Conversión de un incrédulo

El Museo Universal (1869)
Conversión de un incrédulo
de C. Brunet
CONVERSIÓN DE UN INCRÉDULO.

¡Destino singular de la humana naturaleza! Condenada á lucha perpetua entre los dos elementos constituvos de su ser, espíritu y materia,—y prescindimos aquí de la moderna escuela Hannemaniana Vitalista— apenas logra armonizarlos, para darse razón analítica de algún fenómeno cuyo descubrimiento es un triunfo.

Sea dicho con perdón de la psicología y de la fisiología, yo no había prestado jamás grande atención, ni concedido crédito alguno á la poderosa influencia que sobre el hombre ejerce el fluido magnético, en lo que se refiere á los extraordinarios fenómenos de su aplicación al sonambulismo.

¿Quién habrá exento del pecado de incredulidad en este punto? Y sin embargo de que la razón se resiste á aceptar como verdades los fenómenos de esa ciencia, nuestra propensión á lo maravilloso arrastra y seduce á los mas incrédulos á experimentar ó presenciar al menos experimentos magnéticos, que fomentan la duda en unos, si no convierten á otros en fanáticos partidaríos del magnetismo.

Hasta hace algunos años, muy pocos, había yo permanecido completamente libre de esa preocupación fascinadora, que tal la calificaba; y aunque conocía las respetables opiniones de hombres tan eminentes como Deleuce, Wurtz, Puysegur, Tardy, Charpignon, Mesmer, Du Patet, Gauthier y tantos otros distinguidos profesores alemanes y franceses, dedicados al estudio de los fenómenos magnéticos, y sus peregrinas y justificadas narraciones de los hechos y resultados obtenidos en la curación de enfermedades refractarias á todo tratamiento médico, no había llegado á alucinarme hasta el punto de consagrar tiempo y estudio á semejantes investigaciones: nunca tomé en serio el asunto.

Vino, no obstante, á sorprenderme un suceso tan raro, como podrán juzgar mis lectores en el siguiente verídico relato; su recuerdo me conmueve todavía, después del tiempo trascurrido, y creo que vivirá eternamente en mi memoria.

Un matrimonio modelo, una pareja de esas que realizan en nuestra sociedad la modesta dicha del hogar, se hallaba una noche de invierno rodeando de cariñosa solicitud el lecho de una hermosa niña de catorce años, víctima de una penosa afección pulmonal que puso en grave peligro aquella preciosa vida.

Tranquilizado algún tanto aquel matrimonio por las seguridades con que el médico anunció la feliz terminación de una crisis suprema, y como resultado de ella, iniciada una franca y espontánea convalecencia; mi amistoso cariño habia conseguido ya dos noches que Luisa y Julio abandonasen por breves horas el lado de su idolatrada hija Anita, y se retirasen á descansar, confiados en los desvelos con que yo atendería á la preciosa niña, auxiliado de su nodriza Juana, que no abandonó la alcoba un momento siquiera.

Eran las dos de la noche. Reinaba un silencio profundo en la casa, únicamente interrumpido por la igual y tranquila respiración de la enfermita. Juana descansaba en una butaca, cerca de mí: abandoné la lectura, á que por recurso me había entregado, y preparé la tisana.

El ligero ruido que produje despertó á Anita. La dulce mirada de sus hermosos ojos negros, revelaba sensación de un bienestar conseguido á beneficio de aquel sueño reparador:

Hablamos cortos momentos:

—¿Cómo te encuentras, Anita?

—Muy bien, querido amigo. Estoy muy tranquila.

—Veamos el pulso.

—En efecto, la sangre circulaba con lentitud, y el calor de la piel era casi natural.

—Perfectamente; dije. Vamos asegurándonos.

—Dime, ¿se han acostado los papás?

—Sí, Anita; lo hemos conseguido con gran trabajo.

—¡Cuánto me alegro! Que descansen, mientras tu cariño vela por mí.

La hice tomar su medicamento, la recomendé el reposo, y rogué procurase volver á conciliar el sueño. Juana', la nodriza, profundamente dormida, no se apercibió de nuestro breve diálogo.

Yo habia maquinalmente fijado mis ojos en los de la niña; y sin darme cuenta de nada, la contemplaba poseído de sentimientos diversos. Su tierna edad, su belleza, sombreada por el delicado tinte de la fiebre, los crueles sufrimientos de sus padres, que veian á una hija única luchar valerosa con una enfermedad mortal, y otra multitud de ideas por este órden, venían sucesivamente agolpándose á mi imaginación, sin apartar mi vista de la hermosa criatura.

Ella me seguía también mirando con sonrisa de inefable bienestar. Habia dejado su mano entre las mías, al pulsarla. Asi permanecimos algunos segundos, sin que nada alterase aquel profundo silencio.

De repente Anita lanzó un ligerísimo suspiro, y cerró suavemente sus párpados. Iba yo á dejar su mano, todavía febril, cuando oprimiendo las mias, y al parecer dormida, me dijo con dulcísimo y tranquilo acento: —No dejes de mirarme. Me haces mucho bien.

Sorprendido un tanto por el lenguaje y la actitud reposada de la niña, la pregunté:

—¿Por qué no te duermes, querida Anita?

—Si estoy dormida, mi buen amigo.

—¿Dormida, y me hablas?

—Sí, dormida con el sueño magnético. ¿Te sorprende acaso?

—Pero ¿qué dices de sueño magnético, ni de sorpresas?

—¡Ah! ¡Que me has magnetizado, brujo!!...—Y sonreía tranquila, permaneciendo sus ojos cerrados.

Sus últimas palabras fueron un rayo de luz que brilló súbito en mi mente. Por un prodigioso, cuanto rápido, trabajo de imaginación, recordé lo mas esencial de lo que habia leido y oido sobre magnetismo á mis amigos, y procuré ante lodo recobrar mi serenidad, temiendo que mi turbación perjudicase al estado de la niña. En efecto; la casualidad habia establecido una corriente magnética, y produjo el fenómeno. Tenia delante de mi una sonámbula espontánea.

Comencé á creer.

Dueño ya de mi espíritu, resolví sacar partido del inesperado accidente, más que por satisfacer una impertinente curiosidad, por aquella interesante niña, cuya salud podíamos lograr á beneficio de sus revelaciones.

—Vamos á ver, hija mía: ¿estás perfectamente dormida?

—¿Pero es posible que seas tan incrédulo? ¿Dudas todavía?

—No; no dudo ya. Necesitaba cerciorarme de la verdad de un hecho que no he provocado, y cuya espontaneidad me sorprendió; pero ya no dudo. ¿Lo ves bien?

—Ciertamente: leo en tu alma la sinceridad de tus palabras.

—Hablemos, pues, un ratito; muy corto, que no quiero abusar de tus fuerzas, débiles todavía.

—Te equivocas: este sueño es reparador y me fortifica. ¡Me encuentro tan animada!

—Dime hija mía. ¿Va á ser tranquila tu convalecencia?

Yo le hacia esta pregunta, recordando referencias sobre la exactitud con que muchos sonámbulos han pronosticado las mas extraordinarias peripecias en el curso de sus enfermedades, con maravilloso acierto.

—Sí; pero muy difícil. Este mal lia causado estragos profundos: estoy muy débil: el sistema nervioso muy excitado.

—¿Tendremos algún acceso? ¿Habrá que prepararse contra alguna crisis? Un tinte sombrío cubrió el rostro de la niña. Sus labios como que se resistían á pronunciar alguna revelación terrible.—Procuré dominar mi espanto, y por un esfuerzo de voluntad la exigí que hablase.

(Se continuará.)

C. Brunet.