Capítulo XIV - El canje editar

Hacía una hora que brillaban las suaves luces de la mañana contrastando con las del incendio. Las llamas habían devorado la mayor parte de las cabañas e invadido los matorrales y las masas de enea de las inmediaciones. Todos los salvajes aliados se ocuparon en matar el fuego y reparar en lo posible sus estragos.

¡Qué contraste tan espantoso! el campo de la fiesta de ayer es hoy campo de desolación: pocas horas antes donde hoy se llora, se reía; donde hoy se retuercen los agonizantes, se danzaba; los cantares se han trocado en gritos de dolor, las alabanzas en maldiciones, la expansión del júbilo en votos de venganza, y el licor en sangre.

Más de cien cadáveres yacían tendidos, y de entre los escombros se sacaban otros de mujeres y niños, y de guerreros, a quienes el sueño de la beodez impidió salvarse del de la muerte. Esposas y madres lloraban a grito herido junto a sus hijos y esposos difuntos, los niños daban alaridos de terror, y los demás salvajes bufaban de ira.

Los hermanos de Cumandá sucumbieron en la lucha, y el viejo Tongana fue hallado entre las ruinas de la cabaña de Yahuarmaqui, medio quemado, pero vivo. Pona y las viudas de sus hijos lloraban con angustia y esperaban que el amuleto de la primera hiciese resucitar a los muertos queridos, a cuyos yertos miembros los aplicaban, y que curase instantáneamente al anciano de la cabeza de nieve, ya cabeza de tizón apagado. Luego se ocuparon en buscar el cadáver de la virgen de las flores, a quien suponían quemada, y examinaban los cuerpos carbonizados de unas cuantas infelices jóvenes.

Los andoas, que se distinguieron por su calmado valor en la pelea, y que por lo mismo de ser calmado fue más funesto al enemigo, buscaban también a Carlos, cuya desaparición los confundía y llenaba de pena.

Yahuarmaqui, sentado en un tronco de matapalo y rodeado de los principales jefes, se hacía curar la herida y al mismo tiempo daba órdenes para las ceremonias del enterramiento de los difuntos, según la costumbre de cada tribu, y para emprender inmediatamente después la vuelta a sus moradas, ya que no era dable continuar la fiesta, cuyo remate en el primer día mostraba que no había sido aceptada por los genios del Chimano.

-Sí, hermanos -continuó-, no cabe duda que ellos han visto con ojos de disgusto y rechazado con airadas manos nuestras ofrendas, pues nos han enviado tribus enemigas que nos exterminasen. Contra ellas, sin embargo, hemos peleado y las hemos vencido; mas como no podemos combatir igualmente con el buen Dios y los genios invisibles, debemos retirarnos. Hermanos y amigos, que cada uno de vosotros se apresure a llorar por sus muertos, y los ponga sobre la tierra o bajo la tierra, con armas o sin armas, solos o acompañados.

A poco, un mensajero de los moronas con tendema de plumas amarillas y adornos del mismo color en rodela y pica, cruzó el campamento y vino a la presencia de Yahuarmaqui. Dio dos golpes con la pica en el rústico escudo, llevó luego la mano abierta al corazón y la frente y dijo:

-Óyeme: traigo paz. Curaca del brazo vencedor y el pecho generoso, dueño de veinte cabezas enemigas y aliado de las más aguerridas tribus del desierto, ¡oh Yahuarmaqui!, abre tus oídos a mis palabras, y tu alma reciba mis razones. Las tribus del gran río y del gran lago te han buscado para matarte, y tú las has vencido: has caído sobre ellas como el matapalo de mil años sobre los arbustos, y las has destrozado; en adelante nadie dirá que en nuestras selvas hay otro guerrero comparable a ti: has quitado la vida al famoso Mayariaga, y quedas sin rival. Tu corazón debe estar satisfecho, y nosotros, aunque lloramos la pérdida de nuestro jefe, veneramos la mano que ha enviado su alma al país de los espíritus. La suerte de la guerra está, pues, contigo: tuya es la victoria y el luto es nuestro. Pero, grande y temido curaca, sabemos que eres tan generoso, que nunca añades al vencimiento el vilipendio del enemigo: ahí tienes a tus pies el cuerpo del infeliz guerrero que has derribado con tu destreza y pujanza, y su cabeza, suspendida de los cabellos en tu propia lanza, gotea negra sangre. Para ti este espectáculo es agradable; para nosotros es vergonzoso y horrible: ¡los despojos de nuestro jefe en tal estado!... ¡Oh! devuélvenos, Yahuarmaqui, el cuerpo y la cabeza de Mayariaga; no destines a que te sirvan de nuevos trofeos la piel y los cabellos del que un tiempo fue tu amigo; consiente que honremos sus despojos llevándolos a nuestra tierra, y enterrándolos en su cabaña fúnebre junto con sus mejores armas y la más querida de sus mujeres.

El curaca de los paloras plegó el entrecejo más de lo que solía, y tardó en contestar: diestro y astuto en el trato con los demás salvajes, nunca soltaba la palabra, sino cuando estaba persuadido de la conveniencia del pensamiento.

-Mensajero de las plumas de color de oro -dijo al fin-, el imprudente jefe de los moronas buscó la cólera del jefe de las manos sangrientas, y ha perecido, como era seguro que sucediese. Ahí está para escarmiento de los demás salvajes que quieran provocarle. El ciervo que cae en las garras del tigre es imposible que escape de ellas con vida.

El anciano volvió a enmudecer por unos instantes; todas las miradas, llenas de miedo y curiosidad a un tiempo, estaban fijas en él. Luego señalando el cadáver de Mayariaga y dirigiéndose con frialdad al mensajero añadió:

-Puedes llevártele.

-Noble y generoso anciano -replicó el solicitante-, el cuerpo y la cabeza te pido, porque nuestro curaca debe ser enterrado entero en su última morada; de lo contrario, tú lo sabes, su nombre viviría deshonrado, y su alma vagaría sin descanso alarmando y haciendo mal a todas nuestras tribus.

-Jívaro, el de las palabras de paz -repuso Yahuarmaqui-, a la cabaña del vencedor no va jamás el alma del vencido: así, pues, yo no tengo nada que temer, y debo cumplir mi ambición de multiplicar las cabezas disecadas que dan testimonio de mi valor y honra. La de Mayariaga me hacía falta.

-Si no te mueve la generosidad para con tu desgraciado enemigo -insistió el mensajero-, muévate el interés...

-¡El interés! ¿puede haberlo para mí superior al de poseer esa hermosa cabeza?

-Sin duda: te propongo un canje precioso y digno del vencedor de los moronas.

-¡Un canje!

-Hemos tomado una prisionera y...

-¡Una prisionera!

-Y un prisionero con ella. Mayariaga había destinado para sí la joven, y es justo que sirva a lo menos para rescatar su cabeza.

Una idea súbita chispeó en todas las frentes: comprendieron que la prisionera podía ser Cumandá. Yahuarmaqui ordenó que se la presentasen, jurando que si el canje era con ella, sería aceptado y concluido al punto.

Y con ella era, en efecto, y Carlos la acompañaba...

Poco había caminado en las aguas del Pastaza, cuando al voltear un pequeño recodo de la orilla a la cual iban arrimados, se tiraron a nado diez jívaros y rodearon la canoa. Resistir era inútil, inútil rogar, inútil argüir: estaban en manos de Mayariaga. Todos los planes de la fuga fueron trastornados en un instante, todas las esperanzas fueron desvanecidas como el perfume del incienso por una ráfaga de viento, y los dos amantes... ¡ay! ¡helos allí de nuevo en el teatro de las amarguras y los peligros, del cual se juzgaban alejados para siempre!

Cabizbajos, enrojecida la frente por la vergüenza, trémulos de ansiedad, destrozado el pecho por el dolor actual y el presentimiento de mayores desgracias que sobrevendrán en seguida, Cumandá y Carlos, rodeados de multitud de salvajes que se agolpaban a verlos, fueron traídos a la presencia de Yahuarmaqui. Forjábanse mil diversos comentarios; mil opiniones volaban de boca en boca acerca del destino que cabría a los dos prisioneros; mil votos en contra de ellos, mil en favor, especialmente de parte de las mujeres, siempre inclinadas a la misericordia, se elevaban a un tiempo, y todas las miradas convergían hacia el anciano curaca, quien, como la víspera en la escena del lago, debía fallar y su fallo ser inapelable y ejecutarse incontinenti. Pero ¡qué diversas son las circunstancias! ayer había gozo en el corazón del anciano, hoy dominan en él la indignación y la ira; ayer se hallaba rodeado de las galas de la fiesta, hoy tiene delante un campo sembrado de cadáveres y escombros; ayer escuchaba cantos y exclamaciones de alegría, hoy hieren sus oídos quejas y ayes dolorosos. Todo ayer contribuía a inclinar su ánimo a la bondad y la beneficencia, hoy todo conspira a encruelecerle.

El jefe de los jefes indaga cómo y dónde han sido apresados la virgen india y el joven blanco, y el mensajero que propuso y arregló el canje le impone de lo que sabe.

-¡Luego fugaban! -exclama Yahuarmaqui-; ¡luego no han sido tomados durante el asalto! Mensajero, el de los colores de paz, el cambio está aceptado: llévate el cuerpo y la cabeza de tu curaca; que su alma no vague por las orillas de los ríos y las sombras de los bosques. Los moronas están satisfechos, y puedes retirarte; ahora reclaman mi atención los que han profanado los días sagrados. Su castigo desagraviará a los genios benéficos del lago y de las selvas.

Uno como tronco negro, deforme y medroso, que arrastrándose como un caimán por entre las piernas de los concurrentes había conseguido introducirse al centro del lugar en que pasaba la escena, dijo entonces en voz lánguida y cavernosa:

-Sí, sí, hermano ¡justicia! que el malvado mungía no triunfe, y que la sangre de esos dos criminales odiosos vengue el ultraje de los genios del lago, enojados por causa de ellos contra nosotros.

Era Tongana quien hablaba, era el viejo cruel e inexorable que, con tal de saciar su odio contra un blanco, no reparaba en pedir el sacrificio de su propia hija. Pona que le acompañaba tristísima de ver que su amuleto había sido ineficaz contra el hado que le arrebató sus hijos, decía a Tongana juntando las manos en actitud suplicante:

-¡Esposo mío! ¡esposo mío! ¿qué atrocidad pretendes? si muere Cumandá ¿quién nos queda? ¡Ah esposo mío! ¡pide gracia para ella!

El viejo por toda respuesta volvió a su mujer los ojos de fuego, inquietos en sus órbitas desguarnecidas de pestañas.

Cumandá, entretanto, reunía toda su fuerza moral y explicaba con la franqueza de la inocencia al anciano jefe el motivo de su fuga, abogando con vehemencia por el extranjero.

-Los culpados -añadía-, los únicos culpados son los que han perseguido de muerte al blanco, al blanco que no por serlo deja de ser hermano nuestro. Noble jefe de los jefes, acuérdate, pues tú lo viste, cómo se le echó al fondo del Chimano. Después se trató de hacerle beber licor emponzoñado: y por último, mira este paño rasgado por la flecha que se disparó contra el extranjero; el arma debe estar todavía clavada en el tronco. De todas tres muertes le he salvado; ¿habré hecho mal? ¡No, curaca! por mí no ha habido un cadáver durante las más brillantes ceremonias de la fiesta; he evitado una profanación, he evitado un crimen. Al cabo, para salvarle del todo y salvarme, huí con el blanco; ya no nos quedaba otro arbitrio. Mi alma, ¡oh, Yahuarmaqui! está encariñada con su alma; las dos se han reconocido por hermanas: las une un lazo de amor superior a la muerte misma; aunque quisiéramos, no podríamos desatarlo. Es como la vieja liana agarrada al guayacán, como el brazo pegado al hombro, como la piel adherida a la carne y la carne a los huesos. Pero si tu voluntad es castigarnos, caiga tu justicia sólo sobre mí; sí, curaca; manda despedazarme; que mis miembros cortados en pedazos sean echados a los saínos del bosque y a los caimanes del Chimano. Pero al blanco... ¡ah no, no toques al blanco!... ¿No le ves, curaca? ¿no le ves? No se parece a ninguno de los hijos del desierto, y ¿quién nos asegura que no es hermano de nuestros genios benéficos? ¡Ah! si ordenas su muerte... ¡quién sabe!... ¡Oh jefe! ¡no te expongas a hacer con él una injusticia...

La fiebre del amor, excitada por el peligro del objeto amado, enardecía el lenguaje de la virgen, que casi deliraba. Pero Carlos, al oírla pedir la muerte para sí sola se apresuraba a decir al curaca temblando de emoción:

-¡Anciano jefe! ¡oh, noble anciano! ¡óyeme! ¡no, no pronuncies fallo ninguno antes de oírme! En tus manos está nuestra suerte, como la de la paloma presa en las garras del cóndor. Yo no defiendo mi vida: dispón de ella; ni aun creo que me hicieras daño ninguno con arrebatármela... ¡Qué! ¿podría el cautivo tomar a mal el que le quebrantasen las pesadas cadenas?... Pero respeta a la virgen de las flores: es inocente, mi contacto no la ha mancillado, y está pura: sí purísima como la luz de la mañana que nos alumbra, más que los genios de vuestro lago, más que el corazón de vuestros tiernos niños: lo está como un ángel, como uno de los espíritus que sirven al buen Dios. ¡Curaca! ¡jefes! ¡nobles tribus del desierto! ¡Respetadla! ¡no la toquéis! ¡No apaguéis este lucero de vuestras selvas! ¡no esparzáis al viento este perfume de vida y virtud que la Providencia ha puesto entre vosotros! ¿Qué queréis por la vida de Cumandá? Tengo mucho que daros: allá, al otro lado de las montañas, poseo riquezas; todas serán vuestras. ¿De qué os servirá la venganza? ¡Venganza estéril! ¡venganza fatal para vosotros mismos! La sangre de la virgen clamaría contra sus vertedores, y la ira del cielo descendería sobre vuestras cabezas. Pero mi sangre no gritará pidiendo justicia: podéis regarla sin temor. ¡Guerreros, mirad el blanco donde debéis clavar vuestras flechas! ¡Ea, al punto: no vaciléis!

Carlos rasgaba, al decir esto, sus vestidos, mostrando descubierto el pecho, donde se notaba el violento latir del corazón. También para él en esos momentos la pasión rayaba en frenesí. Parecía que la vida material había cedido todo su lugar a la sola acción del sentimiento: a matarlo en ese acto, se habría matado la pasión, no al hombre porque ya no existía.

Yahuarmaqui fluctúa en la indecisión: su venganza pide entrambas víctimas; pero su corazón excluye a una: Cumandá le encanta: ¿será posible ordenar la muerte de esa belleza que está ahí temblando, pálida, atrayéndose todas las miradas y cautivándole a él mismo? Mas, por otra parte, un acto de debilidad en la presente ocasión puede exponer su autoridad para con las tribus aliadas, y para con los guerreros de su propia tribu. Recorre con inquietas miradas la multitud; fíjase en todos los semblantes: quiere descubrir en ellos la decisión de otros pechos, ya que el suyo está desnudo de ella, y en este rostro halla señales de ira, en aquél de compasión, en esotro de angustia; y su vacilación se aumenta. Va a decir algo, y cierra los labios de miedo que se le escape alguna palabra de la cual pueda luego arrepentirse. Desea pedir consejo a los curacas de las demás tribus; pero esto menguaría también su autoridad: ¿cuándo ha obrado sino conforme a su despótico albedrío? Su ánimo atraviesa un momento de alteración terrible: ese estado es completamente anormal: ¡Yahuarmaqui vacilante, cual si le hubiesen robado la voluntad! ¡Yahuarmaqui, el inexorable jefe, suspenso entre los atractivos de la belleza y la necesidad de un castigo! ¿Desde cuándo el torrente no arrebata, la llama no abrasa, el rayo tarda en herir?... Suspensos le contemplan todos, y nadie habla ni chista durante muchos minutos: es un conjunto de estatuas del terror y del pasmo que rodean las imágenes de la venganza que se resuelve y reprime a un tiempo y de la angustia y la agonía que esperan el golpe final. Cumandá dirige a Carlos miradas rebosantes de dolorosa ternura; Carlos envía a Cumandá en las suyas toda su alma apasionada. Cada instante que transcurre es para los infelices un paso al fin trágico que tienen por inevitable: ambos sienten que la helada mano de la muerte les palpa el corazón, y que su convulso labio les susurra al oído frases que no comprenden; pero en vez de apagarse el inefable afecto que los domina, se aviva más y más: la muerte es para el verdadero amor un poderoso incentivo... Yahuarmaqui, con los ojos abiertos y sin ver, caídas sobre ellos las canas y esponjadas cejas, desplegados los labios, pálidos como hojas tostadas por el estío, y las manos en convulsión nerviosa sobre el mango de su temida maza, se abandona un breve espacio a sus desconcertados pensamientos. La lucha interior es más reñida. Sin embargo, parece al fin decidirse: el anciano alza la cabeza y la sacude como para esperezarla; su expresión es la del tigre al lanzarse sobre su presa; llama a dos diestros arqueros a su lado, señala con el dedo a la virgen de las flores y al extranjero, y con voz de mar agitado por la tormenta, grita:

-¡A entrambos!

Los arcos se tienden; nadie respira; las mujeres se cubren los rostros con las manos o las hunden en tierra. Todos los ojos se han vuelto a los dos jóvenes que semejan estatuas de cera. Pero en este acto el viejo curaca se pone en pie, y desvía las armas con su clava exclamando:

-¡Deteneos!

La respiración contenida de tantos pechos se escapa y suena como la repentina bocanada de viento que azota la pradera y hace inclinar las flores sobre los delgados tallos.

-¡Deteneos! -repite Yahuarmaqui-; no conviene que ambos mueran: he jurado poner a Cumandá en el número de mis mujeres; he jurado protegerla, y no se dirá nunca que una promesa hecha con juramento por el jefe de los jefes, ha sido como el polvo que un viento deposita en las hojas de los árboles, y otro viento lo barre. Muera sólo el blanco que ha maleado el corazón de la virgen: ¡arqueros, a él!

Los arcos se tienden con dirección a Carlos; vuelve el silencio de los espectadores, mas Cumandá da un rápido salto, se coloca delante de su amado, abriendo los brazos para cubrirle mejor, y exclama:

-¡Esas flechas no herirán al blanco, sin traspasar primero mis entrañas!

Vuelve la maza de Yahuarmaqui a desviar los arcos, y las saetas pasan silbando y como una exhalación, rasando la cabeza de la heroína y llevándose algunas hebras de cabello enredadas entre las plumas. El anciano tiembla de cólera, y ordena separar a los amantes para quitar todo estorbo a la ejecución. Dos esforzados jívaros van a cumplir lo mandado por el jefe; pero la joven les dice en tono enérgico y amenazante:

-No me toquéis, porque invocaré contra vosotros a los genios del lago, y si ellos no acuden, al mungía.

Los dos guerreros se detienen y retroceden con supersticioso respeto, echando oblicuas miradas ora a Yahuarmaqui, ora a la virgen. Aquél insiste en su orden, y con ojos satánicos, y con el brazo tendido hacia los jóvenes, amenaza y repite:

-¡Separadlos! ¡separadlos!...

Mas desde el principio de esta angustiosa y conmovedora escena, se notaba en el más retirado extremo del inmenso grupo apretado en torno de Yahuarmaqui y los dos prisioneros, que un záparo trataba de abrirse paso, y pugnaba con la multitud y daba voces -voces que nadie atendía, porque era otro el objeto que cautivaba la general atención-. Al fin, se valió del arbitrio de hacer dar con un compañero unos golpes de tunduli, mientras él levantaba en la punta de una lanza un penacho de plumas amarillas. El toque del instrumento bélico que asorda el campo, y el signo de paz alzado al mismo tiempo, distrajeron un momento a la muchedumbre, que se apresuró a dar paso entre sus oleadas al guerrero záparo.

-Traigo paz -dijo, según la costumbre, al presentarse al curaca y en voz entrecortada por la fatiga y la emoción-; traigo paz: escúchame, ¡oh grande hermano de los andoas! y dígnate no mover tus labios ni tus manos antes de atenderme, para que evites un acto de injusticia.

-Hable el hermano záparo -contestó Yahuarmaqui con visibles muestras de disgusto-: el jefe de los jefes presta oído a las palabras de paz.

-Yo fui -continuó el de Andoas-, quien esta madrugada metió la cabeza entre la tierra y descubrió la proximidad del enemigo; yo fui quien hizo tocar el tunduli y alarmar el campamento; yo quien voló a tu cabaña a espantar el sueño de tus ojos para que te apercibieses a la pelea; yo quien a tu lado combatió hasta que de cansancio se adormeció su brazo, y este fue el único premio que escogió, rehusando los que le ofreciste generoso. He obrado, pues, como amigo tuyo, e igual porte han observado mis hermanos, los záparos cristianos, que han derribado gran número de enemigos; ahora reclamo de ti el respeto a nuestro pacto de amistad...

-¡Los genios del lago me preserven -interrumpió Yahuarmaqui con ardor-, de olvidar que cambié mi collar de dientes de mico con el collar del mensajero de los andoas, y que con él bebí el licor de la fraternidad! El curaca de las manos sangrientas no tiene ni tendrá nunca la mancha de la infidelidad.

-Bien creo -repuso el otro-, que no eres infiel a tu juramento, y que no haces beber a la tierra del olvido el licor de la fraternidad, ni echas al río el collar de la alianza; pero el enojo que ha derramado hoy su veneno en tu corazón, va llevándote, sin que lo notes, a un acto malo, por el cual, tú, jefe de los jefes, que alabas la firmeza de tus juramentos, vas a obligar a los andoas a echar al Pastaza el collar de dientes de mico, y a verter en la arena el licor de la amistad.

-Guerrero, has traído insignias de paz a mi presencia, ¡y me acusas! -dijo el anciano con extraordinaria gravedad-; ya penetro que quieres abogar por ese blanco que ha profanado los días sagrados y fugado robándose una virgen de la fiesta.

-Gran curaca, rompe mis entrañas y diseca mi cabeza, si he querido ofenderte con una acusación. Es cierto que reclamo la vida del hermano extranjero; no es seguro que sea culpado ni creo que de su parte haya habido profanación de la fiesta, y tú quitándole la vida, ultrajarías a los andoas, que le aman cual si fuese de su sangre. ¡Oh Yahuarmaqui! no quieras que la de un amigo derramada en la arena del Chimano, llame contra ti la venganza: si la derramares, fuerza es decirlo, yo mismo ceñiría mi cabeza con el tendema de plumas negras, de negro forraría mi rodela, negro penacho flotaría en mi lanza, y con el cabo de ésta tocaría las puertas de todas las tribus cristianas, y las levantaría contra ti y los tuyos... Mas no; no llegará nunca este caso; porque en tu pecho se asientan la generosidad y la justicia; los ojos de tu espíritu saben descubrir la razón, y te la presentan para que la acates. Si jamás se ha dicho que el jefe de los jefes, que acaba de tronchar la cabeza del bravo Mayariaga, es cobarde; menos podrá decirse que es capaz de faltar a la fe de la alianza ni de cometer una iniquidad. Además, ¿no soy acreedor al premio que me ofreciste? Yo no quiero cabezas de enemigos, ni armas, ni mujeres: quiero el extranjero; le quiero vivo; dámele, que ese es mi premio.

Infinitas voces de aprobación suenan por lo bajo, pues nadie se atreve a mostrar su opinión favorable a Carlos y al záparo de un modo claro; porque ignoran a qué lado se inclinará la del terrible curaca; pero no pocos labios susurran palabras de enojo a causa de la solicitud del cristiano de Andoas, e interiormente hacen votos porque Yahuarmaqui no ceje y se lleve a término la sentencia contra el blanco. Una voz que parece de alguien que habla dentro de un tonel, repite: «¡Entrambos! ¡entrambos! ¡sus almas al mungía y sus carnes a los peces del lago!».

Es Tongana quien así se expresa.

En tanto, el curaca de los paloras guarda silencio y reúne todas las fuerzas de su raciocinio para juzgar y resolver tan delicado asunto. Poderosa es la tribu de los paloras; mas perdida su alianza con las del Occidente y el Norte, y enemistada con ellas, su situación llegaría a ser de lo más tirante y peligrosa. Y que esa enemistad sobrevendría al romper con los andoas, era indudable; porque estos cristianos podían atraer a su partido a unos por la comunidad de creencias, y a otros por la de los intereses materiales, y hacer la guerra a los que, en cierta manera, son advenedizos en las márgenes del Palora. Nada común es la penetración del jefe de las manos sangrientas, y grande su experiencia; así, pues, no tarda en resolverse por lo que juzga más prudente.

-Guerrero hermano, el de las palabras de paz -dice al cabo mostrando suma dignidad en el semblante y con voz pausada y grave-, el premio que has elegido no se te disputará: vete a tu pueblo con el extranjero, a quien los záparos de Andoas habéis adoptado por hermano. Yahuarmaqui no derramará jamás el licor de la alianza y la paz con vosotros; no sembrará semillas de disgusto en vuestro pecho; no llegará día en que por su causa un aliado suyo se ciña el tendema negro. Vete, amigo y hermano.

Como rotos los bordes de un gran estanque, se derraman sonando sus ondas en todas direcciones, así se desparramó la muchedumbre que rodeaba al viejo curaca, diversamente impresionada y gritando y murmurando y hablando sin concierto. El bufido de ira de Tongana se distinguió entre aquel rudo concurso de ruidos y voces.

Los andoas arrebataron a Carlos de los brazos de Cumandá casi a viva fuerza. Ella, poco menos que difunta, fue llevada por la familia del jefe de los jefes, a quien pertenecía por el derecho de la fuerza, resumen de toda la legislación de los salvajes en todas partes.