Contrastes: 10
El alcalde de barrio
Todavía humean las cenizas de este tipo recientemente sepultado por la novísima ley de ayuntamientos; todavía resuenan sus glorias en nuestros oídos; todavía aparece a nuestra memoria con su presencia clásica y dictatorial.
Parécenos aún estar viendo al honrado vidriero o al diligente comadrón, que revestido por obra y gracia (no sabremos decir de quién) con aquella autoridad local, inmediata, tangible, que iba aneja al bastón de caña con las armas de la Villa, se recogía en los primeros momentos en el retrete de su imaginación, para ver el modo de corresponder dignamente al reclamo de sus comitentes, y no defraudar las esperanzas del país que le confiaba los destinos de un barrio entero.
Su primera diligencia era desdeñar por humildes e incongruentes sus antiguas mecánicas faenas; habilitar para despacho la trastienda o el entresuelo; tomar respecto a los mancebos y oficiales una actitud de estatua ecuestre; y ver de improvisar una alocución en que diese a conocer a la familia todo el peso de su autoridad. -Recogíase enseguida en un rincón de la trastienda para recordar a sus solas algunos rasgos medio olvidados de pluma, y satisfecho de su idoneidad para la firma, abría luego la audiencia y escuchaba a las partes, cuyas causas solían reducirse a tales cuales bofetadas o puntapiés recibidos y datados en cuenta corriente; a tal indiscreta incursión en el bolsillo del prójimo, o a cual permuta del marido por el amante, de la mujer ajena por la propia mujer.
El Alcalde severo y cejijunto y con cara de juez, les echaba una seria reprimenda, recordando su deber a ellos que se disculpaban con no tener con qué pagar, y recomendando los buenos principios a quien no conocía otros que pepitoria de Leganés o pimientos en vinagre. Últimamente les apercibía con otra amonestación en caso de reincidencia, amén de dos ducados de multa impuestos a nombre de la ley, y que cuidaba de exigirles el alguacil que hacía de ley.
No sólo era la trastienda el tribunal de esta benéfica autoridad. Por las noches y ratos desocupados, se entregaba a la justicia ambulante; rondaba callejuelas y encrucijadas; detenía al ratero en su rápida carrera; protegía al bello sexo contra un inhumano garrote; echaba su bastón en la balanza del tocino; conducía a su manso la oveja perdidiza, y si era acabada la pendencia la hacía volver a empezar por tener el consuelo de interponer y hacer brillar su autoridad en todos aquellos episodios que bajo el título de ocurrencias amenizan la última página del Diario de Madrid.
Otro de los cuidados, y el más importante acaso de su cometido, era el formar los padrones del vecindario de su distrito, y aquí era donde había que admirar la inteligencia y exactitud del Alcalde vidriero o comadrón aplicados a la estadística. -Armado con sus antiparras circulares, su bastón de caña y su tintero de cuerno, y seguido siempre del inseparable ministril, iba tocando casa por casa y preguntando en cada una. -«¿Hay novedad desde el año pasado?» y respondiéndole que no, continuaba copiando en las casillas los nombres del padrón anterior, sin alteración de edades ni de estados. Los apellidos recibían en su pluma terminaciones bárbaras que harían sudar al etimologista más perspicaz: las profesiones siempre eran las mismas: v. g. «Fulano, herrador; Zutana, su mujer, ídem; Mengana, su abuela, ídem», etc. Preguntaba luego en la parroquia (queriéndola echar de culto), si había habido defunciones, y el sacristán le contestaba que de funciones sólo había en todo el año la de San Roque, con lo cual el Alcalde le borraba por muerto de la matrícula. -En el cuarto bajo afiliaba a madre Claudia y a sus educandas, bajo el genérico nombre de artistas; para él todos los vecinos de las buhardillas eran agentes de negocios; todos los escribientes, escritores públicos; todos propietarios, los que tenían veinte y cuatro horas diarias de que disponer.
Llegaban luego las elecciones, y aparecían en las listas los difuntos y los no-nacidos, los niños de pecho y los mozos de cordel. Un año daba el padrón del barrio tres mil almas, y al año siguiente diez y seis mil; en aquél todos eran varones, y en éste llevaban las hembras la mayoría; en cuanto a la material colocación de los nombres, ocurría muchas veces que el elector que encontraba el suyo en una lista tenía que ir a buscar su apellido al otro barrio.
No era menos de admirar el celo e inteligencia del Alcalde en la expedición de pasaportes, cuando a primera hora de la mañana, sentado en su silla de Vitoria tras de la mesilla cubierta de bayeta verde, calados los anteojos, el gorro de algodón o la gorrilla de cuartel, el cigarro en la boca y la pluma tras la oreja, aparecía ocupado en atar y desatar (muchas veces del revés) padrones y registros, mientras iban entrando los postulantes desde la criada que mudaba de amo, hasta el elegante que salía a viajar.
-«Buenos días, señor Alcalde.» (El Alcalde no daba respuesta.)
-Yo soy Engracia de Dios, que he servido de doncella a don Crisanto, el droguero de la esquina, y paso a casa de doña Paula la Corredora, viuda del corredor.
(El Alcalde echa una mirada indiscreta a la doncella y no le parece del todo mal.)
-¿Y cómo es que ha abandonado usted al señor don Crisanto, niña? (La muchacha se pone colorada y se arregla el brial.) -Ya ve usted, porque... (El Alcalde interrumpe su respuesta y dicta el padrón.) Engracia de... tal; que deja al amo que servía, por... razón de estado, etc.
El elegante que espera el pasaporte hace largo rato, busca donde sentarse, pero el Alcalde previendo este desacato, ha suprimido las sillas. Llégale en fin su turno, y el Alcalde le pide un fiador con casa abierta.
-¡Un fiador, un fiador! (responde el caballero) a mí, don Magnífico Pabón, conde del Empíreo, que paso de intendente a Filipinas...
-Mas que sea usted (replicó el Alcalde) el mismísimo Preste Juan. Aquí no hay más que la ley; la ley...
Por fortuna acierta a entrar a la sazón el zapatero de viejo que trabaja en el portal de don Magnífico tras de un biombo (que no puede ser casa más abierta) y aquél, conociendo lo arduo del caso, le propone si quiere ser su fiador. El zapatero contesta que sí, pero que no sabe cómo él, que viene a responder de un duro tomado al fiado puede...
-No importa (replica el Alcalde); la ley es ley, y usted tiene casa abierta, con que puede usted ser fiador. Extienda usted el documento, secretario, yo dictaré. Pasaporte para el interior. Concedo pasaporte, etc. (lo impreso) a don Fulano de tal, barón de Illescas, que pasa a las islas Filipinas en la Habana; va de intendente a negocios propios: sale en posta, vía recta, y con obligación de presentarse diariamente a las autoridades de los pueblos donde pernocte... Señas personales. Cara redonda; ojos ídem; boca ídem; pelo ídem. Va sin enmienda. Valga por un mes.