Escenas y tipos matritenses
Contrastes de Ramón de Mesonero Romanos
El poeta bucólico

El poeta bucólico

He aquí otra raza antidiluviana que los futuros geólogos hallarán en el estado fósil bajo las capas o superposiciones de nuestra tierra vegetal. He aquí otro de los tipos inocentes y de buen comer que la marcha corretona del siglo ha hecho desaparecer de la escena con sus dulces caramillos, sus florestas y arroyuelos, sus zagalas retozonas y sus pastores peripatéticos, sus fieles Melampos, y su cayado patriarcal.

Hoy día, si uno se echa a discurrir por esos prados adelante, en vez de tiernos coloquios y flautiles conciertos, está a pique de asistir a un entierro de algún poeta suicida, o a un desafío a pistola entre dos filósofos, o a una imprecación al diablo hecha por una mujer fea y superior. -El olor del tomillo se ha cambiado por el de la pólvora; las églogas coreadas por los responsos y nocturnos; y el amor cieguezuelo por el ojo anatómico del doctor Gall.

Ya no hay ovejas que asistan al cantar sabroso


de pacer olvidadas escuchando,

hoy sólo figuran búhos agoreros que en cavernoso lamento y profundo alarido interrogan a la muerte sobre su fatídico porvenir. Ya no hay chozas pajizas, quesos sabrosos, ni leche regalada: sólo se ven en el campo del dolor espinas y abrojos, sepulcros entreabiertos, gusanos y podredumbre. Los mansos arroyuelos, trocáronse en profundos torrentes; las floridas vegas en riscos escarpados; las sombrías florestas en desiertos arenales.

Yo, si va a decir la verdad (y con el permiso del auditorio), no veo esto ni aquello por más que me echo a mirar; lo cual me convence más y más de mi prosaica, material y nimia inteligencia. Y he aquí sin duda la razón por qué no he tropezado aún con zagalas ni con ángeles; los Salicios y Nemorosos he tenido siempre la desgracia de verlos bajo la forma de Blases y Toribios, y su dulce lamentar más me ha parecido graznido de pato que música celestial; así como tampoco veo la sociedad de maldición que los modernos vates, sino un mundo muy divertido, como que no conozco otro mejor; ni en la mujer hermosa, me echo a adivinar su mísero esqueleto; antes bien me complazco en contemplar su belleza, muy propia para lo que el Señor la crió. Los arroyos ni torrentes no me murmuran ni me lamentan, antes bien me refrescan y me hacen dormir la siesta; el cementerio me parece cosa muy buena; pero no pienso entrar en él hasta que me lleven; y en cuanto a los puñales y venenos los dejo a los herreros y boticarios.

Mas si por alguno de aquellos extremos me hubiese tomado el diablo (dado caso de que yo fuera un genio) escogía a no dudarlo el de la zamarra pastoril, y desde ahora para entonces renunciaba a los goces de la sanguinosa daga o del buido puñal. Porque aquellos (los zamarros) eran hombres de buen humor, que así entonaban un epitalamio como bailaban un zapateado; que así disertaban en una academia como improvisaban una bomba en un regalado festín. Ni se tenían por hombres providenciales, enormes; ni pretendían a lo que creo ser la única expresión de la sociedad; y lo eran sin embargo, con su poesía rosada, sus honrados conceptos, y su mantecosa moral. -Para ellos el ser poeta era lo mismo que hacer coplas, y de ningún modo pensaban que esto era una misión, sino un intríngulis; y el que tenía vena (que así se decía) o le soplaba la musa (que así se pensaba), tenía carta blanca para salir por esas calles echando redondillas y ovillejos, epigramas y acertijos a todo trapo, viniesen o no a pelo, los cuales, corriendo luego de boca en boca, acababan por dar al coplero repentista una fama colosal.

Esta reputación, en verdad, a nada conducía, o le conducía cuando más derechito al hospital de Toledo; pero mientras andaba suelto, era el hombre más feliz de la tierra, viendo impresas en el Diario sus improvisaciones y ensueños; oyendo cantar sus gozos a las colegialas de Loreto o a los niños de la doctrina; y guiando él mismo el coro báquico en el banquete de un grande de España. -Una plaza en la contaduría de éste, una buhardilla en las nubes, un banquillo en la librería, o un tablero de damas en el café, bastaban a llenar sus deseos y a amenizar su existencia: el término de aquéllos era un beneficio simple o la administración de un hospital. Hasta que ya en edad avanzada, se retiraba del mundo, renegaba de su lira, y se abrazaba con el hábito franciscano o la sotanilla del hermano Obregón.