Cuerambre

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-«¡Antonio! mira que hay que carnear. Estatamos sin carne,» dijo doña Ceferina a su esposo que ya, sin acordarse de tal cosa, iba a soltar la majada. «Carnea gordo, agregó la señora, que también necesito grasa.»

Don Antonio franqueó los lienzos del corral, pasó vista un momento a las ovejas, removiéndolas despacio, y avistando, entre muchos, un capón que le pareció muy bueno, arrolló como lazo, el cinchón de dos vueltas que tenía en la mano, atropelló, en una esquina del corral, la punta de ovejas en la cual iba el capón, y lo enlazó del pescuezo. A la carrera, se volvieron las ovejas a juntarse con las compañeras; y quedó solo, tirando, saltando y brincando, el capón preso. Don Antonio lo volteó, le tocó la cola, lo manoseó en varias partes, le miró los dientes, y haciéndolo levantar, lo condujo despacio, a tres patas, hasta la orilla del corral. Allí, lo levantó, lo hizo pasar a fuera, pasó él, y en el pastito verde y tupido, le cortó la garganta y lo dejó desangrarse y patalear, en los últimos estertores de la muerte, mientras iba él a buscar la chaira, y que los perros, ávidos, sorbían en el suelo, la sangre espumante, a medida que iba saliendo en borbollones.

Don Antonio desolló el animal, con cuidado, tiró las tripas a la perrada, después de sacarles el sebo, colgó del gañote, los bofes, en un clavo de la costanera, para repartirlos despacio a los gatos, que esperaban, sentados, en paciente rueda, que los perros se hubieran saciado; arregló la carne en dos medias reses, en el cuartito que servía de fiambrera, llevó a la cocina las achuras y la cabeza, y volvió a tender a la sombra, con todo cuidado, para que no se resecara, el cuero del capón, en una travesaña clavada en dos postes altos, colocándolo a lo ancho, y no a lo largo, lo que le hubiera hecho perder su flexibilidad.

Con un pincel, embadurnó de alquitrán las orejas, para que los gatos, más por vicio que por hambre, no viniesen a roerlas y a destruir la señal.

Sacó con el cuchillo, algunas cazcarrias que quedaban pegadas en la lana, y, cortando algunos palitos, dejó, con ellos, entreabierto, el cuero de la cabeza, de la patas y de la cola, para evitar que quedase fresco y se llenase de gusanos, en vez de secarse bien.

Fuera del pobre capón en que recayeron los gastos de la función, todos, con la carneada, se han puesto alegres en la rústica morada. Los perros y los gatos se han hartado, casi sin pelear; las gallinas escarban y encuentran en los residuos, mil golosinas; los niños salen de la cocina riéndose, cada uno con un churrasco en la mano; doña Ceferina y don Antonio se reparten en el mismo plato, la tripa gorda, asada en las cenizas, mientras el coro de los chimangos trata, cacofónica banda, de amenizar la fiesta.

Don Antonio es hombre prolijo, que cuida sus intereses como es debido, y en todos sus detalles; sabe que los frutos en buenas condiciones seducen al comprador, consiguen mejor precio, se venden con facilidad, aun en los momentos de baja, y dan mayor peso, a más de su mayor valor. Y por esto, siempre lo pelea a su compadre Anacleto, que tiene cuatro ovejas y mucha familia, algunos hijos ya mozos y de servicio, y que no es capaz de cuidar un cuero, siquiera, como la gente.

¡Vaya! con el hombre dejado; ¿qué le costaría, dígame, cuando carnea, de no dejar el capón morirse en el mismo charco de sangre, ensuciándose todo el cuero? «Le da más peso,» dice Anacleto. ¡Pavada! le quita valor, nada más. Lo desuella sin cuidado, deja que se pudra la cola; los gatos se comen las orejas, sin que nadie los espante, y después, son peleas con el acopiador, que aprovecha la bolada y le rebaja la mitad del precio, por el riesgo que corre de ser multado.

Un cuero de consumo que, en casa de don Antonio, parece dorado y varnizado, por haber sido oreado a la sombra y entrado, o sólo dado vuelta, cuando llueve, apenas se conoce de un cuero de epidemia, en lo de Anacleto. Quemado por el sol, mojado por la lluvia, vuelto a quemar y vuelto a mojar, picado, muchas veces, por la polilla, sólo puede el pulpero comprar semejante cuerambre, con tal de rebajar algún poco, aun perdiendo algo, el monto, siempre exagerado, de la libreta.

Y en lo de don Antonio, hasta los cueros de epidemia, que, en algún invierno de flacura, de seca o de inundación, ha habido que sacar por centenares, muchas veces en el barro del corral, tienen un aspecto de limpieza que llama la atención y excita la competencia de los compradores. Se les puede, por supuesto, arrancar la lana, tirando, porque así es, siempre, en cueros de animales muertos de enfermedad, pero siquiera la sarna no los ha despojado en parte de su precioso vellón, y muchos de ellos, gracias a que se ha tenido la precaución de degollar el animal, antes de que echase el último suspiro, han podido conservar la apariencia, casi, de los cueros de consumo.

Con todo, triste se le pone el alma al pobre ovejero, cuando se van amontonando, en el galponcito, los cueros de epidemia. El cuero de consumo, amarillo claro, de cutis suave y blando, de lana larga, pesada y dorada, que resbala sin ruido de la pila, no deja sentimiento al criador. Ha aprovechado la carne que contenía, y la grasa, para mantener a su familia; con el sebo, ha hecho luz, y con el cuero, tendrá todavía una regular cantidad de pesos. Pero el pellejo descarnado, flaco y liviano, de lanita corta y rala, de la oveja vieja que, por ignorancia criolla, no se ha decidido el pastor a aprovechar, cuando todavía le hubiera podido suministrar buena carne, y que ha dejado morir de senectud, haciéndola faltar a su misión en la tierra; el cuerito del borrego consumido por la lombriz, con su lanita flaca, blanca y liviana como nieve, con su cutis descolorido, que suena cuando lo tocan, pergamino sin valor, quebradizo y reseco; el cutis pelado de las ovejas, que recién esquiladas, han muerto de frío, sorprendidas, -sin haber salido todavía de su flacura invernal, y recién despojadas de su vellón abrigado-, por alguna tormenta traicionera; todo esto apoca la majada, sin compensación, y desespera, a veces, las mejores voluntades, volviendo fatalistas a los más enérgicos.

Llegó el carro del acopiador. Se acomoda en una tijera del techo del galpón, la romana que, con su brazo fatídico, siempre indica pesos que, al hacendado le parecen pocos; al recibidor, equivocados, por lo grandes.

En una hamaca, hecha con un lienzo de corral, colgado de dos sogas cruzadas, pasan los cueros a montones, después de bien revisados y limpiados por el recibidor, con una prolijidad, no ya de liberalidad pastoril, sino de codicia comercial, de todas las garras, aspas y cazcarrias que puedan haber escapado a la vigilancia, hábilmente superficial, del vendedor.

Y cuando sale el carro, lleno hasta el tope, calcula don Antonio que ahí le llevan una verdadera majada, con la cual hubiera podido pagar el arrendamiento de un año y los gastos de seis meses.

No se desanime, don Antonio; ¡paciencia! Tiene que haber de todo en la vida, y las ovejas aumentarían demasiado, sino hubiera, de cuando en cuando, alguna mortandad que las hiciera mermar. No se turbe por tan poco, y haga como los gobiernos, fuerza, en presencia de las grandes calamidades. Ellos no se arriedran por nada: después de la inundación, aumentan los impuestos, y si baja la lana, aumentan el derecho. Haga como ellos, amigo, y a la oveja muerta, pídale dos corderos.