XVIII - El catecúmeno

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«This pleasing to be school'd in a
strange tongue, by female lips and eyes».

(Lord Byron: Don Juan, canto II)


Cuando son discretos dos amantes, a veces transcurren hasta ocho días sin que el público se cerciore de ese amor. Pasado ese tiempo, la prudencia se suspende, las precauciones empiezan a parecer ridículas, y una mirada fácilmente sorprendida se interpreta con la misma facilidad, y ya todo está claro.

Así, los amores de la condesa de Turgis y de Mergy dejaron de ser muy pronto un secreto para la corte de Catalina. Una multitud de pruebas evidentes habría abierto los ojos hasta a los más ciegos... La señora de Turgis gustaba de las cintas lilas, y el tahalí de la espada de Mergy y su justillo y sus zapatos lucían adornos de ese color. La condesa había declarado en público su horror por la barba de mentón y su preferencia hacia los bigotes galantemente levantados; poco después, el mentón de Bernardo se presentaba afeitadísimo, y su bigote, desesperadamente rizado y peinado con toda clase de pomadas, presentaba unas guías enormes que por debajo de la nariz llegaban a cruzarse. Por si esto no fuera bastante, se llegó a decir que cualquier caballero que pasease una mañana por la calle de Assis habría visto abrir la puerta del jardín de la condesa y salir a un hombre, en el cual, a pesar de que iba cuidadosamente embozado en su capa hasta los ojos, reconocería con poco trabajo al caballero de Mergy.

Pero lo que parecía más terminante, y lo que realmente sorprendió a todo el mundo, era ver al joven hugonote, que antes odiaba implacablemente las ceremonias del culto católico, frecuentar ahora las iglesias con grande asiduidad, no faltar a ninguna procesión, y hasta mojar sus dedos en agua bendita, cosa que días antes hubiera considerado como un horrible sacrilegio. Los cortesanos se decían al oído que Diana acababa de ganar un alma para Dios, y muchos caballeros jóvenes de la religión reformada declararon que ellos acaso pensarían seriamente en convertirse, si en vez de capuchinos y franciscanos les predicaran los sermones jóvenes tan bonitas como la señora de Turgis.

Faltaba mucho, sin embargo, para que Bernardo se convirtiera. Es verdad que acompañaba a la condesa a la iglesia; pero era para colocarse al lado de su amada y no dejar de hablar mientras duraba la misa, con grande escándalo de los devotos. De este modo, no solamente no escuchaba el sacrificio, sino que impedía a los fieles que prestasen la atención conveniente. Iba a las procesiones porque en aquella época era algo tan divertido como en la actualidad una mascarada, y si no hacía escrúpulos de mojar sus dedos en agua bendita, era porque le daba derecho a estrechar delante de gente una blanca mano que temblaba al contacto con la suya. Pero si todavía conservaba su creencia, era a fuerza de terribles luchas, pues Diana argumentaba contra él con la ventaja de que escogía, para entablar sus disputas teológicas, los momentos en que Mergy no podía rehusarle ninguna cosa.

— ¡Querido Bernardo! —le decía ella una noche, apoyando su cabeza sobre la espalda de su amante, mientras que él enlazaba en su cuello las trenzas de los cabellos negros—. ¡Querido Bernardo! Has oído esta tarde un sermón conmigo, ¿y no han hecho ningún efecto en tu corazón palabras tan conmovedoras? ¿Vas a permanecer insensible toda tu vida?

— Pero, ángel mío, ¿cómo quieres que la voz gangosa de un capuchino pueda lograr lo que no han conseguido tu voz dulce y tus argumentos religiosos, acompañados de tus miradas amorosas?

— ¡Desgraciado! Quisiera estrangularte.

Y tirándole de una de las trenzas de su cabello, de las cuales le tenía asido, le atrajo más cerca de ella.

— ¿Sabes en qué paso el tiempo durante el sermón? En contar las perlas que tienes entre tus rizos.

— Estaba segura de que no escuchas el sermón. Siempre es la misma historia. ¡Ah! —añadió con un poco de tristeza—. Veo que no me amas como yo te amo; si no fuera así, hace tiempo que estarías convertido.

— Pero, Diana, ¿para qué esas eternas discusiones? Dejémoslas para los doctores de la Sorbona y sus ministros, y nosotros pasemos el tiempo de otra manera más amable.

— ¡Dejarlo!... Si te pudiera salvar, ¡qué feliz sería! Escucha, Bernardo: para salvarte, consentiría gustosa en doblar el número de años que debo estar en el purgatorio.

Mergy fue a tomarla en sus brazos sonriendo, pero ella le rechazó con una expresión de indecible tristeza.

— ¡Ay! No harás nada por mí; no te preocupa el peligro que corre mi alma mientras me entrego a ti...

Y varias lágrimas rodaron por sus mejillas.

— Pero, encanto, ¿no sabes que el amor excusa muchas cosas?

— Lo sé bien, y si yo pudiera salvar tu alma, todos mis pecados me serían perdonados, así como los que estamos cometiendo juntos y los que podamos cometer todavía... Todos, todos serían absueltos. ¿Qué digo? Nuestros mismos pecados habrían sido el instrumento de nuestra gracia.

Y al hablar de este modo le estrechaba en sus brazos con fuerza, y la vehemencia del entusiasmo que le animaba hacía tan cómica la situación, que Mergy tuvo necesidad de contenerse para no saludar con una gran carcajada esta extraña manera de predicar.

— Aguardemos un poco para la conversión, querida Diana, cuando los dos seamos algo viejos..., cuando los años nos impidan amarnos con tanto ardimiento.

— Me entristeces, desgraciado... ¿Por qué esa sonrisa diabólica en tus labios? ¿Crees que puedo desearlos ahora?

— Observa que yo no me sonrío.

— Vamos, ya estoy tranquila. Dime, querido Bernardo: ¿has leído el libro que te regalé?

— Sí, lo acabo de leer.

— ¿Y qué te parece? Expone razonamientos contundentes, y ante ellos los incrédulos tienen que taparse la boca.

— Tu libro, querida Diana, no es más que un tejido de mentiras y de impertinencias. Es lo más imbécil que ha salido hasta ahora de una imprenta papista. Apostaría a que no lo has leído, aunque me hablas de él con tanta seguridad.

— No, no lo he leído todavía —dijo Diana, enrojeciendo un poco—; pero estoy segura de que se halla lleno de razón y de verdad. Lo prueba el propio encarnizamiento de los hugonotes en despreciarlo.

— ¿Quieres que, por pasatiempo y con las Santas Escrituras en la mano, yo te demuestre...?

— ¡Oh! Guárdate bien, Bernardo. Yo no leo las Escrituras, como hacen los herejes. No quiero que debilites mi creencia. Además, perderías el tiempo. Vosotros, los hugonotes, estáis siempre armados de una ciencia que desespera. Cuando disputáis os gusta arrojárnosla a la cara, y los pobres católicos que no han leído ni a Aristóteles ni la Biblia no saben cómo contestar.

— ¡Ah! Pero es que vosotros, los católicos, creéis las cosas porque sí, sin tomaros la molestia de comprobar si son razonables o no. Nosotros, en cambio, estudiamos nuestra religión antes de defenderla, y, sobre todo, antes de quererla propagar.

— ¡Ah! ¡Quién tuviera la elocuencia del franciscano padre Giron!

— Es un imbécil y un charlatán. No sabe más que gritar. Hace seis años, en una conferencia pública, le revolcó nuestro pastor Houdart.

— ¡Mentiras! ¡Mentiras de los herejes!

— ¡Cómo! ¿No sabes tú que en el curso de la discusión se vio que al buen padre le caían gruesas gotas de sudor sobre un Crisóstomo que tenía en la mano? ¿Lo hacía acaso por gracia?

— No te quiero oír. No envenenes mis oídos con tus herejías. Bernardo, mi querido Bernardo, yo te conjuro a que no escuches esas doctrinas de Satanás, que te llevarán al infierno. Salva tu alma ingresando en nuestra Iglesia.

Y, como a pesar de sus instancias, leyese en los ojos de su amante la incredulidad, añadió:

— Si me amas, renuncia por mí a tus condenables ideas.

— Me sería más fácil, querida Diana, renunciar por ti a la vida que no a lo que mi razón ha comprobado una verdad. ¿Cómo quieres que tu amor me impida creer que dos y dos son cuatro?

— Cruel.

Mergy tenía un medio infalible para terminar las discusiones de esta especie, y se empleó:

— ¡Ay, querido Bernardo! —dijo la condesa con voz lánguida, cuando el nuevo día obligó a Mergy a retirarse—; me condenaré por ti, sin tener el consuelo de salvarte.

— No te preocupes, ángel mío. El padre Giron nos absolverá in articulo mortis.