeza, casi avergonzados de ver que una tierna joven se resolvía a sacrificarse por no exponerlos a una guerra; las mujeres vertían muchas lágrimas; el misionero estaba petrificado, y la amante de Carlos, se abría paso por entre los concurrentes con dirección al puerto repitiendo:

-¡Pues no me lleváis vosotros, iré sola a buscar al jívaro del Palora!

El padre Domingo se rehace al fin, corre a ella, la abraza y exclama:

-¡Hija! ¡hija mía! ¡detente! ¡aguarda! ¡No irás, no irás a morir!

-Y ¡qué! -responde Cumandá con entereza-, ¿morirá el extranjero, tu hijo?

El fraile, por un impulso maquinal, la impele de sí, cual si hubiese sentido en el pecho la mordedura de una víbora, y dice:

-¡No morirá!

-Pero ¿y tú? -añade en el acto-; ¿y tú, hija mía? ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿por qué torturas mi corazón?

-Jefe cristiano -agrega ella-, no te dé pena mi suerte y déjame cumplir mi deber; sí, morir es ya para la hija de Tongana un sagrado deber; y ha de cumplirlo sin vacilar.

Torna el misionero a tender los brazos a la joven; pero se contiene, y ordena sólo a los záparos que no la dejen partir y que velen junto a ella. Penetra en el templo, cae de rodillas ante el ara sagrada, se inclina y pega la frente al suelo y exclama:

-¡Señor! ¡Señor! he aquí a tu siervo anonadado al golpe de tu brazo; pero ¿hasta cuándo?... ¡Ay! mis entrañas están despedazadas por el dolor. ¡Me has arrojado al abismo de la tribulación, y me niegas un rayo de tu luz para salvarme de él! ¡Piedad, Dios mío! ¡Quede ya satisfecha tu justicia y brille para este infeliz tu misericordia! ¡Gracia, Padre mío, gracia y salvación para Carlos y Cumandá, cuya inocencia está patente a tus ojos!...

Mas el Señor, que ha querido someter a su ministro a una terrible prueba, sin duda para purificarle del todo en el mundo, y recompensarle después infinitamente en su seno, parece decirle en misteriosa voz que resuena en el fondo del alma: Exijo el sacrificio, no escucho el ruego; quiero tu santificación por el dolor, no tu consuelo en la tierra. Todavía no has satisfecho toda tu deuda: tus antiguos delitos claman todavía al pie de mi trono y piden completa reparación: ¡pena y sufre!

Horas y horas se pasaron en la indecisión y el desasosiego. Nadie podía acordar cosa alguna; pero el partido de los que optaban el sacrificio de Cumandá para salvar a Carlos y a toda la Reducción del furor de los jívaros, había crecido, aunque no se hallaba quien se atreviese a sostener nuevamente tan duro y cruel parecer en presencia del padre Domingo.

En tanto la tempestad, como es común en las regiones orientales, se repetía con el mismo horrendo y sublime aparato de la víspera, y sus sombras confundidas con las de la noche, envolvían en tinieblas el cielo, las selvas, el río y las casas de la Reducción. El rayo rasgaba de rato en rato con medrosa luz el velo tenebroso que cubría la naturaleza, y el trueno ronco y retumbante dilataba sus ecos por la inmensidad del desierto. Allí, sí, puede la poesía decir que esa es la voz de Dios.

Todos los habitantes de Andoas se habían guarecido en sus cabañas. El padre Domingo, para aplacar la tempestad de su corazón, más desoladora que la de la naturaleza, estaba resuelto a continuar en oración encerrado en el templo, y Cumandá, acompañada de una familia zápara, en la cual se distinguían cuatro individuos especialmente encargados de custodiarla y que, cabizbajos y taciturnos, no hablaban palabra, revolvía sin cesar el heroico pensamiento de prestarse a ser la única víctima que inmolaran los bárbaros salvajes del Palora. La imaginación le representaba a su amante rodeado de jívaros que le amenazaban y ultrajaban, y aguardando a cada instante ser atravesado de flechas o hendido el cráneo por la dentada maza; le veía caer y revolcarse en un lago de sangre; oía sus ayes postrimeros, y que con voz agonizante la acusaba de infiel, de ingrata, de infame, pues por salvarse ella le ha quitado su canoa, entregándole de esta manera en manos de los jívaros que le inmolaban. Gemía la desventurada, temblaba, se torcía a veces con la fuerza de la tortura del alma.

-Záparos cristianos -dijo al fin en tono suplicante a los que la custodiaban-, sé que todos vosotros sois buenos y piadosos, y os ruego me dejéis ir a presentarme al mensajero de los paloras, para que me lleve y entregue a su tribu, y se salve a costa de mi vida, que nada os interesa, el hermano blanco a quien tanto queréis. No tengáis lástima de mí, pues no la merezco; tenedla de Carlos, de su infeliz padre y de vuestras familias: no ignoráis las atrocidades que los jívaros cometen en la guerra; y si atacasen a Andoas... ¡Oh, pensad en lo que harían!... ¡Cristianos del desierto! ¡por el Buen Dios, dejadme ir! ¿Qué importa que desaparezca esta pobre mujercilla inútil, a trueque de evitar una calamidad a todo un pueblo? ¡Ah, dejadme, dejadme partir!...

-El curaca blanco dispondrá lo que convenga -contestó uno de los indios con sequedad.

Siguió rogando con instancia Cumandá, pero la contestación de sus guardianes era sólo un silencio desesperante. A la postre calló también la joven, y volvió a atender a la voz de su desolado corazón, y a contemplar las funestas imágenes de su excitable imaginación.

Avanzada estaba la noche; la tempestad iba cesando, pero todavía las nubes ennegrecían los cielos y arrojaban abundante lluvia; la tierra y el río eran apenas visibles para los ojos de los salvajes. Las mujeres de los custodios de Cumandá, dormían en un ángulo del aposento con sueño tranquilo y profundo; ninguna era madre; ninguna conocía la dulce inquietud que infunde en el corazón el cuidado del hijo tierno y ahuyenta el sueño o le hace ligerísimo. La hija de Pona no las envidiaba.

Unos dos golpes y una voz baja que sonaron en la puerta de la cabaña pusieron en pie a los cuatro záparos, que tomaron sus lanzas y salieron al punto afuera, entrando luego en sigilosa conversación con el que los había llamado. Sin embargo del ruido del aguacero y de lo bajo de las voces, alcanzó Cumandá a percibir algunas palabras y comprendió que hablaban de ella.

-Conviene fingirse dormidos... buen plan... ida la joven... ¿Qué tenemos que temer?...

Esas palabras y frases truncadas parecían del recién llegado. No fue posible escuchar más; pero ellas decían bastante a la penetración de Cumandá.

Los záparos volvieron a sus puestos, arrimaron las armas al tabique de guadúa, y a poco dormían, al parecer, hondísimo sueño. La puerta se abrió de nuevo, y entró el indio que algunas horas antes habló en favor de Carlos, y pidió que fuese entregada a los paloras la tierna víctima que, por medio del jívaro mensajero, reclamaban con amenazas de muerte. Záparo atlético, de áspera y luenga cabellera, de mirada fría y penetrante, cubierta la bronceada piel de mil figuras azules y rojas, y en la diestra una enorme lanza, se presentó a la amante de Carlos, como el fantasma de su inexorable destino. La contempló un instante en silencio, y al cabo la dijo en hueca voz:

-Vengo por ti.

-¿Qué me quieres, hermano? -pregunta Cumandá aterrada.

-Quiero llevarte de aquí.

-¡Llevarme!

-¿No te has prestado voluntariamente a ser entregada a los paloras?

-¡Ah!... ¡tengo... tengo miedo!...

-¿Miedo tú? ¡Cosa extraña! No te creo.

-¡Dejadme, por piedad!

Y la desdichada se encogía y pegaba al tabique, temblando como una tortolilla amenazada por el gavilán.

-¿Se ha cambiado tan presto -dice el záparo-, tu corazón de oro en corazón de barro? o ¿has olvidado tu deber de salvar al joven blanco, expuesto a morir por causa tuya?

Todo el vigor del alma y del corazón acudió de súbito a la joven al oír estas palabras; púsose de pies ligera y gallarda como un arbolillo que han doblado por fuerza, rota de súbito la cuerda que le sujetaba; brilló en su faz cierto salvaje heroísmo, cierta luz de grandeza sublime, vivo reflejo de su espíritu, que por un momento se dejó abatir de la flaqueza de la carne; fijó en el záparo una mirada imperiosa y llena al mismo tiempo de melancolía y ternura, y le dijo:

-¡Guíame y vamos!

El indio la tomó de la mano y la llevó por entre las tinieblas. Pronto estuvieron en la orilla. El río mugía sordamente al choque del aguacero y al incesante soplo del viento, y ondulaba en majestuoso compás subiendo y bajando sus arqueadas olas por el suave declivio de la playa.

El jívaro, que dormía tranquilo bajo la ramada de su canoa, azotada por las ondas, se recordó a la voz del záparo que le llamaba:

-Hermano -dijo éste en seguida-, ya no hay motivo para que te vuelvas a los tuyos ceñido el tendema negro, ni para que el valiente Sinchirigra haga retumbar las selvas con el toque de guerra del tunduli contra sus aliados los cristianos de Andoas: Cumandá, la hija valerosa del viejo Tongana, quiere que la lleves contigo; va a cumplir su deber, y a evitar la muerte del joven extranjero, y un combate inútil a par de sangriento; hela aquí.

Cumandá, sin vacilar, salta a la canoa y dice al jívaro:

-Desatraca y boga. Cuando te falten las fuerzas, avísame para que yo te ayude.

-¡Hija de Tongana y Pona! -exclama el indio-, eres admirable por tu prudencia y tu valor. Bogaré solo: a un jívaro no le faltan fuerzas sino cuando está muerto. ¡Vamos! el alma del noble Yahuarmaqui debe estar en este momento llena de complacencia.

El viento soplaba del Sudeste; puso el indio una vela de llauchama a su ligera nave, la cual comenzó a subir el ría rompiendo la corriente, envuelta en tinieblas y espuma, y rodeada de mil peligros.