El periodista


La civilización moderna nos ha regalado en cambio este nuevo tipo que oponer por su influencia al trazado en las líneas anteriores. El actual no presenta para su recomendación títulos añejos, glorias históricas, timbres ni blasones. Su existencia data sólo entre nosotros, de una docena escasa de años; su investidura es voluntaria; sus armas no son otras que una resma de papel y una pluma bien cortada. -Y sin embargo, en tan escaso tiempo, con tan modesto carácter, y con armas de tan dudoso temple, el periodista es una potencia social, que quita y pone leyes, que levanta los pueblos a su antojo, que varía en un punto la organización social. ¿Qué enigma es éste de la moderna sociedad que se deja conducir por el primer advenedizo; que tiembla y se conmueve hasta los cimientos a la simple opinión de un hombre osado; que confía sus poderes a un imberbe mancebo para representarla, dirigirla, trastornarla y tornarla a levantar?

Aparece en cualquiera de nuestras provincias un muchacho despierto y lenguaraz, que disputa con sus camaradas por cualquier motivo; que habla con desenfado de cualquier asunto; que emprende todas las carreras y ninguna concluye; que critica todos los libros, sin abrir uno jamás. -Este muchacho, por supuesto, es un grande hombre, un genio no comprendido, colosal, piramidal, hiperbólico. -Su padre, que no sabe a qué dedicarle, le dice que trata de ponerle a ministro, y que luego parta a la corte, donde no podrá menos de hacer fortuna con su desenfado y su carácter marcial. -El muchacho, que así lo comprende, monta en la diligencia peninsular; arriba felizmente orillas del Manzanares; se hace presentar en los cafés de la calle del Príncipe y en las tiendas de la Montera, en el Ateneo, y en el Casino; lee cuatro coplas sombrías en el Liceo; comunica sus planes a los camaradas, y logra entrar de redactor supernumerario de un periódico. A los pocos días tiende el paño y explica allá a su modo la teología política: trata y decide las cuestiones palpitantes; anatomiza a los hombres del poder; conmueve las masas; forma la opinión; es representante del pueblo, hace su profesión de fe, y profesa al fin en una intendencia o una embajada, en un gobierno político o un sillón ministerial. -Llegado a este último término, hace lo que todos: recibe la autorización de la media firma; cobra su sueldo; presenta nueva planta de la secretaría; coloca en ella a sus parientes y paniaguados; expide circulares; firma destituciones; da audiencias; asiste a la ópera con aire preocupado; toma posiciones académicas; se hace retratar de grande uniforme por López o Madrazo; y se coloca naturalmente en la galería pintoresca de los personajes célebres del Siglo. -A los seis meses o menos de representación, cae entre los silbidos del patio, y queda reducido a su antigua luneta. -Vuelve a enristrar la pluma; vuelve oponerse al poder; vuelve a hablar de la «atmósfera mefítica de los palacios, de la filantropía de sus sentimientos, de sus ideas humanitarias y seráficas»; hasta que otra oleada de la tempestad política, torna a colocarle en las nubes. Truena de nuevo allí; vuelven a silbarle, y tórnase a escribir... ¡Oh almas grandes para quienes los silbidos son conciertos y las maldiciones cánticos de gloria!