Cosas de España: 3

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España


Fragmento III.

Viven con el desorden
Tan bien hallados.
Que quererles dar vida,
Será matarlos.


Cambiáronse las fórmulas de obligada cortesía entre Portocarrero y sus huéspedes, y al punto tomó la palabra el Canónigo, que era como si la tomara el propio Cardenal. Empezó Urraca abriendo el arcano que allí los tenia á todos reunidos, y dándoles parte de lo ocurrido aquel día entre el Arzobispo y S. M. el Rey, extendióse en largas consideraciones sobre la grandeza de aquel suceso, que ensalzaría el nombre de todos, y más el ilustre de la casa de Galma, de que venía su amo; amenizó el discurso con citas de griegos y latinos acerca del amor de la patria y de la inmortalidad en la historia, verba et voces; y como tenia algo de coplero, concluyó diciendo con aire zumbón: «Dios nos asista, señores, y nos mejore, y no puedan decir mañana los chulos: Si un mal Gobierno se acaba, viene otro peor Gobierno.»

Frunció las cejas el de Monterrey al oir esta que le pareció villana insolencia, y habiendo estado un instante suspenso, se volvió al Marques de Leganés, quien sonriéndose le dijo:

— Bueno, Conde: ¿quiere vuecelencia que yo rompa la valla como si fuera algún escuadrón? Antes sírvase de decir lo que le parece, que esa será lo que debamos seguir.

Hubo otro momento de silencio.

— Yo, —dijo al cabo Monterrey,— alabo ante todo el santo y vigoroso celo de su Eminencia, —y aquí se volvió á Portocarrero,— por el bien público, ¿eh?.... el cual le mueve á sacrificarse y entrar en una senda tan sembrada de espinas y arriesgadas dificultades, ¿eh?

Monterrey se interrumpía á cada palabra con un ¿qué? ó un ¿eh? que eran sus frecuentes estribillos. El lector puede encajarlos á voluntad en su parlamento.

— La prenda que su Eminencia tiene del Rey, no me parece bastante, —continuó el Conde.— Cualquiera novedad que se intente no podrá dejar de ser enojosa á la Reina, y ha de saberla al punto, porque el Rey (Dios le guarde), al menor ahogo lo cuenta todo. —Contóle á Matilla la burla de Oropesa, de que sólo á él dejaría la presidencia; contóle á Oropesa cuanto le decía la Reina, y á ésta cuanto le decía. Oropesa, y no tengo que recordaros que por estas hablillas cayó D, Manuel de Lira de la Secretaría de Estado y del Despacho universal de esta vasta Monarquía. Con que no caiga vuestra Eminencia del mismo modo, y de esto se siga no remediarse nada, y quede vuestra Eminencia expuesto á que le retiren á Toledo.

— A mí me parece, —dijo con vehemencia Leganés, interrumpiendo en este punto al Conde,— que no puede ser mayor la prenda que la de conocer el Rey sus yerros, atribuyendo á ellos su misma dolencia. El que su Majestad se descuide en el secreto, no debe acobardarnos; es achaque de Príncipes, y sólo se ha experimentado en cuentos y cosas de chiste: así, yo opino que no desespere vuestra Eminencia, y mañana mismo pondere á su Majestad los daños que se le siguen y á esta Monarquía de tener á su lado al Almirante, y consiga decreto que le destierro á Rio-Seco, con expresión de no volver á la Corte ni salir de aquel lugar hasta nueva orden. El Rey entrará bien en este medio, porque le aborrece, y con su ausencia se descubrirán y ejecutarán otras cosas. Y en fin, señores, —y aqui Leganés dio con el puño en la mesa, que era de taracea,— si se resiste el valido, que vayan dos Alcaldes de Corte y le llevan al castillo de Pamplona, y si no, yo iré allá con más de doscientos reformados que tengo á mi devoción, hombres de garbo y Oficiales de valor probado, que harán correr á la escolta del Admirante, que es, como suya, compuesta de gallinas, poetas y bufones. Y no digo más.

— Y ha dicho bien vuecelencia, —exclamó Ronquillo:— eso debe hacerse, y aún no basta; es menester más: y luego que se saque al Almirante, se ha de dar tras la Reina hasta meterla en las Huelgas de Búrgos.

— Tened, Sr. D. Francisco, —interrumpió Monterrey alterado con lo que oia;— su Eminencia nos ha llamado para discurrir resoluciones practicables, y no cosas imposibles y descabelladas. Ya la empresa de remover al Almirante me parece ardua, porque el empeño se roza con cosas delicadas, de que no es bien decir aqui ni son para dichas, y que podrían dar con el Rey en la sepultura; y entonces se vieran los chapiteles debajo de los cimientos. Con que, Sr. D. Francisco, ya veis que estas materias, aunque todos las tratan, no son para todos.— Y esto diciendo, Monterrey se dejó llevar de la ira, y levantándose de la silla dio dos pasos hacia Ronquillo.

— Mire vuecelencia lo que hace,— dijo Ronquillo, levantándose también pálido y descompuesto.

— Siéntese, por Dios; siéntese, por vida mia, —dijo Portocarrero, metiéndose por medio y empujando suavemente á Ronquillo;— y oigamos, si os place, á D. Sebastian Cottes.

Tranquilizóse Ronquillo, apaciguóse Monterrey, se recobraron todos, y Urraca lanzó una mirada rápida al Licenciado. Este, que habia permanecido impasible, se sonrió, y haciendo una reverencia al Cardenal y á los demás, dijo:

El Sr. Conde de Monterrey ha ponderado muy bien el peligroso natural del Rey (Dios le guarde), á que yo añado la opresión en que se halla para que pueda inclinarse á nada que le sirva de alivio y á todos sus vasallos de consuelo. Mucho remediaría lo que el Sr. Marques de Leganés propone de apartar al Almirante, y bien creo que su Eminencia consiguiera con facilidad el decreto; pero lo mismo será intimarle, que saberlo la Reina, y déle vuestra Eminencia por carcelado, y en esto no ponga nadie la menor duda. Lo que D. Francisco ha discurrido de la Reina es tan admirable, que era echar desde luego la segur al tronco, y asegurarse de que brotara jamas ningún malicioso renuevo; pero ¿quién echará sobre sus hombros la gran máquina de desastres que produciría esta empresa si se malograse? ¿Y quién nos asegura que será lo mismo intentarla que conseguirla? A mi me parece que seria lo mejor, si se hallase la piedra filosofal, con la cual pudiéramos conseguir que el Rey mismo ejecutase todo lo que deseamos, y se curase á si propio, y que, del modo que sucede en el artificio del reloj, se viese la mano que señala la hora, pero se ignorase el impulso que la movia; y aunque ya oigo decir é? todos ser esto menos practicable que lo discurrido, no por eso desmayo.

Aquí Cottes tosió, miró al concurso con despejo, y solapadamente al Canónigo.

— ¿De qué se trata, señores? —preguntó, volviendo á tomar el hilo de su discurso.— De un punto de conciencia, que en esto es en lo que más se ha explayado el Rey, y el remedio que se aplique se ha de dirigir por este camino. Todos sabemos, y quien no lo sabe lo sospecha, que la raíz de nuestros males está en Matilla, confesor del Rey (Dios le guarde), sacrilego tirano de la Real conciencia de esta Monarquía, que consiente y fomenta su perdición, ocultando la verdad y aprobando por bueno lo más perverso. El es quien mantiene este enjambre de sabandijas (mejor le llamara enjambre de demonios) con que el Rey se halla oprimido, y él conserva al Almirante; y esto no lo ignora vuestra Eminencia, pues cuando la Reina estuvo tan desabrida con el cuento de los lacayos y beberías de D.ª Ana Catalina, ella le dijo al Rey que era menester cercenarle las alas; á lo que respondió su Majestad: «¿Cuándo se las he dado? Mejor fuera cortárselas.» Y ¿en qué paró esta borrasca? En acudir el Almirante á Matilla, y hacerse éste iris de la tempestad, desvaneciéndola al impulso de su persuasión y al contacto de su celebrada rosa de diamantes. Por dicha, parece que el Rey ha llegado á mirarle mal: ayer mismo, estando su Majestad hablando con Benavente y Quintana, y habiéndole dicho Matilla los buenos dias, y cómo había pasado la noche, le dijo el Rey: «como la pasada, y dejadme;» asi me lo contó el mismo Benavente; con que me parece, señor, que la materia está sazonada, y puede cambiarse el confesonario, y con el confesonario el Gobierno. ¡Y qué gloria entonces para vuestra Eminencia! Vuestra Eminencia le pondere al Rey mañana cuánto le conviene cambiar de confesor, que dilatada es la religión de Santo Domingo, y bien habrá en qué escoger; pero cuenta no se yerre la elección. Búsquese un hombre que esté desimaginado de esta fortuna, para que la reconozca de vuestra Eminencia y pueda influirle las más cristianas máximas, y él las vaya dando á beber al Rey poco á poco, como preceptos saludables para el mejor cobro de su alma, con que insensiblemente será mucho lo que se remedie, y siempre queda el mineral en pié. Pero primero se ha de ver el elegido en el cuarto de su Majestad tomar posesión de su Real conciencia; porque lo ya hecho, con dificultad se destruye, y lo ideado, con facilidad se desvanece. —Aquí calló Cottes.

— ¡Admirable! —dijo Leganés.

— ¡Asombroso! —dijo Ronquillo.

— ¡Maravilloso! —dijo Urraca; —y Portocarrero repitió:— ¡Maravilloso!

— Pero, señores, —dijo Cottes, inclinándose con falsa modestia,— recomiendo el secreto; porque en llegando á saberse, todo se malogra: el disimulo abona la ganancia, y en lo público vuestra Eminencia se ha de mostrar, con el que fuere, con aquella regular entereza propia de su autoridad; pero sin afectación, que en todos los extremos hay peligro. Y ahora, —añadió el taimado,— siendo la principal circunstancia que no se yerre la elección, ¿qué le parece á su Excelencia el Sr. Conde? ¿De qué sujeto podria echarse mano?

— No conozco persona, —dijo Monterrey con desabrimiento,— en quien concurran suficientes prendas para encargarle semejante asunto: asi, yo remito la elección al cuidadoso celo de su Eminencia, que es á quien más importa.

— Yo, —dijo Leganés,— no conozco ni entiendo de frailes, sino de soldados: su Eminencia le buscará, y que lleve el diablo á Matilla y al Almirante.

—Pues, yo, —dijo Ronquillo,— propongo á vuestra Eminencia al reverendísimo padre fray Francisco Posadas, varón verdaderamente apostólico. Pareció bien á todos, aun al mismo Conde, la indicación de Ronquillo; pero se desechó por considerar había mucho riesgo en la dilación y residir Posadas en Córdoba, y principalmente por tenerse como cierto que su virtud no le permitirla ir á la Corte.

— Con que, —dijo Cottes, cambiando una mirada con Urraca,— lo mejor es que resuelva vuestra Eminencia.

Y sin más, se despidieron todos, y salieron de la Cámara del Cardenal.

Era media noche.


···············


A los dos dias de este Consejo, ó mejor, conspiración, entró el maestro Froilan Diaz en la Corte, por la tarde, á tiempo que el Rey estaba desde su cama oyendo los violines y los violones que en la pieza inmediata á su Real Cámara tocaban los músicos para divertirle.

Matilla, que en el hueco de una ventana estaba hablando con el Doctor Parra, médico de su Majestad, al ver atravesar la pieza al Sumiller de Corps, Conde de Benavente, con el Catedrático de prima de Alcalá, comprendió que estaba caido, y dijo á Parra: — Adiós, amigo, que esto empieza por donde había de acabar.

Callaron al punto los violines y los violones, confesó Froilan al Rey, y salió de la Cámara, después de media hora, acompañado y cortejado de los áulicos hasta la puerta misma del convento de Santo Domingo, y en el patio se encontró á D. Francisco Ronquillo que le aguardaba para cumplimentarle en su nombre y en el de su hermano D. Antonio. Todos procuraron congraciarse con el poder naciente; todos festejaron al afortunado Froilan; en Palacio no habia nadie que no lo creyera repartiendo cargos á unos, destierros á otros, y no faltó quien falsamente, ó mal informado, asegurase ser muchos los decretos que habia en la covachuela.

La verdad es que el cambio aún fué más trascendental, que con él se dio el golpe de muerte á la Reina y á su partido, y él decidió por siglos de los destinos de España. El partido francés triunfaba con Froilan, y entre tanto, en una celda del convento del Rosario, de pena ó de despecho, moria Pedro Matilla, que fué hasta allí, como se dijo en su epitafio, el eje y móvil primero de la Monarquía.

Esto no es novela: esto es historia: Cosas de España, como dice su epígrafe.


Zacarías J. Casaval.