Gorro blanco
Mucho gauchaje se había juntado, en la pulpería de don Manuel Fulanez, aquel día, y todos se entretenían, jugando a la taba o al choclón, corriendo carreras y mamándose como cabras. El pulpero, que no había pedido policía ni dado a las autoridades del pueblito aviso de la reunión, había tenido la precaución de exigir que cada uno le remitiese, al llegar, el cuchillo, para evitar que algún zafarrancho repentino le valiese una buena y bien merecida multa.
Y con esto, les había dado rienda suelta, a que se divertiesen a su gusto, pensando que sería más que casualidad que les viniese a sorprender alguna de las escasas comisiones encargadas de recorrer el extenso partido.
Es que había contado sin Gorro Blanco, recién incorporado a la policía de la localidad, y de quien todavía no había oído hablar; sino, no se atreve.
Gorro Blanco no era más que un oficial de la policía rural, como hay o podría haber muchos, nacido y criado en el campo, sabiendo más o menos leer y escribir, conocedor de todos los trabajos rurales, lícitos y clandestinos, y de todas las mañas del gaucho.
Incansable galopador, sufrido, paciente, sin miedo, de mucha sangre fría y de una fuerza muscular bastante para darle en sí mismo la mayor confianza, no hacía mis proezas, al fin y al cabo, que de cumplir con su deber.
Pero cumplía con él de cabo a rabo, ligero, fuerte y bien, sin miramientos personales, sin tergiversación, sin demora, sin más cálculo que obedecer a la ley y hacerla respetar.
No había para él partido político, ni pobres, ni ricos, y lo mismo hubiera prendido al estanciero poderoso, por haber cortado un alambrado para dar paso a su break lujoso, que a un vago, por haber carneado de noche, o al pulpero, por haberle comprado el cuero.
Un bruto, decían muchos; una gran cosa, decían los vecinos, en general.
No solía andar con los milicos de las comisiones que mandaba. Les daba cita a tal hora, tal día, en tal parte, y tampoco faltaban ellos a la cita, pues, desde el primer día, le habían tomado un olor a paliza, capaz de hacer adivinar la hora al más dormilón, y de dar patas de acero al mancarrón más bichoco.
La sola vista de su rebenque les infundía, a los pobres soldados, un apego insólito a todas las virtudes: ¡adiós! repetidas copas que turban la vista, convites que tapan el horizonte, mientras desaparece el fugitivo; ¡adiós! amores furtivos, que, en las noches obscuras, propicias a las carneadas subrepticias, desaciertan la vigilancia; ¡adiós! bailecitos improvisados, en los ranchos, y siestas prolongadas, en las frescas ramadas de las estancias.
Con el gesto de Temistocles, rechazando los presentes de Artaxerces, atenuado sólo por una ojeadita de sentimiento, tienen ahora que desairar al compañero de otros tiempos, que, generosamente, ofrece algún maneador ancho, largo y fuerte de los muchos que tiene, sin ser hacendado, o para la familia, un cuarto de carne de vaca, demasiado gorda para ser propia.
Y feliz que se atreva el policiano a no denunciarlo, pues Gorro Blanco no admite amistades entre su gente y el paisanaje, considerando con razón, que pronto se volverían complicidad.
Mientras las milicias se venían al sitio, de antemano fijado, al tranco o al galope, según la hora señalada, pues no debían llegar ni antes ni después, Gorro Blanco, vestido de particular, de sombrero gacho, cabizbajo, recorría el campo, sin llamar en nada la atención; vigilaba, miraba, escuchaba, poniéndose su gorra de vasco blanca, su distintivo predilecto, sólo en las grandes ocasiones, y para hacerse conocer de sus ayudantes.
A las dos en punto, ese día, se apearon en el palenque de la Colorada, de don Manuel Fulanez, un sargento y un soldado de policía, en el mismo momento en que se iba a correr la carrera principal.
Entre la concurrencia, había uno de esos vagos temibles, conocidos por gauchos malos, que, imbuidos de la idea que la gloria consiste en pelear a cualquiera, y especialmente a la policía, no desperdician ocasión de provocarla, a ver si la hacen reventar o disparar.
De facón en la cintura, -pues a él no se había animado Fulanez a pedirle las armas-, arrogante, lo primero que hizo fue convidar al sargento y al soldado a que tomasen la copa.
¡Cómo no! ¡que la iban a tomar! con gorro blanco mirándolos, recostado en el mostrador. Todavía andaba de chambergo, pero, no por eso, dejaba de ser, para ellos, el terrible gorro Blanco, y con una rigidez, al parecer, estoica, insistieron en su negativa.
Irritado el gaucho, después de insistir, él también, un momento, reculó, dándose cancha, y sacó el facón, amenazando a los milicos, insultándolos, tratándolos de cobardes y otras cosas, poniéndolos «como trapo de cocina,» decía doña Ciriaca, la mujer del pulpero, al contar el hecho, el día siguiente; hasta que, sin saber como, él ni nadie, se encontró frente a frente con un hombre de bigote, algo petizo, morrudo, de gorra de vasco blanca, el poncho de vicuña en el brazo, y bien enroscada en la mano, la lonja de un rebenque de cabo de fierro.
-«¡Dese preso! dijo el hombre.»
El gaucho lo miró con sorpresa.
-«¡Tire el facón!» ordenó Gorro Blanco. Y en su voz, en su mirada había tanta autoridad, que casi, casi obedece el matrero. Pero la imagen de su fama de gaucho malo empañada, pasó por sus ojos, y, rápido, alargó un puntazo al oficial. El cabo de fierro del rebenque detuvo la mano, y la muñeca, casi quebrada, dejó caer el puñal.
El soldado alzó el arma, el sargento le pasó las esposas al gaucho, y media hora después, la larga comitiva de los jugadores que iban a pagar la multa, con el pulpero a la cabeza, desfilaba al galopito, seguida por el preso, a quien iba acompañando Gorro Blanco.
Pronto se hicieron legendarias las apariciones de Gorro Blanco. Era el cuco de los malhechores. Los matreros preferían dejarle el campo libre, y se mandaban mudar más afuera; pues era su pesadilla el dichoso gorro ese, y no podía uno, decían, estar carneando una ajena, en noche obscura, o arreando hacienda... extraviada, sin verlo surgir del suelo, como alumbrando.
Estaba uno entregando cueros en la pulpería, donde no había más que un forastero, comiendo nueces. ¡Zas! de repente, el forastero asomaba la cara en el depósito, de gorra blanca, y revisaba las señales. Ya no era vida.
Y los vecinos cantaban glorias de Gorro Blanco; pues, durante meses, no hubo casi robos, ni hubo muertes. Pero, -bien decían que era un bruto-, ¿no se le metió entre ceja y ceja, en unas elecciones que hubo, que no haría más que conservar el orden, dejando que cada cual votase a su antojo? Naturalmente, lo despacharon. ¿Y qué más iban a hacer?