Cosas de España: 1
COSAS DE ESPAÑA
editarAPUNTES PARA UNA HISTORIA NACIONAL.
Fragmento primero.
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No es Cisneros ni Albornoz,
Y por eso come y calla;
Urraca lo quiere así,
Y hace lo que quiere Urraca.
En el dia del Ángel del año de gracia de mil seiscientos y noventa y ocho, y al toque del Ave-Maria, entraba en su palacio de Madrid, de vuelta del Real Alcázar, el Eminentísimo señor Don Luis Manuel Fernandez y Portocarrero, Arzobispo de Toledo y Cardenal del título de Santa Sabina. Entre confuso y satisfecho, con lento paso, ganó nuestro Arzobispo la escalera que á su cámara llevaba, y en la cual salió á recibirle D. Juan Antonio de Urraca.
Era este Urraca Canónigo de la propia Toledo y primer Ministro ó secretario de su Eminencia, hombre rústico, pero fino en política y astuto, aunque á veces le ponia como imbécil su falta de templanza en la mesa. Era, por el contrario, Portocarrero (y en esto me aparto de sabios cronistas), hombre que no sobrepujaba á una cierta mediocridad aunque de apariencias cortesanas, que ayudaron su buena fortuna: no se supo que en el dilatado curso de su vida hubiese abierto otros libros que el Breviario para rezar, el Misal cuando celebraba, y unas obritas en romance en que tenia las oraciones para prepararse, con la explicación de los misterios de la misa, juntándose á esta desidia (añaden las Memorias del tiempo), un torpe comprender con no saberse expresar: le daban piadosísimas entrañas sus amigos, que eran muchos, habiendo tenido la habilidad de llenar su cabildo de literatos y nobles de las mejores casas de España; cierto que su condición liberal con los pobres, ella sola se alababa, contándose ya por entonces más de tres mil que vivían á sus espensas, con lo cual pensaba el viejo Cardenal rescatar sus galanterías y aficiones de mozo. A pesar de que frisaba Portocarrero en los setenta años, aún resplandecían algunas gracias en su persona, porque era bien hecho de cuerpo, y tenía cierto aire de autoridad que, como aire, se disipaba al punto con la sola presencia de Urraca.
— Grandes nuevas te traigo, —dijo el Cardenal así que vio al Canónigo.
Inclinóse Urraca, dejó asomar á sus labios una sonrisa, sino fingida, obligada: la sonrisa de la servidumbre.
— Sabe, pues, —añadió el Cardenal,— que nuestro Soberano (Dios le guarde) ha tenido un accidente que ha pasado de amago.
Y Portocarrero empezó á frotarse las manos, loco del gozo y del contento, que era tal, que no volvía de su sorpresa el astuto Canónigo. Este hizo un gesto que quería decir: si vuestra Eminencia no se explica, yo no veo luz.
Por fin, Portocarrero mandó sentar á Urraca, y le confió cuanto acababa de ocurrirle con el Rey aquella misma noche, en que, desfallecido y postrado su Majestad por la violencia del mal que de antiguo le aquejaba, había llamado al Arzobispo para desahogarse con él de sus recónditas aflicciones y escrúpulos con que tenía enredada su conciencia, gravada enteramente con el mal cobro que daba al reino. Dijo esto Portocarrero precipitando las palabras, como solía, para disfrazar su cortedad, y escuchóle Urraca con suma atención.
— ¿Y vuestra Eminencia? —preguntó, acabado el discurso de su señor.— ¿Qué dijo al Rey vuestra Eminencia?
— Díjele, —contestó el Cardenal con los párpados fruncidos y como agobiado bajo el peso de sus recuerdos,— que Dios no le abandonaría en aquel trance; que anda cerca de la enmienda quien llega á conocer su culpa, y es esta señal las más veces de aquella gracia eficaz que ha de librarle á él de sus enemigos interiores, y al pueblo del cautiverio de Egipto.
— Vuestra Eminencia habló como un sabio dominicano; pero ¿qué más dijo? — ¿Qué decir? —exclamó Portocarrero, abriendo con asombro los ojos.— No dije más.
Suspenso quedó el Canónigo y en actitud reflexiva, como si midiese toda la importancia que aquel suceso tenia para el Cardenal-Arzobispo y para sí mismo.
— Vuestra Eminencia, —dijo al fin,— volver há sobre esto con el Rey; y ya que su Majestad puso en manos de vuestra Eminencia tan admirable ocasión para sacar á este pueblo de lo que llama su cautiverio, no la desprecie, por Dios, y no haga en esta coyuntura lo que con los caballeros de Malta cuando le ofrecieron el obispado de Granada. Mire, señor, —añadió con voz más apagada Urraca,— que el pueblo espera y el francés apremia.
Doblóse otra vez á su alegría el bueno de Portocarrero al oir estas razones del Canónigo; y éste, de quien no podia decirse, como del padre Matilla, que estimaba más hacer Obispos que serlo, y que ya se veia obispando, siguió con exaltación, y aqui copio las palabras mismas de la crónica en que se narra esta verídica historia:
— «Vuestra Eminencia, á quien sin duda su Divina Majestad reserva altos destinos, tiene hoy en su mano, no sólo los de España, sino los de Europa, pendientes de la acción de vuestra Eminencia, que puede ser tan heroica, que dejará materia á los anales para su página más gloriosa.» (Y el Canónigo, al decir esto, tomó un tono y una sombra de veneración, que encantó á Portocarrero.) — No dude vuestra Eminencia, acuda á sus amigos, y déles parte del suceso; que el buen concierto sea garantía del éxito.
—Llamaré, si te parece, á Leganés y á Monterrey,— dijo el Cardenal.
— Y á Ronquillo, que es persona popular en Madrid, y á Sebastian Cottes, mi amigo, que bien sabe vuestra Eminencia es hombre de consejo. En servicio y nombre de vuestra Eminencia voy á poner los avisos para dentro de dos horas: antes de las once de esta noche estarán los cuatro en esta cámara.
Y Urraca salió de ella, y bajó la escalera del palacio, llena de pajes, diciendo: — Yo mismo avisaré al Licenciado. ¡La ocasión es calva!