Cuentos de la Alhambra/Interior de la Alhambra


Interior de la Alhambra.




Son tantas y tan minuciosas las descripciones que se han hecho de la Alhambra, que sin duda bastarán algunos rasgos generales para refrescar la memoria del lector. Voy pues á referir sucintamente la visita que hicimos á este monumento la mañana inmediata á nuestra llegada á Granada.

Habiendo salido del meson de la Espada, en donde parábamos, atravesamos la célebre plaza de Vivarrambla, teatro en otros tiempos de justas y torneos, y trasformada ahora en mercado muy concurrido. De allí pasamos al Zacatin, cuya calle principal era en tiempo de los moros un gran mercado: sus pequeñas tiendas y angostos soportales conservan aun el carácter oriental. Despues de haber cruzado la plaza donde se halla el palacio del capitan general, subimos una calle tortuosa y no muy ancha, cuyo nombre recuerda los dias caballerescos de Granada; á saber, la calle de los Gomeles, así llamada de una tribu famosa en las crónicas y en los romances, la cual conduce á una puerta de arquitectura griega, edificada por Cárlos V, que da entrada á los dominios de la Alhambra.

Dos ó tres veteranos, sentados en un banco de piedra, reemplazaban á los zegries y abencerrages; y el canoso centinela estaba hablando con un ganapan alto y seco, cuyo pardo y raido capote cubria apenas el resto de unos vestidos mas miserables todavía, el cual luego que nos descubrió se vino á nosotros, ofreciéndose á acompañarnos y enseñarnos la fortaleza.

Yo he mirado siempre á los Ciceroni con cierta repugnancia de viagero, y el aspecto de este no me inclinaba ciertamente á hacer una escepcion en su favor.

«¿Sin duda, le dije, conocereis muy bien el edificio?

—Palmo por palmo, señor; como que soy hijo de la Alhambra.»

No puede negarse, que los españoles tienen un modo de espresarse muy poético. ¡Hijo de la Alhambra! Este título hirió mi imaginacion, los andrajos de mi interlocutor adquirieron á mis ojos cierta dignidad, pareciéronme el justo emblema de la vária fortuna del sitio, y por otra parte, cuadraban perfectamente á la progenitura de unas ruinas.

Le hice algunas preguntas, y quedé convencido de que tenia un derecho legítimo al título que tomaba: su familia habitaba la fortaleza desde el tiempo de la conquista, y él se llamaba Mateo Gimenez.

«¿Seréis tal vez, le pregunté, al gun pariente del gran cardenal Gimenez?

—Quién sabe, señor; todo podria ser.... lo que no cabe duda es que somos la familia mas antigua de la Alhambra, cristianos viejos sin mezcla de moro ni judío. Yo sé que pertenecemos á una gran casa, pero no me acuerdo cuál: mi padre lo sabe todo, y conserva nuestro blason colgado á la pared de su cabaña, que está en lo mas alto de la fortaleza.» Estas razones, y el primer título que se habia dado el andrajoso hidalgo me cautivaron de modo, que desde luego acepté con gusto los servicios del hijo de la Alhambra.

Entramos en un angosto y profundo barranco lleno de bosquecillos y cubierto de verdura. Atravesábale una avenida rápida, y cortábanle en todas direcciones varios senderos tortuosos, adornados de fuentes y bancos de piedra. Á la izquierda se elevaban por encima de nuestras cabezas las torres de la Alhambra, y á la derecha, por la parte opuesta del barranco, nos dominaban otras no menos altas, edificadas sobre la peña viva: estas eran las Torres bermejas, llamadas así á causa de su color. Nadie conoce su orígen, si bien se sabe que son mucho mas antiguas que la Alhambra: algunos las suponen construidas por los romanos, y otros las creen obra de una colonia errante de los fenicios. Subiendo la sombría y rápida avenida, llegamos al pie de una torre cuadrada, que es la entrada principal de la fortaleza. Allí encontramos otro grupo de inválidos, uno de los cuales estaba de centinela bajo el arco de la puerta, en tanto que los demas dormian sobre los bancos de piedra, envueltos en sus capas. Llámase á esta la puerta del Juicio, porque durante la dominacion de los moros se reunia bajo su pórtico el tribunal que juzgaba inmediatamente las causas de poca entidad. Esta costumbre, comun á todo el oriente, se halla consignada en muchos pasages de la Escritura.

El gran vestíbulo ó pórtico lo forma un arco inmenso que se eleva casi hasta la mitad de la torre. Sobre la piedra fundamental de la bóveda esterior esta esculpida una mano gigantesca, y en la correspondiente de la parte interior se ve representada del mismo modo una enorme llave. Los que creen tener algun conocimiento de los símbolos mahometanos, dicen que la mano es el emblema de la doctrina, y la llave el de la fe; añadiendo que este último signo era el distintivo constante de los estandartes musulmanes cuando subyugaron la Andalucía. Mas el hijo legítimo de la Alhambra esplicaba la cosa de otro modo.

Segun Mateo, que se apoyaba en la autoridad de una tradicion trasmitida de padres á hijos desde los primeros habitantes de la fortaleza, la mano y la llave eran figuras mágicas, y pendia de ellas la suerte de la Alhambra. El rey moro que hizo construir este edificio, mágico famoso, y que aun, segun la opinion de muchos, habia vendido su alma al diablo, puso la fortaleza bajo el influjo de un encanto, en fuerza del cual ha resistido siglos enteros á los asaltos y terremotos que han destruido la mayor parte de los edificios moriscos; y es fama comun que el encanto conservará toda su virtud hasta el momento en que la mano se baje de tal modo que llegue á tocar la llave, en cuyo acto se hundirá la Alhambra, y quedarán de manifiesto los tesoros de los reyes moros que están enterrados bajo sus moles.

Sin embargo de esta espantosa prediccion, nosotros pasamos sin vacilar por bajo del arco encantado.

Desde allí, por un camino angosto y sinuoso practicado entre las murallas, subimos á una esplanada interior, llamada la plaza de los Algibes, en razon de unos grandes depósitos de agua abiertos en la peña, y tambien hay un pozo inmenso que da un agua sobremanera fresca y cristalina. Estas obras prueban la esquisita voluptuosidad de los árabes, y lo mucho que apreciaban obtener este elemento en toda su pureza.

En frente de esta esplanada se halla el palacio de Cárlos V, que debia eclipsar segun dicen á la antigua mansion de los reyes moros. Mas á despecho de su magnificencia y de una arquitectura que no carece de mérito, este monumento no parece otra cosa que un intruso orgulloso; y de ahí es que mi compañero y yo pasamos por delante sin detenernos, y nos dirigimos á la sencilla puerta por donde se penetra en el palacio antiguo.

La transicion es casi mágica: creímonos trasportados de repente á otros parages y á otro siglo, y que íbamos á presenciar las escenas que refiere la historia de los árabes. Nos hallamos en un gran patio pavimentado de mármol blanco, y decorado á sus ángulos con ligeros perístilos moriscos. Era el patio de la Alberca ó del gran Vivero, y ocupaba su centro un estanque de ciento treinta pies de largo, lleno de peces y circuido de rosales.

Al estremo superior de este patio se halla la torre de Comáres; pero nosotros, dirigiéndonos al lado opuesto, entramos por un pasadizo cubierto en el célebre patio de los Leones. Ninguna parte del edificio da una idea tan completa de su antigua magnificencia; porque ninguna ha sufrido menos los estragos del tiempo. Vese en el centro aquella fuente, tan famosa en la historia y en los cantos populares; las tazas de alabastro derraman de continuo una lluvia de líquidos diamantes, y los doce leones arrojan por las narices torrentes de agua cristalina lo mismo que en los dias de Boabdil. El patio se halla cubierto de flores y rodeado de ligeros arcos, adornados de esculturas y filigranas de una labor tan delicada como el encage, y sostenidos sobre delgadísimas columnas de mármol blanco. La arquitectura, lo mismo que la del resto del palacio, tiene mas elegancia que grandeza, y está indicando un gusto blando y delicado, y cierta disposicion á los placeres de la indolencia. Cuando se dirige la vista á aquellos pórticos aéreos con sus frágiles apoyos, que parecen obra de las hadas, apenas puede concebirse cómo el tiempo, los temblores de tierra, el abandono y la rapiña de los viageros curiosos, no menos temible que la de los guerreros, ha perdonado una parte tan grande de este monumento: estas reflexiones podrian casi hacer admitir la tradicion que le supone protegido por un encanto. Á un lado del patio, por una puerta ricamente adornada, se entra á una gran pieza embaldosada de mármol blanco, llamada la sala de las dos hermanas. Una cúpula abierta da paso al aire esterior, y deja penetrar una luz templada; la parte inferior de las paredes está incrustada de hermosos azulejos moriscos, en los cuales se ven los escudos de armas de los reyes moros; la superior se halla revestida de aquel hermoso estuco inventado en Damasco, compuesto de grandes chapas vaciadas y unidas con tanto arte, que parece se hayan esculpido en el mismo sitio los elegantes relieves y caprichosos arabescos que en ellas se ven entrelazados con testos del alcorán é inscripciones árabes. Los adornos de las paredes y de la cúpula están ricamente dorados, y sus intersticios revestidos de lapislázuli y otros colores hermosos y permanentes. Á uno y otro lado de la sala están las alcobas destinadas á contener las otomanas ó lechos orientales. Sobre un pórtico interior corre una galería que comunica con la vivienda de las mugeres; y todavía se ven allí las celosías por donde las lindas odaliscas del harem podian ver sin ser vistas las fiestas de la sala inferior.

Es imposible contemplar aquella antigua y privilegiada mansion de los árabes, aquel palacio donde las costumbres orientales desplegaron todo su esplendor y elegancia, sin que se renueven en la imaginacion las antiguas escenas que se han leido en las novelas: casi espera uno ver la blanca mano de una princesa que hace señas desde un balcon, ó bien unos ojos negros que lanzan miradas de fuego al traves de una celosía. El asilo de la hermosura existe aun allí como si lo hubiesen habitado ayer; mas ¿qué se han hecho las Zoraidas y Lindaraxas?

Al lado opuesto del patio de los Leones está la sala de los Abencerrages, llamada así en memoria de los valientes caballeros de aquella ilustre familia que fueron degollados en este sitio. No falta quien ponga en duda la verdad de esta historia en todos sus pormenores; pero nuestro humilde guia nos enseñó la portezuela por donde los hicieron entrar uno á uno, y la fuente de mármol blanco que existe en medio de la sala, en cuya taza cayeron sus cabezas; haciéndonos ademas observar en el pavimento ciertas manchas rogizas, las cuales nos dijo eran los rastros de su sangre, que jamas han podido borrarse; y persuadido de que le escuchábamos con fácil credulidad, añadió que algunas noches se percibia en el patio de los Leones un rumor sordo y confuso como el murmullo de una multitud, al que se unia de cuando en cuando un crujido semejante al estrépito de cadenas oido á cierta distancia. Es muy probable que estos ruidos provengan de las corrientes de agua que por diferentes cañerías pasan por bajo el piso para alimentar las fuentes; mas el hijo de la Alhambra los atribuía á las almas de los abencerrages degollados, que vagan durante la noche por el teatro de su suplicio, é imploran la venganza divina sobre su asesino.

Del patio de los Leones volvimos atras, y cruzando de nuevo el de la Alberca, llegamos á la torre de Comáres, que lleva el nombre del arquitecto que la construyó. Es fuerte, sólida, de atrevida elevacion, y domina todo el edificio y el lado mas escarpado de la colina, que baja rápidamente hasta la orilla del Darro. Por un cobertizo pasamos al salon inmenso que ocupa el interior de la torre, el cual era la sala de audiencia de los reyes de Granada, y se llama por esta razon la sala de los Embajadores. Todavía se descubren en él algunos vestigios de su antigua magnificencia: las paredes están adornadas de ricos arabescos de estuco; y en el techo, cimbrado de madera de cedro, que por la mucha elevacion apenas se distingue, brillan los hermosos dorados y ricas tintas del pincel árabe. Por tres lados del salon hay ventanas abiertas en el inmenso espesor de las paredes, y desde sus balcones, que dan á las frondosas márgenes del Darro, y á las calles y conventos del Albaicin, se descubre á lo lejos la vega.

Bien pudiera yo describir prolijamente otras piezas elegantes como son el Tocador de la reina, que es un mirador abierto en lo mas alto de una torre, adonde solia subir la sultana á respirar la brisa refrigerante de los montes, y gozar de la vista de aquel paraiso que rodea el palacio; el pequeño patio retirado ó jardin de Lindaraxa con su fuente de alabastro, sus rosales y sus bosquecillos de mirtos y limoneros; y en fin, las salas y grutas de los baños, en donde la claridad y el calor del dia quedan reducidos á una luz misteriosa y una temperatura suave; mas no quiero detenerme en dar una relacion circunstanciada de estos objetos, porque mi idea en este momento se limita á introducir al lector en una mansion, que si quiere podrá recorrer conmigo durante todo el curso de esta obra, hasta irse familiarizando con sus localidades.

Diferentes acueductos de construccion árabe conducen de las montañas el agua que circula en abundancia por todo el palacio, llena los baños y los estanques, salta en medio de los salones y murmura bajo los enlosados de mármol. Cuando ha pagado su tributo á la mansion de los reyes y visitado sus prados y jardines, desciende en riachuelos y fuentes innumerables por los lados de la alameda que conduce á la ciudad, y mantiene en perpetua primavera los bosquecillos que embellecen y dan sombra á la colina de la Alhambra.

Se necesita haber habitado en los climas ardientes del mediodía para conocer todo el precio de un retiro, en donde los vientos frescos y suaves de los montes se unen á la frondosa verdura de los valles.

Entre tanto que la parte baja de la ciudad desfallece abrasada por los rayos de un sol devorador, y mientras la hermosa vega se mira agostada por un ardor sofocante, las frescas brisas de Sierra-Nevada juguetean en las altas salas de la Alhambra, difundiendo por todo su recinto los suaves aromas de los jardines que la rodean. Todo convida allí á aquel reposo profundo que constituye el mayor recreo en los paises meridionales; los medio cerrados ojos distinguen por entre los sombríos balcones el risueño paisage, y se gozan en aquella vista deleitosa, hasta que halagados por el manso ruido de los árboles y el suave murmullo de las aguas, se quedan dulcemente dormidos.