Cosas de España: 2
Fragmento II.
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Con este Gobierno Cárlos
Rige su reino y su casa.
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Matilla se lo aconseja;
Aunque otros claro le hablan,
No estima el ruego de buenos,
Más quiere salto de mata.
Antes de entrar en el consejo del Arzobispo de Toledo, y más á fondo en esta curiosa relación, parece preciso, mas que sea doloroso, abrir un paréntesis y decir algo de lo que era por aquel tiempo la Corte del Rey D. Cárlos II.
Desde que el Conde de Oropesa, D. Manuel Joaquin Alvarez de Toledo, salió por primera vez para la Puebla de Montalban, nada ponia freno á la voluntad de la Reina consorte , D.ª Mariana de Noeburg, mujer soberbia y codiciosa, según la pinta la Historia, sin amor al Rey, con quien á luego de casada tuvo escenas terribles, y apellidada del vulgo Dalila, aunque nunca pudo decirse del pobre Carlos que con él estuviera el espíritu de Dios. En vano el Duque de Montalto quiso adelantarse en la gracia del Rey; siempre vencían las lágrimas ó la astucia de D.ª Mariana; y mas que Montalto hizo alianza con el Condestable y el Almirante de Castilla, antes Conde de Melgar, aquella logró dividirlos y atraerse al último, D. Juan Tomas Enriquez de Cabrera, hombre muy distinto de su buen padre, cobarde y cortesano hasta la bajeza, que, sin más cargo que el de Consejero de Estado, llegó á hacerse dueño del gobierno de todo el reino. Hizose esto bien patente, y citamos el caso por ser gráfico con motivo de su matrimonio con D.ª Ana Catalina de la Cerda, rica viuda de D. Pedro de Aragón y hermana de la Marquesa de Priego; pues oponiéndose á este enlace D. Alonso de Aguilar, que tenia gran autoridad con las dos hermanas, le ganó Enriquez elevándole á la púrpura con el nombre de Cardenal Córdoba, que era el más ilustre de su casa.
Aunque de cuerpo flaco y enfermo, y desde hacía algunos años atacado cada tercero ó cuarto dia de movimientos que los médicos llamaban entónces convulsivos, y ahora llamarían nerviosos, Carlos II tenía talento claro para conocer tantos males y corazón sano para que no deseara remediarlos; pero su alma era débil, y como débil supersticiosa, y para salvarla de las penas eternas la entregó á fray Pedro de Matilla, que no era docto ni piadoso, al revés de otros, y como dicen las crónicas de la época, «se calentaba al fuego que consumía la Monarquía.» Traído de Salamanca al confesonario y al Consejo de la Inquisición por el Conde de Oropesa, á quien luego fué ingrato, aliándose con D.ª Mariana, Matilla gobernaba el reino: á él se arrimaba Adanero, que le debió ser Conde y Presidente: á él el mismo Almirante, que sacaba por su medio beneficios y mitras, y hasta el capelo, como se vio en el caso de D. Alonso de Aguilar; y la Berlips y su camarilla se echaban á sus plantas.
Todo era corrupción y miseria, y en la Corte, los que no adulaban á Matilla, como Clavijo y Celada y Melgar, y todos los del partido del Embajador austríaco, sólo pensaban en venderse al enviado de Francia, al espléndido Harcourt; y asi ninguno dejaba de comerciar con la sangre española, tan generosamente vertida durante dos siglos por aquella dinastía que agonizaba en el lecho del sin ventura Carlos. Las banderas de España, antes las primeras, iban ahora las últimas: nuestros capitanes de Flándes tenían que romper su espada para no deshonrarla: y á tanto llegó la desdicha, que un siglo antes que á Polonia, la diplomacia repartió por tres veces los girones de España, ¡sin que al recibirse la noticia en Madrid se conmoviera el pecho de aquellos Grandes, convertidos en familiares y alguaciles del Santo Oficio!
La cámara de Portocarrero comunicaba con una galería y ésta con una escalera secreta que, en aquella noche memorable antes dicha, se abrió para los cuatro personajes avisados de orden de su Eminencia por el Canónigo Urraca.
Entró el primero D. Juan Domingo de Haro, Conde de Monterrey, de Ayala y Fuentes. Monterrey era como todos, ó casi todos los de su clase y tiempo, y aun peor que muchos, porque tenía más ambición, y si recientemente había rechazado el gobierno militar y civil de Aragón y Cataluña, no fué sino porque ansiaba el de todo el reino; avanzado ya en años, andaba achacoso; pero había sido Capitán de valor, aunque con escasa fortuna en Flándes, y desdichadísima en el Principado; por espacio de algún tiempo mantuvo inteligencias en la Corte con el partido austríaco, hasta que la venalidad de la Berlips y las veleidades de la Reina, y en fin, la partida para Viena del viejo Conde de Harrach, le obligaron á cambiar de rumbo, sin arriesgarse del todo, navegando siempre entre dos aguas, lo que hacía decir á las Córtes: Monterrey vive al uso.
Tras de Monterrey entró el Marques de Leganés, D. Diego Mexía Felipe de Guzman; bien parecido, agradable, franco y liberal, no bastándole sus rentas á lo magnífico de su mesa y rumboso de su equipaje; Leganés estaba mejor quisto en el vulgo, que conservaba buena memoria de su padre, y estimaba las prendas del hijo, que en el Milanos y Cataluña, y antes en Oran, se distinguió como soldado; odiaba al Almirante con toda su alma, y esto bastaba para que se alejase de la Noeburg. En cuanto á D. Francisco de Ronquillo, habia tenido plaza en el Consejo de Hacienda, y luego el Corregimiento de Madrid; mas por despecho de perderle ó temor de Oropesa, vuelto aquellos dias de su destierro, y ahora apoyado por la Reina, buscaba la alianza del Cardenal; por manera, que el de Leganés y Ronquillo venían al Campo francés, uno por odio á Cabrera, y otro á Oropesa; ninguno por el ínteres público.
Ronquillo entró como los otros, callada y secretamente, en la cámara de Portocarrero, y de allí á poco llegó Urraca con D. Sebastian de Cottes, que quería ser mucho, y no era más que un Licenciado astuto y de consejo.
Lo que en aquella junta dijeron y acordaron estos cortesanos y repúblícos, lo ha conservado la historia para su afrenta.