El religioso

El representante más genuino de nuestra antigua sociedad era el Fraile. Salido de todas las clases del pueblo; elevado a una altura superior por la religión y por el estudio; constituido por los cuantiosos bienes de la Iglesia en una verdadera independencia; abiertas a su virtud, a su saber o a su intriga todas las puertas de la grandeza humana; dominando, en fin, por su carácter religioso y por su experiencia todos los corazones, todas las conciencias privadas, venía a ser el núcleo de nuestra vitalidad, el punto donde corrían a reflejarse nuestras necesidades y nuestros deseos. -Un infeliz artesano, un mísero labrador a quien la Providencia había regalado dilatada prole, destinaba al claustro una parte de ella, confiado en que desde allí el hijo o hijos religiosos servirían de amparo a sus hermanos y parientes; un joven estudioso, un anciano desengañado del mundo, hallaban siempre abiertas aquellas puertas providenciales que les brindaban el reposo y la independencia necesarios para entregarse a sus profundos estudios, o a la práctica tranquila de la virtud; y desgraciadamente también, un ambicioso, un intrigante, o un haragán, aprovechaban ésta como todas las instituciones humanas, para escalar a su sombra las distinciones sociales, para engañar con una falsa virtud, o para vegetar en la indolencia y el descuido.

De estas excepciones se aprovechó la malicia humana para socavar y combatir con sus tiros el edificio claustral; de estas flaquezas hicieron causa común el siglo pasado y el presente, para echar por tierra la sociedad monástica; y hasta para negar los méritos relevantes que en todos tiempos puede alegar en su abono.

Con efecto, y sin salir de nuestra España ¿qué clase, por distinguida que sea, puede contar en sus filas un Jiménez de Cisneros y un Mendoza? ¿Un Luis de León y un Domingo de Guzmán? ¿Un Mariana y un Tirso de Molina? ¿Un Granada, un Isla, un Sarmiento y un Feijoo? ¿Dónde, más que en los claustros, supo elevarse la virtud a la altura de los ángeles, la política y el consejo a la esfera del trono, el estudio y la ciencia a un término sobrehumano?-Piadosos anacoretas separados del comercio social, habitaban muchos en los yermos impracticables, para entregarse allí silenciosamente a la contemplación y a la penitencia. Colocados otros en las ciudades, y en el centro bullicioso de la sociedad, estudiaban y acogían sus necesidades, brillaban en el consejo por la prudencia, en el púlpito por la palabra, en la república literaria por obras inmortales que son todavía nuestro más preciado blasón.

Además de la influencia pública que les daba su alto ministerio y su representación en la sociedad, y que llegaba a veces a elevar a un humilde franciscano a la grandeza de España, a la púrpura cardenalicia o a la tierra pontifical, habían sabido granjear con su talento (no siempre, es verdad, bien dirigido) la confianza de la familia, la conciencia privada, el respeto universal. -Un pobre fraile, sin más atavíos que su hábito modesto y uniforme, sin más recomendaciones que su carácter, sin más riquezas que su independencia, entraba en los palacios de los príncipes; era escuchado con deferencia por los superiores, con amor por sus iguales, con veneración por el pueblo infeliz. Asistiendo a las glorias y a las desdichas íntimas de la familia, le veía desde su cuna el recién nacido, recibían su bendición nupcial los jóvenes esposos, le contemplaba el moribundo a su lado en el lecho del dolor. El mendigo recibía de sus manos alimento, el infante enseñanza, y el desgraciado y el poderoso consejos y oración.

El abuso, tal vez, de esta confianza, de esta intimidad, solía empañar el brillo de tan hermoso cuadro, y llegó en ocasiones a ser causa de discordias entre las familias, de intrigas palaciegas, y de cálculos reprobados de un mísero interés. Pero ¿de qué no abusa la humana flaqueza? y en cambio de estos desdichados episodios, ¿no pudieran oponerse tantas reconciliaciones familiares, tantos pleitos cortados, tantas relaciones nacidas o dirigidas por la influencia monacal?

El religioso, en fin, tiempo es de repetirlo, tiempo es de hacer justicia a una clase benemérita que la marcha del siglo borró de nuestra sociedad, no era, como se ha repetido, un ser egoísta e indolente, entregado a sus goces materiales y a su estúpida inacción. Para uno que se encontraba de este temple había por lo menos otro dedicado al estudio, a la virtud y a la penitencia. No todos pretendían los favores cortesanos; muchísimos, los más, se hallaban contentos en su independiente medianía y prestaban desde el silencio del claustro el apoyo de sus luces a la sociedad. No penetraban todos en el seno de las familias para corromper sus costumbres, sino más generalmente para dirigirlas o moderarlas. -Creer lo demás es dar asenso a los cuentos ridículos del siglo pasado, o a los dramas venenosos del actual. -Si pasaron los frailes, débese a la fatalidad perecedera de todas las cosas humanas, a las nuevas ideas políticas o a los cálculos económicos, más bien que a sus faltas y extravíos.