Capítulo X - La noche de la fiesta editar

La reina de las estrellas, a quien si ya no adoran los indios cristianizados, la ven todavía los salvajes con filial cariño, anunció su aparición tendiendo sobre los lejanos montes y las copas de los más gigantes árboles un velo de suavísima luz, y haciendo brillar en el horizonte su aureola de plata entre nubecillas esparcidas en torno como retales de un vellón despedazado. Todos la esperaban como si debiese presidir la fiesta nocturna, partiendo la honra de ella con el anciano jefe de los paloras. ¡Qué contraste el de la luna que brillará luego en la inmensidad del firmamento rodeada de millones de luceros, y un pobre salvaje envanecido entre los bárbaros en un rincón del desierto! ¡Y así van todas las cosas de la tierra comparadas con las del cielo, excepto la inteligencia humana que, como puede elevarse hasta Dios, es también cosa grande, magnífica, divina!

Un numeroso coro de doncellas debe saludar al astro de belleza melancólica, tan agradable a las almas sensibles y apasionadas, con un cántico sagrado; grata reminiscencia, quizás, del tiempo de los shiris y los incas. Crece la luz en el horizonte; reverbera una línea de esplendor inefable entre el cielo y la masa de sombras de las selvas; asoma un breve fragmento del globo luminoso y suena un concierto de voces suaves, dulces y divinamente triste. Parecen las melodías combinadas de las canoras aves, del murmurador arroyo, del aura gemidora, para expresar los más tiernos e inocentes afectos de esos corazones virginales conmovidos por los recuerdos de una dicha perdida, resignados por la fuerza a su destino presente y temerosos del porvenir. El solo que alterna con el coro es de Cumandá; las argentinas vibraciones de su voz revelan la tempestad que en esos momentos descarga en lo íntimo de su pecho y lo despedaza. ¡Desdichada virgen! ¡quizás el canto de salutación a la luna sea su propio canto fúnebre! ¡Quién sabe lo que después de la fiesta decida el adusto viejo de las manos sangrientas! ¡quién sabe lo que será de ella y de su amante el joven extranjero! Pues, ¿acaso Yahuarmaqui ha dicho que quedaban definitivamente absueltos?...


 
CORO

 
 Ven, querida madre luna,
 Ven, que tenemos dispuesta
 La gran lumbre de la fiesta
 Orillas de la laguna.
 

CUMANDÁ

 
 ¡Oh luna! el temido arquero,
 Y el de la terrible lanza,
 Y el bravo cuya venganza
 Sabe como el rayo herir;
 Viéndote tan hechicera,
 De ti prendados suspiran,
 Y al placer de verte aspiran
 A su fiesta concurrir.
 

CORO

 
 Ven, querida madre luna,
 Ven, que tenemos dispuesta
 La gran lumbre de la fiesta
 Orillas de la laguna.
 

CUMANDÁ

 
 ¡Oh luna! la madre anciana,
 Que hijos a la guerra ha dado,
 Y la esposa que ha encantado
 Del guerrero el corazón;
 Como eres tan linda y buena
 Y las amas, ellas te aman;
 Y única reina te aclaman
 De esta sagrada función.
 

CORO

 
 Ven, querida madre luna,
 Ven, que tenemos dispuesta
 La gran lumbre de la fiesta
 Orillas de la laguna.
 

CUMANDÁ

 
 ¡Oh luna! la tierra virgen
 La del solitario lecho,
 Mas que ya siente su pecho
 Arder en brasas de amor,
 Al ver tu dulce tristeza,
 Como a su numen te adora,
 Y en aqueste canto implora
 Tu poderoso favor.
 

CORO

 
 Ven, querida madre luna,
 Ven, que tenemos dispuesta
 La gran lumbre de la fiesta
 Orillas de la laguna.
 

CUMANDÁ

 
 ¡Oh luna! el niño que ignora
 De la vida los enojos,
 Alza a ti los bellos ojos
 Entre el reír y el saltar.
 Tú le miras amorosa,
 Con tu blanda luz le halagas
 Y así la inocencia pagas
 Con que te sabe adorar.
 

CORO

 
 Ven, querida madre luna,
 Ven, que tenemos dispuesta
 La gran lumbre de la fiesta
 Orillas de la laguna.


No se habían apagado todavía las voces del coro, cuando el astro, desprendido completamente de la línea del horizonte, lucía la plenitud de sus apacibles rayos en los espacios infinitos, sirviéndole de caprichoso pedestal las nubes que pocos minutos antes fueron su argentada corona.

Entonces el lago presentó de súbito el espectáculo más pasmoso: habíase puesto en las canoas numerosos mechones de estopa de palma impregnada de aceite de andirova o de resina de copal, los cuales daban grandes y vivas llamas; y todas a un tiempo manejadas por diestros remeros, después de haber dado en ordenada procesión una pausada vuelta al lago, cantando un himno guerrero, comenzaron a cruzarse, primero en regular movimiento y luego con la rapidez del relámpago y en distintas direcciones, formando las más fantásticas figuras que se puede imaginar. Con la velocidad de la carrera se inflamaban más y más las teas y semejando ondeadas sierpes de fuego, silbaban y chisporroteaban y sus reflejos multiplicados en las infinitas ondas de las agitadas aguas y confundidos con los millones de fragmentos de luna que en ellas parecían moverse, sacudirse, saltar, chocar, hundirse, reaparecer, formaban un abismo de llamas y centellas cubierto por el abismo del estrellado cielo. ¡Peregrino, magnífico, sublime, cuadro no contemplado jamás en las fiestas de los pueblos civilizados! Era una escaramuza de estrellas en el lago; era una aurora boreal en la superficie de las aguas.

Fatigados y cubiertos de sudor los remeros, arrimaron al fin las canoas a la orilla. Ya en tierra las mujeres se apresuraron a salirles al encuentro; les enjugaron cariñosas las frentes; les dirigieron frases lisonjeras, y les dieron a beber, en cortezas de coco talladas, chicha de yuca condimentada con jugo de piña y olorosa naranjilla.

Habíase levantado, entretanto, en la mitad del campamento una inmensa pirámide de troncos, ramas secas y enea. Yahuarmaqui tomó una tea y la encendió: siguiéronle los curacas de las demás tribus según su preeminencia y, encendida por varias partes, la mole combustible fue muy pronto una sola masa de fuego, un solo conjunto de llamas que iluminó todo el lago y la selva a gran distancia. Gemían los troncos al abrasarse, y las ígneas ondas batidas por el viento se tendían mugiendo furiosas, o agudas lenguas de ellas arrancadas iban en rápido vuelo a morir cual exhalaciones lejos del incendio; un diluvio de partículas brillantes se movía en la obscuridad, o entre la enorme columna de humo que remataba en una ancha copa compuesta de innumerables vellones que, ensanchándose lentamente en el espacio quebraban los rayos de la luna y le ocultaban por completo la divina faz.

En esa pira se iban echando gradualmente las ofrendas que, durante las ceremonias del día, se habían depositado a los pies del anciano jefe de los jefes. Las esposas, las doncellas y los mancebos añadían de cuando en cuando resina de chaquino, cortezas de estoraque y otras sustancias olorosas que, consumidas en pocos segundos por las brasas, enriquecían el ambiente de exquisito perfume.

Mientras se hacían estos inocentes sacrificios, invocando al Dios bueno y a los genios benéficos, sus siervos, todos los guerreros engarzados por las manos y al son de los tamboriles y pífanos, danzaban dando vueltas en torno de la hoguera, y entonando coplas nacionales en alabanza de las tribus del desierto.


 
 Libres hijos de las selvas.
 ¿Quién os supera en valor?
 Nunca el miedo vuestra frente
 Con vil huella mancilló.
 

 La palmera hiergue airosa
 Sobre el bosque su pendón,
 Y el penacho del salvaje
 Más airoso luce al sol.
 

 Tras su presa raudo cruza
 Por los cielos el candor;
 Mas le vence en ligereza
 Del desierto el guerreador.
 

 El bramar del tigre hambriento
 Llena el bosque de pavor;
 Mas la fiera tiembla y huye
 De los indios a la voz.
 

 La montaña tiene rocas
 Que no mella el rayo atroz,
 Y en la guerra tiene el bravo
 Como roca el corazón.
 

 ¡Oh guerreros del Oriente,
 Cuán temidos siempre sois!
 ¿Quién jamás al rudo golpe
 De vuestra ira resistió?
 

 Furibundo en vuestro arrojo
 Cual del monte el aluvión
 Que derriba añosos troncos
 Con su oleaje atronador;
 

 Mas si el cráneo os hiende el hacha
 Si la flecha os traspasó,
 Si el ticuna en vuestra sangre
 Muerte cierta derramó...
 

 No ruin queja os abre el labio,
 Sino frases de baldón,
 Dardos últimos que el alma
 Desgarran del vencedor.
 

 Libres hijos de las selvas,
 ¿Quién os supera en valor?
 Nunca el miedo vuestra frente
 Con vil huella mancilló.


Al baile y canto se siguió la comida común, con el ir y venir, y cruzarse, y dar y pedir de los que servían las humeantes viandas. El animado desorden es característico del festín de los salvajes. La algazara crecía como el ruido de un río que aumenta su caudal con las aguas de la tempestad y los arroyos y torrentes que bajan de los collados vecinos. El fermentado licor de yuca y de palma, al que todos los indios se daban con frenesí, surtía su debido efecto; en esas diversiones la amable eutrapelia, termina siempre ahogada en brazos de la torpe embriaguez.

En lo interior de su barraca Tongana y su hijo, el mozo que derribó a Carlos en el lago, hablan con sigilo. Sólo la hechicera Pona los escucha sin ser vista. El viejo desprende de una de sus orejas un cañuto de pluma de cóndor, de los que, a guisa de adorno, llevan casi todos los salvajes; lo destapa con cuidado, toma una corta dosis del sutil polvo que contiene y, humedeciéndolo con saliva lo pone bajo la uña del pulgar derecho de su hijo.

-Al ofrecer el licor -le dice en voz sumamente baja-, ten cuidado que esta uña se lave en él. Se escapó del agua; mas no podrá librarse de este polvo. ¡Ah, blanco, tú caerás!...

El joven Orozco, acompañado de algunos indios de Andoas que no se mezclaban en la fiesta, y llevando como un fardo sobre sí el disgusto, la pena y el cuidado por Cumandá, andaba entre la multitud. Repentinamente le tocan por detrás el hombro.

-¿Quién es? -pregunta, volviéndose con viveza. Es el hijo de Tongana que le contesta:

-Un hermano tuyo. Blanco, ¿por qué no te diviertes? -añade en tono amable.

-La fiesta no es mía.

-Hermano, la fiesta es de todos; pero ya conozco que estás triste por lo que sucedió ahora tarde. ¡Oh extranjero!, óyeme: mi corazón siente pesar, pues sin quererlo te causé daño y puse en peligro tu vida y la de mi hermana. Ninguno de los dos es culpable, y no quiero que en vuestros pechos haya enojo contra mí. Voy a ser tu amigo, y en seguida mi hermana me perdonará. Ven, déjate llevar de mí.

No poco sorprendido Carlos se dejó llevar por la mano a la puerta de la choza del viejo de la cabeza de nieve. El joven indio llenó un coco de chicha de yuca, hasta que se mojara el pulgar en ella, y se diluyera el terrible veneno escondido bajo la uña.

-Hermano extranjero -dijo estrechando con la mano siniestra una mano de Carlos contra el corazón en señal de afecto-, óyeme: delante de la hoguera sagrada que acaba de devorar nuestras ofrendas, te ofrezco mi amistad, seremos como el bejuco y el tronco que se abrazan y forman un solo árbol; y el que te hiera a ti a mí me herirá, y el que a mí me hiera, te herirá también; mi aljaba y arco serán tuyos, y yo usaré tus armas como mías; comeremos en un mismo plato y beberemos en un mismo coco. Después, si tú, como sospecho, has sembrado amor en el alma de Cumandá, seremos verdaderamente hermanos. ¡Ea, blanco! a ti me entrego; éste es el licor del juramento de la amistad; bebe hasta su última gota.

Creció el pasmo de Carlos, y como en su corazón de poeta jamás el vil engaño había labrado su nido, y no podía sospechar que, bajo afectuosas apariencias, se escondiese la más refinada maldad, sintió descender sobre él una ráfaga de esperanza y felicidad. Hasta alcanzó a entrever allanadas las dificultades para su enlace con Cumandá.

-Generoso mancebo -contestó al indio-, tus palabras me han hecho gran bien: ¡oh!, ¡vive el cielo, que nunca ha descendido rocío más delicioso a refrescar y dar vida a una flor quemada por el sol en la arena del desierto! Mira, el juramento es para el cristiano blanco mucho más sagrado que para el indio infiel, y yo te juro que no tendrás jamás que romper, arrepentido y despechado, el vaso de coco en que vamos a apurar el licor de la amistad eterna. ¡Ea, joven amable, seamos amigos y hermanos!

Carlos alza el coco y lo acerca a los labios: la muerte se cierne sobre él, y el salvaje hipócrita sonríe con malicia; pero en este instante le arrebatan el vaso de las manos, y quien lo hace es Cumandá que acaba de presentarse.

-Este licor -dice la joven- debe penetrar en mis entrañas, antes que en las del blanco extranjero.

Y dirigiendo una mirada de águila irritada al hijo de Tongana, añade:

-Hermano, dime poniendo por testigos a los genios benéficos del bosque y del lago, ¿no es cierto que conviene que beba yo este licor en que se ha lavado la uña de tu mano?

El joven salvaje ve con espanto a Cumandá, se pone cadavérico, abre los labios a par de los ojos, pero no acierta a proferir ni una palabra.

-Yo también -prosigue la india con terrible ironía-, yo también quiero ser amiga y hermana de este hermoso y amable extranjero, y voy a partir con él y contigo esta dulce y saludable bebida; así los tres nos uniremos en paz y buena armonía para siempre.

En el semblante y las palabras de Cumandá y en la inmutación de su hermano, descubre Carlos la perfidia y maldad de éste, y a tiempo que ella acerca también el licor a sus labios, exclama: ¡no bebas!, y lo echa al suelo al punto-. ¡No bebas! ¡Allí hay veneno!

-Sí -contesta Cumandá-, lo sé: mi hermano ha traído debajo de su larga uña la muerte para ti, y yo he llegado a tiempo para librarte de ella. ¡Oh blanco! veo que soy la causa de que te persigan, y a mí me toca apurar ese licor fatal. Tú ¿por qué has de sufrir pena ninguna? ¿por qué te has de ir por causa mía a la tierra de los muertos? Yo velaré por ti y por ti moriré.

Algunos curiosos iban aproximándose al lugar de la escena. El envenenador había desaparecido. La prudencia obligó a separarse a los dos amantes, y Carlos apenas pudo decir a media voz, lleno de asombro y de pasión:

-¡Oh Cumandá! ¡Cumandá! ¡tu corazón tiene algo sobrenatural! ¡Virgen admirable! ¿quién eres?

El joven Orozco penetró toda la gravedad del peligro que corría entre los bárbaros, y se acordó del temor y repugnancia que su padre había mostrado de que concurriese a la fiesta de las canoas. Quería regresar inmediatamente a la Reducción, acompañado de sus amigos los cristianos de Andoas, y ellos le persuadían también de la necesidad de volverse; pero la suerte de Cumandá le interesaba mucho más que antes; pues, una vez descubiertos sus amores, en su mismo padre y hermanos tenía la infeliz temibles enemigos. Además, ¡con qué actos de valor y generosidad se había presentado ella a salvarle de la muerte! ¡cuán negra ingratitud sería alejarse de quien le amaba hasta exponer su vida por él! ¡y alejarse para no saber más de ella, a lo menos en esos días de la fiesta en que probablemente corría mayor peligro!

Apurada era la situación de Carlos, y no cabía que se resolviese a ciegas a cosa alguna. Andoas le atraía con el respeto y amor filiales, más que con la necesidad de evitar las asechanzas de los bárbaros; las orillas del Chimano le contenían con el amor apasionado de Cumandá y con el deber que el honor y la gratitud le imponían de no abandonarla. A nada se resolvía, y la indecisión llegó a enojarle contra sí mismo. Pidió a los andoanos que le dejasen solo; y solo, triste y aburrido se puso a vagar por las afueras del campamento, cuyo ruido y desorden le emponzoñaban más el ánimo. A la luz de la hoguera, ya bastante disminuida, y de las teas de resina que ardían en las chozas, veía el ir y venir, el formar corros, y hasta el reñir de hombres y mujeres en el afán del rústico festín y distinguía la cabaña del viejo Tongana; mas no daban sus miradas con la bella joven, tras la cual andaban ansiosas; como que era el único objeto capaz de llevar, siquiera con una breve aparición, algún alivio al alma enferma del cuitado extranjero.