Capítulo XI - Fatal arbitrio editar

La ira del viejo de la cabeza de nieve estalló de nuevo contra Cumandá por haber mostrado, de nuevo, también, su afecto al extranjero que él detestaba. Hallábase excitado por el licor, y los denuestos y amenazas contra la joven fueron mayores: tres veces alzó la maza para descargarla sobre ella, tres veces le enderezó al pecho la aguda pica. Furioso como un saíno herido:

-Mira -le decía-, te has hecho aborrecible como los blancos, y regaré tus sesos y no dejaré gota de sangre en tus venas. ¡Necia y loca! amas a ese vil extranjero, y no sabes que con tu amor le preparas la muerte. Él caerá, y tú caerás con él; sí, yo os echaré a tierra, como corta y derriba el árbol el leñador. Te has vuelto como el blanco objeto de la venganza del terrible Tongana, y esa venganza será infalible. Sí, sí: ama al extranjero, y mátale; júntate con él, y con él muere. ¡Ah, pobre moza demente! ¡pobre Cumandá! ¿No sabes que tu muerte será sabrosa para mí? ¿no sabes que delante de tu cadáver he de beber chicha de yuca en el cráneo de tu amante? Sí, ¡morirás también!... ¿Por qué no te he matado antes de ahora? ¿por qué no lo hago hoy?... ¡Ah! estamos en una fiesta... y Yahuarmaqui... y los paloras... Mas...

Tras esta reticencia de amenaza se siguió en el corazón del viejo furioso un juramento que confirmaba para sí cuanto acababa de expresar, y que lo manifestó a su hija alzando una mano y mostrándole la palma, como quien dice: ¡aguarda, y ya verás!

Pona lloraba; sus hijos temblaban; los niños se habían ocultado llenos de terror entre los trastos volcados en el aposento. Sólo Cumandá, noble y altiva en medio de su pena y cuidado, tenía enjutos los ojos y de cuando en cuando dirigía a su padre miradas de glacial indiferencia.

-Padre mío -dijo al fin por toda respuesta a las increpaciones y amenazas de Tongana-, tus canas son el respeto de tus hijos, y tus palabras son sagradas órdenes para ellos; tu hija soy; puedes quitarme la vida que me diste; pero con ello no creas que me harás mal ninguno: ¿acaso matar a un desdichado es castigarle?

Iba a retirarse; pero el viejo la detuvo de un brazo con rudeza, diciéndole: ¡Espera!

Oblígala a permanecer en pie, mientras hondamente pensativo, la diestra apoyada en su maza de cocobolo claveteada de colmillos de saíno, y la siniestra cerrada en los labios apretados, parecía un victimario indeciso entre descargar o no el golpe sobre la víctima.

Al cabo de algunos minutos de cavilación, tira a un lado la maza, se golpea la frente con la mano y murmura:

-Está bien.

En seguida apura una buena porción de licor, y dice a todos:

-Venid, seguidme.

Y asiendo de la mano a Cumandá se la lleva a la cabaña del jefe de la fiesta.

Yahuarmaqui, bastante ebrio también, yace rodeado de los principales guerreros de las diversas tribus. Todos conversan a un tiempo, pues donde escasea el juicio abundan las palabras: quién ensalza las hazañas del anciano curaca, quién habla de su propio valor, quién recuerda el heroísmo de los jefes muertos, quién, en fin, somete a discusión algún problema bélico; ni faltan salvajes que sólo sueltan algunos monosílabos, porque el estado de su cabeza no lo consiente más, y aun algunos hay que, derribados de sus bancos o arrimadas las cabezas en sus aljabas y en forzadas posturas, duermen el pesado y torpe sueño de la beodez. Por fuera no cesa el monótono son de los tamboriles y pífanos, y se oyen de cuando en cuando ruidosas carcajadas, entre blasfemias y juramentos, voces de pendencias, clamores de mujeres y agudos lloros de niños que compiten con los desacordes pitos. Todo anuncia que el rústico festín ha llegado a su colmo.

Tongana es recibido con agasajo, pero sin ninguna ceremonia de parte del jefe y sus compañeros. Preséntanle licor de yuca; pero rechazándolo suavemente, dice a Yahuarmaqui:

-Hermano y amigo, no me exijas que beba antes de haberme oído.

-Nunca me opongo, contesta el jefe, al querer de mis hermanos, los que me enviaron mensajeros con tendemas amarillos: ¿qué me quieres Tongana?, háblame con libertad.

-Tú eres gran curaca, gran jefe de la fiesta de las canoas y querido del dios bueno y de los benéficos genios; los amigos te respetan y los enemigos te temen. Entre tus amigos me cuento también yo, que te envié mi hijo ceñido del tendema de la paz y la fraternidad: le recibiste con bondad, y desde entonces me llamas tu hermano, y yo te doy el mismo título, y mi familia te llama su padre. ¡Oh, hermano Yahuarmaqui!, ha llegado el momento en que necesito de tu protección; tú eres la palma grande y yo la palma chica, como te dijo muy bien el mancebo del tendema de plumas doradas, cuando te habló a nombre de la familia Tongana. Escúchame, pues, benigno. Cumandá es hija mía; tú has visto brillar hoy su hermosura, y has admirado la destreza con que bate el remo y juega con la canoa y las olas. Mas la pobre joven, aconsejada tal vez por el malvado mungía se ha hecho hoy digna de castigo, y sólo por tu bondad ha podido salvarse y vive todavía. Un blanco, un extranjero aborrecible, de esos que allá tras los montes han esclavizado a nuestros hermanos, y que, so pretexto de religión, pretenden hacer otro tanto con los libres hijos del desierto, ha hechizado el corazón de mi hija, y ha sembrado en él la semilla de un loco amor: y este mal, este oprobio de mi familia y de todas las tribus del Oriente, ha de evitarse con el castigo de entrambos.

-Hermano, el de la cabeza de nieve y el corazón valeroso -interrumpe Yahuarmaqui a Tongana-, los días de la gran fiesta no son días de castigo, ya lo sabes: ¿queréis, por ventura, que los genios benéficos se enojen con nosotros? Cumandá obró mal, si bien es de los jóvenes amar y ser amados, y el amor no es malo en ningún corazón; pero nosotros, castigando de muerte a una virgen consagrada a las ceremonias del lago, y a un extranjero, cualquiera que sea, que nos ha acompañado como amigo, nos haríamos mucho más criminales.

-¡Oh, hermano Yahuarmaqui, jefe de los jefes!, tus palabras son las de un sabio hechicero, y tus razones vencen como tu maza y tu pica. No castigues, pues, ni a mi hija ni al extranjero, mas sepáralos. Soy dueño de la suerte de Cumandá, y quiero ponerla en tus manos. Tú, Padre de los bravos paloras, me dijiste que nada tema y que lo espere todo...

-¡Mungía me mate si he olvidado mi promesa! ¿Qué deseas, Tongana, hermano mío?

-Que te dignes ceñir a Cumandá los brazaletes de la culebra verde y el cinto de esposa, y sea la última de las tuyas.

-¡Tongana! ¡Tongana amigo! -exclama el anciano curaca rebosando de gozo-; ahora sí es tiempo de que bebas las últimas gotas del licor de yuca que te ofrecí cuando viniste a mi presencia. ¡Apúrale, apúrale!

El viejo Tongana bebe, y luego dice:

-El gran jefe me ha escuchado, y yo he obedecido.

-Curaca de la cabeza de nieve, hermano y amigo -añade Yahuarmaqui-: sabe que, sin embargo de haber perdido con los años bastantes fuerzas, y de que no puedo andar con los montes a caza de la culebra verde y del precioso tayo para labrar los brazaletes y collares de una novia, en mi pensamiento estaba ya hacer de Cumandá mi séptima esposa. Sólo aguardaba que transcurriesen los días sagrados para hablarte de ello y presentarla las prendas de la unión; mas parece que has metido la mano en mi pecho y me has sacado cuanto en él tenía oculto. O, ¿acaso te ha descubierto mi secreto la insigne hechicera de tu esposa? Sea como fuere, tu pensamiento me es grato; respetaré a la virgen de las flores hasta que la noche se trague el último pedacillo de la madre luna; mas al día siguiente de esto, Cumandá será mi mujer, y el buen dios y los buenos genios no se enojarán, ni el mungía triunfará.

-¡Oh, grande hermano!, ¿quién podrá agradecer bastante el beneficio que nos ofreces? Pero que mi hija viva desde hoy a tu sombra, y que el extranjero no vuelva a tentarla: los odiosos blancos emplean con las jóvenes inexpertas la miel de la lisonja y las engañan fácilmente.

-Nada temas en adelante, Tongana hermano mío: al oír el nombre del guerrero de las manos sangrientas, el blanco temblará.

-Venga Cumandá -dice entonces Tongana-, y conozca a su dueño y protector.

La joven se hallaba cabizbaja y silenciosa tras su padre, escuchando indignada cómo se disponía de su futura suerte. El viejo de la cabeza de nieve la toma de la mano y la obliga a ponerse delante diciéndole:

-Hija, el gran jefe de todas las tribus, Yahuarmaqui, se ha dignado acoger mis palabras y guardarlas en su pecho; vas, pues, a ser su esposa; y desde hoy, aun antes que te ciña la faja del matrimonio y los brazaletes de la culebra verde, vivirás a su sombra y formarás parte de su familia, y junto con sus otras mujeres le prepararás la bebida de yuca, asarás la carne para su alimento y tenderás las pieles de su lecho.

El licor ha hecho locuaz al anciano jefe, y por esto y porque es irresistible el atractivo de la joven, deja escapar de sus labios, quizá por la primera vez en su vida, una frase de cariño, y dice:

-Linda virgen de las flores, ¡oh, Cumandá!, tu padre me ha dicho palabras tan dulces acerca de ti, que las he guardado en mi corazón, y vas a ser, el primer día después de muerta la madre luna, la séptima esposa del jefe de los jefes y curaca de los paloras. Aunque ya no soy joven, me esforzaré en agradarte, y te daré un bello adorno de huesos de tayo. Si no puedo presentarte uno nuevo, te daré dos arrancándolos de mis enemigos; pues si es difícil cazar el tayo de los huesos preciosos, es muy fácil para mí derribar un par de enemigos y arrebatarles con la vida sus pendientes y sus armas. Te daré también, a más de los adornos dichos, muchas y lindas sartas de jaboncillos partidos, simientes de copal y dientes de micos; dos cintos de paja con labores de alas de moscardones, dos vestidos hechos a mano, dos de la segunda corteza de llanchama. Serás feliz, ¡oh Cumandá! Yahuarmaqui el poderoso te lo asegura.

Todos los circunstantes, admirados de la generosidad del jefe, esperan que la joven desprenda uno de sus adornos y se lo entregue en señal de aceptación y gratitud; pero ella, aunque algo trémula por la impresión de un suceso que no había temido, y pálida más de enojo que de susto, contesta sin vacilar:

-Noble anciano, jefe de los paloras y guerrero temido en todos los ríos y en todas las selvas, abre, si quieres, mi pecho, y verás en él cuanta gratitud me has infundido con tus dulces palabras y ricas promesas; pero verás también que en mi corazón no cabe sino un amor, y que, antes que tú, un joven ha encendido en él la lumbre de la pasión. ¡Oh bondadoso Yahuarmaqui! No me des las riquezas que me ofreces, y déjame sólo en libertad de seguir amando a ese joven hermoso y bueno como un genio, y de unirme a él.

Tongana muge como un toro herido y aprieta un brazo de Cumandá murmurando:

-¡Acepta o morirás!

La joven, a quien, según parece, la excitación moral ha hecho insensible al dolor físico, prosigue:

-Ya no me pertenezco ni a mí misma: he jurado ante el Dios bueno y ante los genios de las selvas, que mi carne y mis huesos, mi corazón y mi alma, mi pensamiento y todo mi amor, nunca jamás pertenecerán a otro que al blanco extranjero que me ha recibido por su esposa. ¡Gran curaca! no quiero engañarte: he dicho la verdad en tu presencia, y espero que tendrás lástima de mí. ¿Ni para qué ha de querer el jefe más poderoso del Oriente una mujer que tiene el corazón enajenado, cuando puede hallar muchas mujeres libres?

Bufa de nuevo el viejo de la cabeza de nieve, y estrujando frenético otra vez el brazo de su hija, dice a Yahuarmaqui:

-Amigo y grande hermano, sabe que en mi familia nadie hace sino mi voluntad, y Cumandá no ha obtenido mi consentimiento para que pueda ser esposa de aquel extranjero. No, no lo es, ni lo será nunca, y antes que consentirlo, mis flechas rasgarán las entrañas de entrambos.

-Esto, replica la joven dirigiéndose siempre al jefe, esto podrá suceder más bien, que no el dejar de amarnos ni faltar a nuestras promesas de unirnos para siempre. ¡Oh, Yahuarmaqui!, cúmplase el deseo de mi padre: que sus flechas me atraviesen; o bien, ordena tú que me saquen los paloras los huesos y los quemen, que mi carne sea dada a los peces del lago, y de mi cabellera haz tejer un cinto para ti. Pero advierte, ¡oh, jefe!, que si la punta de la flecha toca sólo el corazón del blanco y no el mío, o si una gota de ponzoña cae en sus entrañas, yo, que sin él no quiero estar en la tierra ni puedo acostarme en otro lecho que en el suyo, me iré voluntariamente a la región de los espíritus, y tú sólo poseerás mi cuerpo sin vida, que presto se pudrirá y acabará. ¡Curaca poderoso! sabes muy bien lo que es el corazón de una salvaje: impetuoso como el torrente de la montaña, no hay quien pueda contenerle. No temo la muerte; mas sí temo la separación del amado extranjero, y que a esta causa se me obligue a morir.

Todos aguardaban que estallase la ira del anciano guerrero, cuyo orgullo tentaba Cumandá con su franco lenguaje; pero él, bien porque no quiere mostrarse áspero con la belleza cuyo corazón le conviene ablandar, bien porque le parece conveniente aparentar generosidad y grandeza de ánimo en presencia de los demás jefes, pues su larga experiencia le ha enseñado algunos toques de política, echa un velo al enojo y con cierta dulce gravedad, exclama:

-Doncella incauta, veo que tienes el corazón embriagado de amor del extranjero, cuando así te opones a la voluntad del jefe de los jefes y a la de tu padre. Piensas por demás en ese blanco, a quien me pospones, y no ves el peligro a que le arrastras. Trae tu corazón a su lugar y arregla tu juicio. ¡Hija Cumandá! cuando se echa una hoja a la hoguera, es imposible que no se abrase: yo soy una hoguera, tu amante una hoja. ¡Imprudente!, ¿quieres que el blanco se haga ceniza?

Estrepitosos aplausos arrancan estas palabras a los concurrentes. Las mujeres tan sólo guardan silencio, porque simpatizan con la bella y tierna Cumandá, la cual sin inmutarse, toma del suelo una rama, y arrancando dos hojas unidas por los pedículos, dice:

-Curaca de los paloras, con respeto escucho tus palabras pero, mira, el extranjero y yo somos esas dos hojas: al caer la una en las brasas, no podrá escapar la otra y ambas se harán ceniza

-No sucederá esto a ninguna -replica el anciano tomando las hojas-. Sólo las separaré; la más fina y delicada quedará presa en mis manos, y a la otra la entregaré al viento de su destino.

La acción acompaña a las palabras: divide Yahuarmaqui las hojas; encierra la una en la mano, y tira la otra con desprecio al suelo. Cumandá se apresura a levantarla, la lleva a los labios con ademán apasionado, la ajusta con ambas manos al corazón, y alza sus negros ojos anegados en lágrimas hacia el cielo.

-Veo -dice el anciano guerrero, dirigiéndose con calma al viejo de la cabeza de nieve-, veo que tu hija no está en este momento para promesas ni para convencerse de lo que la conviene: el genio malo ha soplado sobre ella y le ha extraviado el juicio y el corazón. Pero tu voluntad y la mía están conformes. ¿Importa algo que Cumandá no quiera pertenecerme? Ya es mía, resista o no resista. En cuanto al extranjero, que mañana, antes que cante ave ninguna, se ponga en camino para Andoas, y no vuelva a interrumpir nuestras ceremonias. Hoy el temido jefe de los jefes le perdona y deja ir en paz, porque los záparos andoanos son sus amigos y el blanco vive con ellos; mas continúe profanando nuestra fiesta, y su carne será sin remedio manjar de los peces del Chimano. Tú, hermano Tongana, cuida de la virgen de las flores: que ningún aliento ni contacto la manchen; en la próxima luna nueva le pondré con mis manos los brazaletes de piel de culebra y el cinto de la esposa, y ella misma preparará nuestro lecho de pieles.

Cumandá no replicó, pues era del todo inútil replicar; las lágrimas suspendidas en sus largas pestañas rodaron y cayeron en las manos que ocultaban la hoja simbólica, la prenda del mudo juramento que acababa de hacer a presencia del terrible curaca.

Entre airado y satisfecho quedó Tongana, apurando uno tras otro los cocos rebosantes de chicha en compañía de su futuro yerno. Cumandá, confiada a su madre y hermanos, fue llevada a la cabaña de su familia, donde todos se encerraron para darse al sueño.

Pero no, no todos dormían; la joven velaba y lloraba en silencio, y sus dos hermanos, que se quedaron junto a la puerta, conversaban en voz baja; preparando uno de ellos al disimulo un arco y una flecha.

Cumandá contuvo el lloro por atender y observar.