Capítulo XII - La fuga editar

Era media noche. La hoguera presentaba un gran conjunto de brasas ceñido de un marco de cenizas y ramas a medio quemar, y sólo tal cual llamarada, presta a desaparecer al menor soplo del viento, se movía trémula, asida al tronco que la produjo, como el último aliento de la vida en cuerpo agonizante.

El fervor de la fiesta había ido apagándose a par del fuego de la hoguera. Casi todas las hachas de viento se habían extinguido, consumida la resina, y sólo arrojaban revueltas columnillas de humo hediondo, que cuando las tendía el viento penetraban en las cabañas. La luna derramaba sin rival su luz sobre el campo silencioso y triste que dos horas antes animaban las danzas, los cantares y las exclamaciones de gozo de veinte alegres tribus. Unos pocos salvajes vagan, tambaleándose y buscando sus chozas, como el ciervo herido y moribundo que quiere abrigarse en su guarida de musgo; o bien se diría que son los manes de los que yacían en ese campo misterioso y fúnebre, donde al parecer había cesado la vida agotada por el abuso de los groseros placeres. Las fuerzas que éstos consumen, aun en la sociedad civilizada, son más difícilmente restauradas por el sueño, que las gastadas por el trabajo. El sueño que más se parece a la muerte es el de la embriaguez, y poco faltaba a esos salvajes para estar verdaderamente muertos. Pero es necesario hacer una excepción: los andoanos, bien por no olvidar las advertencias del padre Domingo, bien porque en razón de sus creencias cristianas no tomaban parte activa en la fiesta, habían bebido muy poco licor y dormían tranquilos en sus ranchos alejados de los demás.

Uno de los hijos de Tongana salió de la choza con mucho tiento, dio una vuelta por las inmediaciones y volvió, y en voz baja dijo a su hermano que le aguardaba:

-No se ha movido del pie del tronco: ahí está como un fantasma blanco; se le distingue bastante bien para que la flecha vaya segura. Caerá, y no se podrá saber mañana quién le ha muerto.

-No, no podrá saberse: he puesto algunas plumas en la flecha que se parecen a las que usan los záparos de Andoas.

-Bien, hermano: la astucia es excelente; ahora vete a la obra. Para ello tienes que dar la vuelta a la izquierda, ocultándote entre las matas; cuando estés en el punto conveniente, tiende el arco y dispara, invocando tres veces al mungía, a fin de que dirija tu mano y luego cargue con el alma del extranjero. Pero, dime, hermano, ¿duerme Cumandá?

El interrogado se metió en la cabaña y volvió a salir a poco.

-Duerme profundamente -dijo-, y yo me voy. Tú acecha aquí cuanto pasa.

Carlos, combatido por el insomnio, hijo de la tristeza y del dolor, había salido de su cabaña por refrescar con las brisas del Chimano su pecho y cabeza abrasados por la fiebre de la pasión y los pensamientos. Vagó una hora por las inmediaciones de las chozas, por si pudiera divisar siquiera la sombra de su adorada Cumandá. Un záparo le comunicó la orden de partir dada por Yahuarmaqui, y aumentado con esto el malestar de su espíritu, y cansado al fin, más por el enorme peso de la angustia que a causa del largo andar, se había arrimado al tronco de un árbol, algo distante de la cabaña de los andoanos, y cuyas tendidas ramas le impedían ser iluminado por la luna. Allí le vio el hijo de Tongana...

Cumandá lo había escuchado todo y el corazón le temblaba de terror como el ala de una ave herida y agonizante. Pero sabía que con acobardarse y permanecer quieta en esos momentos, exponía la vida de su amante. Mientras la creyeron dormida, se ocupó en abrir un horado al frágil tabique de la cabaña, ocultándole con su propio cuerpo cuando convenía a fin de que no la traicionara la claridad de la luna.

Después que su hermano le palpó la cabeza y el pecho, y dijo: «duerme profundamente», ella se escurrió por la abertura como una culebra.

Ya está fuera; pero ¿y Carlos? ¿dónde está el tronco en que se halla apoyado y contra el cual va a ser clavado por la aguda flecha?... Se pone en pie un instante y dirige por todas partes rápidas e inquietas miradas. Eso es peligrosísimo; puede ser descubierta; mas no hay remedio, porque es preciso saber dónde está el joven y cuál es la dirección que debe seguir para llegar a él y salvarle del golpe traidor. Látele a la infeliz el corazón con rara violencia, y quiere romperle el pecho; apriétale con ambas manos; le falta la respiración, y abre los labios para absorber la mayor cantidad posible del aura de la selva. Pero allá, bajo un árbol copado, alcanza a divisar entre la sombra un bulto blanco. ¿Quién puede ser sino Carlos? Hacia la izquierda ve un indio que, formando un ancho semicírculo, camina en traza de cazador que acecha y se acerca a la descuidada presa. ¡Ay! ¡es la muerte que va en busca del extranjero!

Lo que siente Cumandá en ese instante no es decible: cree que la flecha le ha roto las entrañas y que la caliente sangre le baña los convulsos miembros; el frío soplo de la muerte la envuelve como una ráfaga de viento escapada de las breñas del Chimborazo; flaquean sus piernas; va a caer; va a exhalar quejido. Pero ilumínale de nuevo la idea de que su pusilanimidad es para Carlos infalible sentencia de muerte; su ánimo se rehace; torna a su corazón la audacia del amor y a su cuerpo la rigidez del salvaje; encórvase y corre a gatas por entre grupos de enea y otros matorrales que la ocultan.

La muerte corre por un lado, la vida por otro, y Carlos lo ignora. He ahí la eterna suerte del hombre en la tierra. El hombre es la meta; la vida y la muerte las que corren a él; y al cabo, tarde o temprano, al repetirse la prueba, llega la hora en que vence la segunda, y derriba al hombre, y le barre del suelo, y queda en su lugar sólo un poco de polvo, donde otros y otros infelices van sucediéndose, y cayendo y desapareciendo.

Cumandá -la vida- vuela, lleva camino recto y llega primero. Orozco da un grito de sorpresa:

-¡Calla! -dice la joven ahogándose de fatiga; tírale violentamente de un brazo y le dobla a tierra, ocultándose ambos entre unas matas que rodean el tronco. Y al punto Cumandá arrebata un blanco paño que cubre su pecho, lo cuelga del bastón de Carlos, pone su sombrero en un extremo, y lo alza todo al mismo lugar que ocupaba su amante. No se pasan dos segundos cuando silba, rasgando el aire, una como negra sierpe que atraviesa el paño y queda vibrando clavada al tronco.

-¡¡Ay!! -gritó la joven y dejó caer la improvisada fantasma; ella misma cayó en brazos de Carlos, presa de un síncope que, gracias a su robusta naturaleza, fue corto.

Volvió, pues, en sí y abrazó trémula y sin poder articular palabra a su amante, que, confuso y casi aterrado, tampoco podía hablar ni comprender bien lo que pasaba.

La constitución vigorosa de la virgen del desierto se restituyó luego a su ser, y su carácter se levantó como convenía en aquellas apuradas circunstancias; se desprendió de los brazos de Carlos, le llevó tras el árbol de manera que no pudiesen ser descubiertos por el lado del campamento, y le dijo:

-¡Oh amado blanco! la muerte nos persigue, y a ti especialmente por causa mía... Todavía tiemblo... El corazón espantado no se me aquieta...

-¿Qué pasa Cumandá? ¡Explícate, explícate, por Dios! Yo sólo sé que acabas de salvarme por tercera vez, pues una flecha se ha clavado en el tronco en que me apoyaba. Sin duda tu hermano...

-Sí, mis hermanos, mandados por mi padre, quieren tu muerte; y ahora a estos enemigos se agrega otro más formidable, que es el viejo curaca de los paloras.

-Lo sé -dijo Carlos con tristeza y despecho-, y has venido en los momentos en que yo meditaba el partido que debería tomar. El viejo cruel quiere separarnos.

-Lo sabes, hermano blanco; y meditabas... ¿Qué has resuelto, pues?

-Nada.

-¿Nada has resuelto? Luego vacilas y flaqueas.

-Sí, acertaste, hermana: no sé qué hacer.

-Esa irresolución indica que también flaquea tu amor.

-¡Cumandá!

-Yo, sábelo, extranjero, yo que sé amar, no medito ni vacilo: me resuelvo y obro.

-¿A qué estás resuelta?

-A fugar contigo.

-¡Ah, Cumandá, Cumandá!

-Óyeme, hermano blanco: una voz que sólo yo escucho, que no sé de quién es, pero que tal vez viene del mundo de Dios y de los ángeles amigos de los cristianos, me dice continuamente que nuestras almas son una, que nuestros corazones son hermanos, que nuestra sangre es la misma, y que no debemos separarnos jamás. Tú sin mí vivirás vida de tormentos; yo sin ti, no viviría. Es preciso obedecer a esa voz, y para obedecerla es indispensable alejarnos de la gente que nos aborrece y persigue. Extranjero, llama todo tu valor e hinche de él tu pecho. Todavía no seré tu esposa: al fin, temo el castigo de los genios del lago; pero ya no me separaré más de ti... ¿No piensas como yo? ¿Todavía vacilas?

-No, amada mía, no vacilo ya: eso fuera rechazar bárbaramente la ventura que me ofreces y que yo he soñado tanto tiempo. Fuguemos.

-Bien, amado blanco; ya piensas como yo. Dime, ¿no sientes que es el amor mismo quien pone este pensamiento en tu cabeza y da bríos poderosos a tu corazón? Yo sí lo siento. ¡Ah! ¡de otro modo sería imposible que la virgen de las flores se expusiera a enojar a los genios dueños de la fiesta!

Cumandá inclinó la frente que envolvió en ese acto una nube de tristeza, como envuelve la faz de la luna el humo que el Cotopaxi arroja repentinamente a los espacios celestes.

Pero luego sacudió la cabeza cual si quisiese despedir de ella un peso importuno, reprimió un suspiro que quiso escapársele, y dijo en tono enérgico:

-No perdamos tiempo: ¡vamos!

-Vamos -repitió Carlos-; y como para él no pasó desadvertido el nublado de tristeza que empañó un instante la faz de su amada, añadió:

-Te has afligido, hermana mía: tu frente y tus ojos me lo acaban de decir. Temes enojar a los genios de las aguas. Pero, ¿te acuerdas que una vez me dijiste que eres cristiana y que habías ahuyentado al mungía con sólo hacer la cruz? Pues bien, esos genios no existen: son vanos hijos de la fantasía de los indios. Si existieran, la cruz los espantara así como al mungía, y tú saldrías siempre triunfante de ellos; porque, instrumento bendito del buen Dios para que los cristianos hagan prodigios con él, torna poderoso a quien lo emplea. ¡Oh, hija de Tongana! sólo es de temer el castigo del buen Dios, que es el Dios de la cruz; pero él no castiga nunca el amor casto ni la inocencia ni las buenas intenciones; es el Dios amigo de los desgraciados, y por tanto tenemos derecho de esperar su protección: jamás abandona al que pena y llora, ni cierra los oídos a las súplicas de los menesterosos de consuelo. Fiemos en sus manos nuestra suerte, y vamos, vamos, Cumandá.

-Sí, vamos. Por mi amor te juro, extranjero, ser en adelante toda cristiana; tú me enseñarás cómo he de serlo. El asesino ha invocado tres veces al mungía, y ha errado el tiro; nosotros invocaremos al buen Dios, al Dios de los cristianos, y acertaremos el camino. Espero que no nos perseguirán hasta adelantar buen trecho. Los hijos de Tongana te tienen por muerto y tendido al pie del árbol; para evitar toda sospecha, no buscarán tu cadáver, ni aun se aproximarán a estos lugares, aguardando que venga la luz del día a descubrirlo todo. Entretanto, nos queda tiempo de fugar y ponernos muy lejos de nuestros enemigos.

Ambos amantes, ocultos primero entre los matorrales, y después en el alto bosque, caminaban con dirección al canal que une al Chimano con el Pastaza. Los indios poseen un conocimiento instintivo de todas las vueltas, encrucijadas y enredos de esas desiertas y misteriosas ciudades de troncos y hojas que se llaman selvas, y jamás se pierden en ellas, aunque las recorran en medio de las sombras de la noche, y caen, de seguro, guiados por no sé qué brújula mágica, en el punto a donde dirigen sus pasos. Cumandá tenía confianza absoluta en sí misma y se puso delante de Carlos, andando con paso firme y resuelto. Parecíales que los árboles se movían hacia atrás mientras ellos avanzaban adelante, o que se inclinaban a su paso, que daban vueltas, que se estremecían haciendo crujir sus ramas, y que murmuraban palabras que los fugitivos no entendían. Unas veces se aproximaban al canal, que brillaba tranquilo como un prolongado trozo del cielo caído en medio del bosque con su luna, estrellas y nubecillas; otras veces se internaban en la espesura, y los cercaba sombra tan densa, que la india servía de lazarillo a su amante y le guiaba de la mano para que no cayese o no se extraviase. De rato en rato daban con ráfagas de luz viva que, atravesando por entre la red de ramas, bajaban hasta el suelo y dibujaban mil extrañas figuras sobre el pavimento de hojas secas de aquellas lúgubres galerías; o bien les parecía que se adelantaba a su encuentro, en ademán altivo y majestuoso, un colosal fantasma. Cumandá sentía un breve estremecimiento, se paraba e inadvertidamente oprimía la mano de Carlos: pero fijaba con detención la vista en el objeto que le había asustado, conocía que era un añoso tronco envuelto en su pesado manto de parásitas y musgos, y continuaba andando. Una vez se le enredó a los pies una culebra negra e inofensiva, y otra dio con un raposo nocturno que se le atravesó en el camino, dando un chillido sordo, semejante al sonido que da una hoja de papel soplado sobre los dientes de un peine. Ambos incidentes son de mal agüero para los crédulos orientales; mas el joven Orozco despreocupó a la hija de Tongana, la animó y siguieron adelante.

Más de una hora hacía que caminaban, el sudor les empapaba frentes y cuerpos, pero las fuerzas físicas permanecían en su ser y el vigor moral crecía. Ya lanzados en la ardua empresa de la fuga, de este elemento del alma necesitaban para coronarla, antes que de la constante agilidad de los pies y de la resistencia de los pulmones. Mil veces el cuerpo sostenido por la energía del espíritu obra prodigios estupendos.

Hablaban poco y en voz muy baja. Cumandá concertaba el plan de la continuación de la fuga; Carlos a todo asentía: quería pensar con la cabeza de su amante y obrar con su voluntad, reservándose únicamente el derecho de amarla hasta el delirio, y de forjar proyectos para hacerla feliz lejos de esas tierras bárbaras y llenas de peligros. Además, cuanto ella proponía era juicioso y no admitía contradicción razonable.

-Corremos mayor riesgo del Pastaza arriba -observaba-; allá se volverán Yahuarmaqui y su tribu con todos sus aliados; mientras bajándole, ni ellos nos seguirán por miedo de las tribus que están en guerra, ni éstas nos odiarán ni tendrán interés en hacernos mal. Luego quizás en las orillas del mismo Pastaza o del gran río donde muere, y en el cual tocaremos al fin, daremos con alguna población cristiana que nos acoja. De allí, cuando ya no tengamos que temer, comunicaremos nuestro paradero a tu padre, el buen jefe de los záparos de Andoas, por quien con justicia te inquietas.

-¡Ay! ¡esto será difícil, a lo menos por largo tiempo -observó con tristeza Carlos-; mi padre, mi infeliz padre, va a sentir, con mi separación, ahondársele la terrible llaga que conserva en su alma! Por lo demás, hermana mía, tus juicios son rectos y tus planes excelentes. Dilatada y no escasa de inconvenientes es la navegación del Pastaza; pero una vez en el Amazonas, o bajaremos hasta la misión de Urarinas, o subiremos a la de Barrancas; en ambas hay muchos cristianos, y aun no pocos blancos, y seremos acogidos por ellos con bondad.

-Sí, blanco, por ti hasta los de tu raza me recibirán con amor, y entonces agradeceremos al buen Dios y a los genios del río... ¡Ah! ya recuerdo: tú me harás dar gracias como cristiana...

Cumandá se interrumpió a sí misma, con aquel modo inocente y salvaje que le era peculiar; enmudeció por algunos minutos y acortó los pasos, inclinando la cabeza y poniendo el dedo índice en los labios, en actitud pensativa. En ese momento se verificaba una revolución rápida en sus ideas, cosa en ella, asimismo, bastante común. Luego se volvió con presteza a Carlos, parándose de súbito, y le dijo:

-Extranjero, ¿qué hicieras tú en caso que nos separaran?

No sorprendió al joven la pregunta, pues estaba acostumbrado a tales inesperados arranques de Cumandá; mas no halló qué contestar por lo pronto, y titubeando dijo:

-Las circunstancias me aconsejarían sin duda lo que fuese más conveniente.

-¡Ah, blanco -repuso la joven en tono de reconvención-, bien he creído siempre que tu amor es menos valiente y generoso que el mío!, ¡ni sabes lo que harías!... Pues yo sí sé desde ahora cómo procedería: primero, astuta y diligente, me ingeniara el modo de huir de manos de mis enemigos, y te buscara día y noche en todos los rincones de las selvas y en todas las vueltas de los ríos; después, si Yahuarmaqui, o cualquier otro jívaro o záparo, quisiera ponerme los brazaletes de la culebra verde y llevarme a su lecho; ¡oh! entonces...

-¿Entonces?...

-¿No sabes, hermano blanco, que llevo siempre conmigo el polvo del sueño eterno?

-Y ¿lo tomarás?

-De seguro, y el bárbaro tuviera por mujer una fría difunta.

-Y ¿no sabes, Cumandá, que yo no te agradecería ese sacrificio?

-¡Ah, extranjero cruel!...

-Oye, amada mía: el buen Dios, el Dios de los cristianos que veda a sus hijos, los hombres, quitarse a sí propios la vida, te castigaría, y nuestras almas que no habrían podido juntarse en la tierra, tampoco se juntarían en la eternidad. ¡Oh, Cumandá! eso sí sería muy cruel. Y después de saber esto que te anuncian mis labios, mis labios que sólo saben dirigirte palabras de amor verdadero, ¿tomarías los polvos del sueño eterno?

La joven desprendió de una de sus gargantillas un canuto de mimbre y lo arrojó al canal; luego, volviéndose a Carlos le dijo:

-Hermano, ya no tengo polvo ninguno. Pero dime ahora, ¿qué haría yo si me viese en aquellos apuros? ¿Es también malo dejarse matar?

Cada palabra, cada interrogante, cada acción de Cumandá revelaban más y más a Orozco la vehemencia de un amor heroico, y lo heroico de un corazón de mujer verdaderamente apasionada. Vencido por ella se sentó el joven, no obstante que tenía conciencia de que también la amaba con amor profundísimo, con amor antes desconocido por su corazón.

-Ser mártir no es malo, hermana mía -contestó en voz trémula-; pero, por Dios, ¿merezco tanto?...

Cumandá respondió a esta pregunta con sonrisa melancólica y mirada tiernísima, y al punto hubo otro cambio de ideas; mas este fue sin duda intencional.

-Atiende, blanco -dijo-: suena sordo y vago rumor que viene de la derecha, y se siente el aire un poco frío; son señales de que el Pastaza está cerca. El viento de la noche habla con las ondas del río y forma ese rumor, y las ondas le comunican la frescura con que viene a dar alivio a nuestros cuerpos.

En efecto, el Pastaza estaba muy cerca, y a poco se presentaron sus mansas aguas bajando con movimiento uniforme y mesurado, como los siglos que en incontrastable sucesión descienden a la eternidad; en tanto que los astros reflejados en ellas parecían ascender por el fondo del cauce, como la inteligencia humana que, luchando con el poder de los siglos, viene elevándose de generación en generación, y así continuará, si es esta acaso su ley o su destino, si no es vano sueño de orgullo el decir de la moderna filosofía.

Las canoas que los indios dejaron amarradas a la boca del canal se mecían silenciosas como grandes hojas caídas de los árboles de la orilla, los cuales, por el contraste del claror de la luna con las sombras de la selva y con su propia imagen hundida en los cristales del río, aparecían doblemente gigantescos.

Sabían muy bien Carlos y Cumandá que ningún indio cuidaba de esas embarcaciones, seguras en el desierto, y se acercaron a ellas sin recelo. Sin embargo, la joven se detuvo y dijo a su amante:

-Hermano blanco, si no estuviera yo contigo, no me atrevería a venir a estas canoas por la noche, como ahora vengo.

-¿Tuvieras miedo?

-Pues, ¿no sabes que las almas de los guerreros que han muerto en sus camas, vagan tristemente por los bosques y se meten en las canoas y chozas abandonadas?

-Una cristiana no cree en tales cosas -observó Carlos.

-Hoy por ti -replicó la india-, ni creo en eso ni temo nada.

Temían que las canoas, descubierta la fuga, sirvieran para que los persiguiesen, y tomaron la precaución de desamarrarlas y dejarlas a merced de la corriente. Embarcáronse los dos en la más ligera, después de haberse provisto de algunas armas y otros objetos que por innecesarios para la fiesta, no habían sido llevados al Chimano, y se dejaron también guiar por el movimiento de las olas, suave y acompasado.

La canoa de los amantes iba al principio confundida entre las demás, las cuales, faltas de lastre y de quienes las gobernasen, se deslizaban a la ventura chocando entre sí, cruzándose y dando viradas y giros violentos que las ponían a punto de zozobrar. Carlos, en el anormal estado de su ánimo, puesta la abierta mano en la mejilla, la ardiente mirada en ellas, pero la consideración sólo en su suerte actual, no sacaba de ese espectáculo ningún pensamiento moral o filosófico. En otras circunstancias tal vez lo habría tenido por viva imagen de los pueblos que, mal avenidos con el benéfico peso de la autoridad y delirando por una libertad fantástica y sin límites, corren desbocados entre las olas de los errores de la inteligencia y de los vicios del corazón, hasta perecer miserablemente en brazos de la tiranía, o devorados por sus propios crímenes.

La turba de canoas y balsas sin dueño se adelantó al fin en desordenado remolino, y la barquilla de los prófugos la seguía de cerca, ligera también, buscando siempre la sombra de la orilla, porque ambos, no conceptuándose todavía seguros, recelaban y temían hasta de las miradas de la luna.