XVII - La audiencia particular

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«Do yon find
Your patience so predominant in your nature
That yon can let this go?»

(Shakespeare: Macbeth)


El capitán Jorge se presentó en el Louvre a la hora indicada. Tan pronto como dijo su nombre, un ujier, levantando una mampara de tapicería, le introdujo en el gabinete del rey. El monarca, que estaba sentado junto a una mesa pequeña y en disposición de escribir, le hizo seña con la mano de que esperase, como si creyera perder al hablar el hilo de las ideas que le preocupaban entonces. El capitán, en una actitud respetuosa, permaneció de pie a seis pasos de la mesa y tuvo tiempo de pasear sus miradas sobre la cámara y observar al detalle su decorado.

Era muy sencillo, pues no consistía apenas sino en instrumentos de caza sin orden colgados de las paredes. Un buen cuadro representando a la Virgen, con un gran ramo de boj encima, estaba clavado entre un arcabuz y un cuerno de caza. La mesa sobre la cual escribía el monarca se hallaba cubierta de papeles y libros. Sobre el suelo, un rosario y un libro de Horas se mezclaban con filetes de caballos y campanillas de halcones. Un gran lebrel dormía en un cojín muy cerca de su amo.

De repente, el rey arrojó su pluma a tierra en un movimiento de furor y pronunció entre dientes un terrible juramento. Con la cabeza baja y paso irregular recorrió dos o tres veces lo largo de la estancia. Luego se detuvo repentinamente delante del capitán y le miró azorado, como si le advirtiera por primera vez.

— ¡Ah! ¡Sois vos! — dijo retrocediendo un paso.

El capitán se inclinó hasta la cadera.

— Me alegro tanto de veros... Tenemos que hablar... Pero...

Y se detuvo.

La boca entreabierta, el cuello alargado, el pie izquierdo adelantando al derecho en seis pulgadas, en la posición, en fin, con que supongo que un pintor trazara la imagen representativa de la atención, quedó Jorge esperando el fin de la frase comenzada. Pero el rey había dejado caer su cabeza sobre el pecho, y parecía preocupado por ideas muy distintas y a muchas leguas de distancia de la que estuvo a punto de expresar hacía un momento.

Hubo un silencio de algunos minutos. Se sentó el rey y se llevó la mano a la frente como una persona muy fatigada.

— ¡Diablo de rima! — exclamó golpeando el pie y haciendo retemblar las largas espuelas con que sus botas estaban armadas.

El gran lebrel se despertó sobresaltado y tomó el ruido por un llamamiento que se le dirigía; se levantó, se aproximó al sillón del rey y puso sus dos patas sobre las rodillas reales, y levantando su cabeza afilada, que sobrepujaba en mucho a la de Carlos, abrió una larga boca y bostezó sin la menor ceremonia, pues es dificilísimo que se adapte un perro a las costumbres delicadas de la corte.

El rey separó al can, que, suspirando, se volvió a dormir. Los ojos de Carlos encontraron por azar al capitán, y aquél dijo:

— Perdonadme, Jorge; es una...[1] rima que me hace sudar sangre.

— ¿Importuno acaso a vuestra majestad? — dijo el capitán, haciendo una gran reverencia.

— Nada, nada — contestó el rey.

Y levantándose, puso su mano sobre la espalda del capitán, con aire de gran familiaridad.

Sonreía al mismo tiempo; pero esta sonrisa era sólo de sus labios, pues sus ojos, distraídos, no tomaban en ella parte alguna.

— ¿Estáis aún fatigado de la última cacería? —preguntó el rey, evidentemente cohibido para entrar en materia—. El ciervo tardó mucho tiempo en ser dominado.

— Señor, sería indigno de mandar un escuadrón de caballería ligera de vuestra majestad si me hubiese fatigado por una carrera como la del último día. Durante las pasadas guerras, M. de Guisa, al verme siempre montado, me llamó de sobrenombre el albanés.

— Sí; me han dicho, en efecto, que eres un gran jinete... Pero, dime: ¿sabes tú tirar bien con el arcabuz?

— Señor, creo que sí. Mas, sin embargo, estoy muy lejos de poseer la destreza de vuestra majestad... Ésa no la tiene todo el mundo.

— Toma este largo arcabuz y cárgale con doce perdigones. ¡Que me condene si a sesenta pasos se encuentra uno solo fuera del pecho de la víctima que tú tomes por blanco!

— Sesenta pasos es una gran distancia; ¡pero a mí me gustaría poco que hiciese esa prueba conmigo un tirador como vuestra majestad!

— Y a doscientos pasos metes una bala en un cuerpo humano, si la bala es de calibre.

El rey puso el arcabuz en las manos del capitán.

— Parece tan bueno como rico — dijo Jorge, después de haberle examinado cuidadosamente y hacer jugar el gatillo.

— Veo que dominas el arma, mi bravo soldado. Ponla en juego para ver cómo la manejas.

El capitán obedeció.

— Un arcabuz es una cosa bonita —continuó Carlos, hablando con lentitud—. A cien pasos de distancia, y con un leve movimiento de dedo, se puede uno desembarazar de un enemigo, sin que le valgan ni corazas ni cotas de malla.

Carlos IX, como se ha dicho, fuera a causa de una costumbre infantil, o fuera por timidez natural, no miraba nunca al rostro de la persona a quien se dirigía. Esta vez, sin embargo, miró fijamente al capitán, y con una expresión extraordinaria. Jorge bajó los ojos involuntariamente, y el rey los apartó rápido. Hubo un nuevo instante de silencio, que Jorge fue el primero en romper.

— Aunque se tenga mucha destreza con las armas de fuego, considero más seguras la espada y la lanza.

— Sí; pero el arcabuz...

Carlos sonrió de modo extraño, y añadió después:

— Me han dicho, Jorge, que has sido gravemente ofendido por el almirante.

— Señor...

— Lo sé... estoy seguro... Pero me gustaría oírlo contar a ti mismo.

— Es verdad, señor. Fui a hablarle de una enojosa cuestión que era para mí de sumo interés.

— ¿El duelo de tu hermano? ¡Pardiez! Es un valiente muchacho, que ha merecido mi estimación. Comminges era un fatuo, y tenía bien ganado lo que le ha ocurrido. Pero, ¡por mi vida! ¿Cómo se las ha arreglado esa vieja barba gris para buscarte querella?

— Supongo que nuestras diferentes creencias, y mi conversión, que creía olvidada por los hugonotes.

— ¿Olvidada?

— Vuestra majestad ha dado el ejemplo de olvido en los disentimientos religiosos, y vuestra rara e imparcial justicia...

— Aprende, camarada, cómo el almirante no olvida nunca.

— Ya lo advierto, señor.

Y la fisonomía de Jorge se obscureció.

— Dime, Jorge, ¿qué piensas hacer?

— ¿Yo, señor?

— Sí; habla francamente.

— Señor, soy un pobre caballero, y el almirante, muy viejo para que yo pueda retarlo. Además, señor... —dijo inclinándose como si quisiera reparar con una frase cortesana la impresión que su atrevimiento hubiera producido en el rey—, ¡y el temor, para mí grande, de perder la consideración de vuestra majestad!...

— ¡Bah! — exclamó el rey, y apoyó su mano derecha sobre la espalda de Jorge.

— Felizmente —siguió el capitán—, mi honor no se halla entre las manos del almirante; y si alguno de mi calidad osara mostrar dudas sobre ello, entonces yo suplicaría a vuestra majestad me permitiese...

— ¿De modo que no te piensas vengar del almirante?... Sin embargo, su insolencia ha sido tremenda.

Jorge abrió los ojos asombrado.

— ¡Te ha ofendido! —continuó el rey—. ¡Sí! ¡Que el diablo me lleve! ¡Te ha ofendido gravemente, me lo han dicho!... Un caballero no es un lacayo, y hay cosas que no se pueden sufrir ni de un príncipe.

— ¿Cómo me puedo vengar de él? ¿Podría encontrar un medio de que nos batiéramos?

— Quizá... Pero...

El rey cogió el arcabuz y le puso en juego.

— ¿Me comprendes? — añadió.

El capitán retrocedió unos pasos. El gesto del monarca era bastante claro, y la expresión diabólica de su fisonomía le explicaba mucho.

— ¡Oh!, señor. ¿Vos me aconsejáis?

El rey golpeó fuertemente el suelo con el arcabuz y exclamó mirando al capitán con ojos furiosos:

— ¡Aconsejarte! ¡Ira de Dios! ¡Yo no te aconsejo nada!

El capitán no sabía qué responder, e hizo lo que tantas personas hubiesen hecho en su caso: inclinarse y bajar los ojos.

Carlos prosiguió con un tono más dulce:

— Quiero decir que si tú le dieras un buen arcabuzazo para vengar tu honor... a mí me sería igual. ¡Voto al demonio! Un caballero no posee un bien más preciado que su honor, y en defensa de éste es perdonable cuanto haga... Y estos Chatillons son fieros e insolentes como criados de verdugos. Ya sé que a esos pícaros les gustaría retorcerme el cuello y ocupar mi plaza... Cuando veo al almirante me entran deseos a veces de arrancarle los pelos de la barba.

A este torrente palabrero de un hombre que no era pródigo de ordinario en su conversación, el capitán no respondió nada.

— Pues bien, ¡por la sangre de Cristo!, ¿qué piensas hacer?... En tu lugar, yo le aguardaría al salir de su... sermón, y desde alguna ventana le lanzaría un buen arcabuzazo en los riñones. ¡Pardiez! Mi primo Guisa lo sabría agradecer, y tú habrías hecho mucho por la paz del reino... ¿Sabes que ese parpaillot es más rey de Francia que yo mismo?... Te digo lo que pienso... Es necesario que aprenda a no hacer desgarrones en el honor de un caballero. Un desgarrón en el honor se paga con un desgarrón en la piel.

— El honor de un caballero se estropea, en vez de componerse, con un asesinato.

Esta respuesta fue para el rey como la herida de un rayo. Inmóvil, con las manos extendidas hacia el capitán, agarraba todavía el arcabuz que acababa de ofrecerle como instrumento de su venganza. Su boca, medio abierta, empalideció, y su mirada feroz, fija en la de Jorge, lanzaba y recibía a la vez una horrible fascinación.

El arcabuz escapó al fin de las manos temblorosas del rey, e hizo retemblar el suelo en su caída; el capitán se lanzó en el acto a recogerlo, y el rey se sentó entonces en su sillón, bajando la cabeza con aire sombrío. Los movimientos precipitados de su boca y sus cejas eran anuncio de los combates que se libraban en el fondo de su corazón.

— Capitán —dijo, después de un largo silencio—. ¿Dónde está tu escuadrón de caballería ligera?

— En Meaux, señor.

— Irás a reunirte con él dentro de poco, y tú mismo le conducirás a París... Dentro de algunos días recibirás la orden. Adiós.

En su voz se notaba un acento duro y colérico. El capitán le hizo un profundo saludo, y Carlos, mostrándole con la mano la puerta del gabinete, le indicaba que la audiencia había concluido.

El capitán salía lentamente, haciendo las reverencias al uso, cuando el rey se levantó con impaciencia, le asió de un brazo y le dijo:

— ¡Por lo menos, punto en boca! ¡Ya me entiendes!

Jorge se inclinó y llevó su mano al pecho. Al abandonar la cámara le pareció escuchar al rey que llamaba al lebrel con voz dura, haciendo silbar su fusta de caza, como dispuesto a descargar su mal humor en el inocente animal.

De vuelta a su casa, Jorge escribió la carta siguiente, que hizo mandar al almirante:

«Uno que no os estima, pero que ama mucho su honor, os advierte que desconfiéis del duque de Guisa, o quizá de otra más alta persona. Vuestra vida está amenazada.»

Esta carta no produjo ningún efecto en el ánimo atrevido de Coligny. Es sabido que poco tiempo después, el 22 de agosto de 1572, fue herido de un arcabucazo por un facineroso llamado Maurevel, que recibió en aquella ocasión el sobrenombre de asesino al servicio del rey.



  1. Se deja al lector que supla el epíteto. Carlos IX pronunciaba con frecuencia juramentos muy enérgicos y rotundos, pero nada elegantes. (Nota del traductor)