XVI - La confesión

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«¡Ah! ¡Por favor, Alimené, cesad! ¡os lo suplico!, y hablemos seriamente».

(Molière: Amphitryon)


Dos días transcurrieron sin informes de la fingida española. Al tercero se enteraron de que la señora de Turgis había llegado la víspera a París, y que aquella misma jornada iba a hacer la corte a la reina madre. Los dos hermanos se dirigieron pronto al Louvre y la encontraron en una galería, charlando con otras damas. La presencia de Mergy no pareció causarla emoción alguna, pues ni el más leve carmín enrojeció sus mejillas, habitualmente pálidas. En cuanto se fijó en él, la condesa le hizo un gracioso gesto de cabeza, como a un amigo antiguo, y después de los primeros cumplimientos, le dijo:

— Ahora espero que vuestra obstinación, hugonote, se haya bamboleado un poco. Son necesarios los milagros para que os convirtáis.

— ¿Cómo?

— ¿Qué? ¿No habéis experimentado por vos mismo los efectos sorprendentes del poder de las reliquias?

Mergy sonrió con aire incrédulo.

— El recuerdo de la bella mano que me regaló esta cajita y el amor que ella me inspira doblaron mis energías y mi destreza.

Rió ella, amenazándole con el dedo.

— Estáis un poco impertinente. ¿Sabéis a quién dirigís ese lenguaje?

Mientras hablaba se quitó el guante para arreglar sus cabellos, y Mergy miró con fijeza su mano, y de la mano elevó la mirada a los ojos sagaces y malignos de la condesa. El aire de asombro del joven excitó en ella la risa.

— ¿Por qué os reís?

— Y vos ¿por qué me miráis con esa cara de asombro?

— Perdonadme; pero desde hace algunos días no me pasan más que cosas asombrosas.

— En verdad debe de ser curioso. Contadnos en seguida alguno de esos sucesos sorprendentes que os ocurren a cada momento.

— No puedo hablar ahora, y menos en este lugar. Además, no se me ha olvidado cierta divisa española que me enseñaron hace tres días.

— ¿Qué divisa?

— Esta sola palabra: callad.

— ¿Y qué quiere decir?

— ¿Qué? ¿No sabéis el español? — preguntó observándola con la mayor atención.

Pero ella soportó el examen sin dejar aparentar que comprendiera el sentido oculto de la pregunta; y pronto la mirada del joven, que había estado fija en la suya, se bajó rápida, forzada a reconocer la potencia superior de unos ojos que había osado desafiar.

— En mi infancia —respondió la condesa en el tono de la más perfecta indiferencia— aprendí algunas palabras de español; pero pronto se me olvidaron. De modo que habladme en francés, si queréis que os comprenda. Veamos: ¿qué significa esa divisa?

— Aconseja la discreción.

— ¡Ah! Me place. Nuestra juventud cortesana debería de adoptarla, o, sobre todo, justificarla con su conducta... Os habéis hecho un sabio, caballero de Mergy. ¿Quién os ha enseñado el español? Apostaría a que era una dama.

Mergy la miró con aire cariñoso y sonrió.

— No sé más que algunas palabras en español —dijo en voz baja—. Es el amor quien las ha grabado en mi memoria.

— ¡El amor! — repitió la condesa con aire burlón.

Como hablara muy alto, varias damas volvieron la cabeza al oír esta palabra, como para preguntar de qué se hablaba. Mergy, un poco molesto por la burla, y descontento de verse tratado de esa suerte, sacó de su bolsillo la carta que le había entregado la vieja y se la presentó a la condesa.

— No dudo —dijo— que seáis tan sabia como yo y comprenderéis sin dificultad esas palabras en español.

Diana de Turgis tomó la carta, la leyó o aparentó leerla, y riendo con todas sus fuerzas, se la entregó a la dama que se encontraba más cerca de ella.

— Tened, señora de Chateauvieux; leed ese cariñoso billete que el señor de Mergy ha recibido de su amada, que me quiero enterar de lo que dice. Lo bonito del caso es que yo conozco la mano que lo ha escrito.

— No lo he dudado un momento — dijo Mergy algo secamente y en voz muy baja.

La señora de Chateauvieux leyó el billete, se echó a reír y lo entregó a un caballero; éste, a su vez, lo pasó a otras manos, y a los pocos momentos no hubo nadie en la galería que ignorase el buen trato que había recibido Bernardo por parte de una dama española.

Cuando disminuyeron las carcajadas, preguntó la condesa a Mergy en tono burlón si era bonita la mujer que le escribió el billete.

— Por mi honor, os digo, señora, que no la he encontrado menos bonita que vos.

— ¡Oh! ¿Qué decís? ¡Jesús! No debéis de haberla visto más que de noche; yo la conozco muy bien, y os aseguro que se os puede felicitar por vuestra buena fortuna.

Y estalló en una gran risa.

— ¡Querida! —dijo la Chateauvieux—. Decidnos el nombre de esa dama española que ha tenido la dicha de adueñarse del corazón de Mergy.

— Antes de nombrarla, os ruego, delante de estas damas, que nos digáis, caballero de Mergy, si habéis visto a vuestra amada durante el día.

Bernardo se hallaba verdaderamente molesto, y su inquietud y su mal humor se pintaban de un modo muy cómico en su fisonomía.

— Sin más misterios: ese billete está escrito por la señora María Rodríguez. Conozco su letra como la de mi padre.

— ¡María Rodríguez! — exclamaron todas las damas, estallando en risas.

María Rodríguez era una mujer de más de cincuenta años. Había sido dueña en Madrid. No se sabe cómo llegó a Francia ni por qué motivos la tomó a su servicio Margarita de Valois... Quizá desease tener en su casa aquella especie de monstruo para hacer resaltar más por la comparación su hermosura, ya que estaba de moda en aquella época que los pintores trazaran en una misma tela el retrato de una belleza y la caricatura de su enano. Cuando la Rodríguez hizo su presentación en el Louvre, divirtió extraordinariamente a las damas de la corte por su aire estirado y sus vestidos a la antigua.

Mergy tiritaba. También había visto a la dueña, y recordaba con horror que la dama del antifaz decía llamarse doña María; sus recuerdos se hicieron confusos. Estaba completamente aturdido, y su azoramiento hacía aumentar las carcajadas.

— Es una dama muy discreta —dijo la condesa de Turgis—, y no podríais encontrar mejor cosa. Tiene un elegante aspecto cuando se pone sus dientes postizos y su peluca negra... Además, no tendrá, ciertamente, arriba de sesenta años.

— Esa mujer os traerá buena suerte — exclamó la de Chateauvieux.

— ¿Os gustan las antigüedades? — preguntó otra dama.

— ¡Qué lástima! —dijo muy quedo una camarista de la reina—. ¡Qué lástima que los hombres tengan caprichos tan ridículos!

Mergy se defendió lo mejor que pudo. Las frases irónicas llovían sobre él, y estaba haciendo una triste figura, cuando el rey apareció de repente al final de la galería, y su presencia hizo que cesaran al instante las risas y burlerías. Cada uno se apresuró a ceder paso al monarca, y el silencio sucedió al tumulto.

El rey acompañaba al almirante, con el cual había conversado largo rato en su gabinete. Apoyaba familiarmente la mano sobre la espalda de Coligny, cuya barba gris y sus vestidos negros contrastaban con el aire juvenil de Carlos y sus ropas de brillantes bordados. Al verlos se diría que aquel rey joven, con un discernimiento muy raro en el trono, había sabido elegir por favorito al más virtuoso y sabio de sus súbditos.

Mientras atravesaban la galería y todas las miradas estaban fijas en ellos, Mergy escuchó a su oído la voz de la condesa, que murmuraba muy quedo:

— ¡Sin guardarme rencor! Tened, y no mirad hasta que no estéis fuera.

Al mismo tiempo cayó cierta cosa en el sombrero que tenía en la mano. Era un papel con un sello y envuelto en algo duro. La guardó en el bolsillo, y un cuarto de hora después, en cuanto estuvo fuera del Louvre, lo abrió y encontró una pequeña llave y estas palabras escritas:

«Esta llave abre la puerta de mi jardín... Id hoy por la noche, a las diez... Os amo... Me ofreceré a vos sin antifaz alguno, y veréis al fin a doña María, que es vuestra. — Diana.»

El rey acompañó al almirante hasta el final de la galería.

— Adiós, mi señor —le dijo, estrechándole las manos—; ya sabéis cuánto os amo y respeto, y no ignoro que sois para mí el cuerpo y el alma.

Y acompañó esta frase de una carcajada. Después, al volver a su gabinete, se detuvo delante del capitán Jorge.

— Mañana, después de la misa —dijo—, vendréis a hablar conmigo en mi cámara.

Dio media vuelta, y luego de mirar con inquietud hacia la puerta por donde Coligny acababa de marchar, abandonó la galería para encerrarse con el mariscal de Retz.