El elector

El interminable y desatentado giro de nuestra máquina política, ha privado de la vara (o sea bastón) de barrio a nuestros tenderos y hombres buenos; pero en cambio quedan aún a todo honrado ciudadano una porción de derechos imprescriptibles, con los cuales puede en caso necesario engalanarse y darse a luz.

En primer lugar tiene el derecho de pagar las contribuciones ordinarias de frutos civiles, paja y utensilios, culto, puertas, alcabalas, etc., amén de las extraordinarias que juzguen conveniente imponer los que de ellas hayan de vivir. Tiene la libertad de pensar que le gobiernan mal, siempre que no se propase a decirlo, y mucho menos a quererlo remediar. Puede, si gusta, hacer uso de su soberanía, llevando a la urna electoral una papeleta impresa que le circulan de orden superior. Está en el lleno de sus prerrogativas, cuando hace centinela a la puerta de un ministerio, o acompaña a una procesión uniformado a su costa con el traje nacional. Da muestra de su aptitud legal y representa la opinión del país, cuando abandonando su taller o su mostrador, va a escuchar la acusación y defensa de un artículo de periódico, que para el fiscal es subversivo, y para él es griego. Y ejerce, en fin, una envidiable magistratura, cuando emplea su influjo y diligencia para que el uno sea alcalde, el otro regidor, este oficial de su compañía, aquel jefe de su escuadrón.

Por último, el bello ideal del Elector es cuando a fuerza de su valimiento y conexiones llega a trepar hasta el rango de Electo; cuando a impulsos de la popularidad que disfruta en su casa o en su calle, consigue trocar un año la vara de Burgos por el bastón concejil; el peso de los garbanzos por la balanza de Astrea; el banquillo de su trastienda por el banco municipal. -Entonces es cuando reconoce lo bueno de un orden de cosas en donde uno es cosa; lo excelente de una administración en que uno propio administra; lo admirable de un teatro en que uno hace de galán. -Guiado por el celo hacia el servicio público (hablamos del público de su bando, pues el otro no es prójimo) trabaja día y noche con asiduidad; asiste a comisiones; registra expedientes; presenta proyectos; sostiene polémicas; dirige obras públicas y comidas patrióticas; y en uso de su derecho, descuida sus propios negocios y se arruina por dirigir los de los demás. Verdad es que llegado aquel caso se toma también la libertad de no pagar, por la sencilla razón de no tener con qué; y a la demanda de sus acreedores, responde heroicamente cual el otro ilustre romano: «Hoy hace un año que me pronuncié y salvé a la patria; vamos al Capitolio a dar gracias a los dioses.» -Y cogen y se van a la taberna a echar medio chico.