Contra la marea: 31
Capítulo XXXI
La hermosa anfitriona y su madre aguardaban a sus invitados en un saloncito cercano al gran comedor; el mismo donde, desde algún tiempo atrás, era recibido Rodolfo habitualmente, aun en los casos en que su visita, no tenía otro objeto que el de tratar asuntos de intereses.
La rosada penumbra producida por una hermosa pantalla de seda y encajes, al través la cual se atenuaba dulcemente la luz de la lámpara de mesa, daba suave tinte a los objetos, y a toda la sala cierto aspecto disimulado, tenue, semimisterioso.
El saloncito era íntimo, pequeño y revelaba mejor que cualquiera otro de los aposentos de la espléndida mansión, el gusto refinado, original, exquisito de su elegante propietaria.
Cuando entró Montiano, Lucía conversaba con una de sus amigas, hacia el fondo de la habitación. Otras personas habían llegado ya y continuaron llegando después. Muy pronto la pequeña sala no fue suficiente para contenenerlas a todas. Unas pasaron entonces a la más próxima, otras salieron al vestíbulo y esperaron allí, en amena charla, el momento de ir al comedor.
Desde que se adelantó Rodolfo, llamó su atención el semblante de la hermosa viuda. Los rosados colores que en otro tiempo le daban singular frescura habían desaparecido: en cambio los ojos tenían un fulgor excepcional, como el que da la fiebre. Cuando sonreía, con sonrisa que a él le pareció a veces triste, otras violenta, lo único que vio resplandecer como antes en el rostro de su amiga, además de la mirada, fue el brillo excepcional de sus primorosos dientes; brillo no atenuado siquiera por la palidez intensa de los labios, antes tan rojos, tan expresivos.
Un sirviente anunció la comida.
Catorce habían sido las personas invitadas; pero a última hora excusábase una de ellas -Jorge- que, por motivo de repentina indisposición, según lo decía, «veíase obligado a quedarse en casa, en circunstancia para él tan especial».
Cuando Lucía anunció en alta voz este incidente, todos los invitados volvieron por instinto los ojos hacia Rodolfo. Sintió éste que le penetraban como dardos esas miradas, turbándolo al punto de hacerle bajar las suyas.
Quedaban, pues, trece personas ¡trece: el número fatal!...
Ni doña Melchora, ni el doctor, ni su hijo estaban allí. Como se recordará, la familia Álvarez Viturbe y la de Levaresa veíanse muy poco desde los incidentes del Carnaval...
Entre los comensales se hallaba un antiguo amigo de confianza del difunto banquero. Llamábase don Celestino Pimendel, y era aquel mismo personaje a quien durante algunos años había acudido Lucía para consultarlo, cuando necesitaba pedir consejo en lo relativo a sus intereses. La intervención de Rodolfo en ellos había hecho innecesarios después los servicios de don Celestino; lo cual no obstaba a que Lucía conservase, respecto del respetabilísimo caballero, sentimientos de la mayor veneración.
Era don Celestino persona de gran posición política y social en el país, pues había ocupado en diversas épocas cargos tan importantes como los de Ministro de Estado, Senador de la República, administrador de instituciones de crédito, Juez de la Corte Suprema, y otros igualmente honrosos.
Dotado de experiencia, de saber y de carácter, ostentaba el venerable anciano bajo las arrugas de su frente austera ese pliegue particular que, a modo de sello imborrable y ennoblecedor, imprimen los años y el trabajo sobre el rostro de los hombres de pensamiento.
Su estatura era regular; su porte distinguido; sus modales reposados; su mirada clara, expresiva y algo escudriñadora; su boca, despojada de bigote, fina, pequeña, de rasgos más bien enérgicos que suaves; su frase breve, precisa, un tanto seca. Usaba lentes y sorbía rapé.
Cuando vio Rodolfo que iban a sentarse trece a la mesa, se estremeció instintivamente. Lucía vaciló a su vez; pero debió recordar en esos instantes sus teorías de otro tiempo; pues; haciendo un violento esfuerzo de voluntad, que se traicionó en su fisonomía, exclamó con acento que de todo tenía menos de sincero.
-¡Vamos, qué importa! No podríamos, en todo caso, privarnos de la compañía de alguno de los presentes.
Y enseguida cruzó con Montiano una mirada rápida, tímida, fugitiva; mirada en la cual, por ambas partes, había mucho más de desazón y de angustia que de conformidad, franqueza o común inteligencia.
La conversación se resintió desde el principio de las influencias de aquella atmósfera inadecuada, casi hostil para una fiesta semejante. El estado particular de ánimo de Lucía, en presencia de sus invitados; el de los invitados en presencia de la dueño de casa; el malestar visible de Rodolfo; el conocimiento general de la faz externa de los últimos sucesos en que éste había sido actor y de cuyas consecuencias era víctima a la sazón; los desastres recientes dentro del país; la contrariedad invencible que dominaba a los más, no podían dar lugar a la expansión, a la alegría, a la franqueza. El estiramiento, la frialdad, la reserva, reinaban, por lo contrario, allí. El ruido de los pasos de los sirvientes que retiraban, en silencio, los platos de los cuales habían probado apenas aquellos comensales taciturnos, cautelosos, circunspectos, casi apesadumbrados, se dejaba oír constantemente sobre el lustroso parquet, interrumpido tan sólo de cuando en cuando por un eco de voz aislada, por un cuchicheo discreto, por un diálogo que se iniciaba apenas cuando moría ya, falto de ilación o de continuidad.
Así transcurrieron algunos momentos. Lucía hacía esfuerzos por dar un soplo de vida a aquella reunión, celebrada como por sarcasmo, en festejo suyo; por animar aquellos inciertos llamarajos de un fuego que amenazaba no acabar de encenderse nunca... Todo inútil. Sólo las señoras se hablaban entre sí.
Un tema de conversación habría podido lograr el objeto deseado: el tema del día, los sucesos de la bolsa, la caída de los bancos -lo único que preocupaba el ánimo de los hombres.
Pero Lucía y Rodolfo se encontraban allí; ¿cómo iniciar semejante tema en su presencia?
Montiano se dio inmediata cuenta de la dificultad y resolvió ponerle remedio.
Abordó él mismo el espinoso asunto.
¿Fue cinismo? ¿Fue despecho? ¿Fue abnegación? ¿Fue mera curiosidad? Sólo es dable decir que la situación en que se encontraba colocado era por demás incómoda, irritante, insostenible.
Más valía la verdad, aunque fuese brutal.
Se resignó, pues, no sólo a oírla, sino hasta a provocarla de labios de aquellas gentes todas ellas más o menos íntimas en el trato de los dueños de casa. Don Celestino Pimendel sobre todo, estaba allí.
Él había sido a la par que consejero de Lucía uno de los más allegados al antiguo esposo; y, en este doble carácter, era natural que juzgase con espíritu excepcionalmente suspicaz al que no sólo ocupaba ya su puesto, en calidad de sucesor, sino que aspiraba, a la honra singular de obtener al mismo tiempo el que había pertenecido a su venerable amigo difunto.
No había extrañado jamás, por lo tanto, a Rodolfo el aire cauteloso, la mirada altiva y escudriñadora que acostumbraba ostentar de ordinario en su presencia el señor don Celestino; actitud acentuada especialmente desde la época en que comenzaron a producirse los sucesos cuya notoriedad era ya del dominio público.
¿Qué idea se tenía formada el anciano al respecto?
Esos momentos no podían ser más oportunos para salir de dudas.
Rodolfo se resolvió, pues, a romper valientemente el hielo.
-¿Qué opina usted, señor don Celestino, dijo de repente, fingiendo un tono de perfecta tranquilidad, ¿qué opina, usted de la caída de nuestro gran Banco Provincial?
Don Celestino, con un movimiento brusco, alzó la cabeza que en esos momentos inclinaba sobre el plato en que comía; la alzó, y quedose un momento contemplando a su interlocutor sin replicar. No parecía sino que la inesperada pregunta hubiera tenido la virtud de paralizarlo de sorpresa.
Se repuso, sin embargo, luego; y, como volviendo en sí, paseó rápidamente la vista alrededor de sus compañeros de mesa cual si le hubiera sido preciso consultarlos.
No encontró una sola mirada que respondiera a la suya.
Todos a una, habían bajado los ojos; y, a la sazón, parecían disimular su sorpresa clavándolos imperturbablemente sobre el mantel.
Lucía palideció más aún.
-Me parece -contestó, por fin, gravemente, casi con solemnidad el anciano-, me parece que una de nuestras glorias más puras, uno de nuestros más legítimos orgullos, ha perecido con él.
Y enseguida, en tono sutilmente irónico:
-¿No lo cree usted lo mismo? -añadió, mirando a su interlocutor por encima de los cristales de sus lentes de oro.
-Sí, señor -replicó el interpelado, tratando de demostrar la mayor sangre fría-. Sí, señor, y es lástima que ello haya sucedido así. Pero ¿a quién culpar? Son estos hechos fatales que se producen irremediablemente y que no es dado al hombre evitar...
-Una vez realizados, no; pero antes de su realización, sí -interrumpió el anciano con energía.
-Y ¿cómo?
-¿Cómo?... ¡Es extraño, señor don Rodolfo, que me lo pregunte usted! ¡Usted que debiera estar al corriente de estas cosas! Sin la inconsciencia de un millar de locos como los que han contribuido a la catástrofe y sin la ambición criminal de otro millar de egoístas como los que han sido causa eficiente del mal, no lloraríamos hoy la pérdida de uno de los establecimientos de crédito más notables, del mundo entero.
Don Celestino levantó la voz al decir estas palabras y miró enérgicamente a su interlocutor.
«¡Locos inconscientes y ambiciosos criminales!» -eso había dicho el anciano...
No se atrevió Rodolfo a insistir en el propósito de averiguar en qué grupo se trataba de clasificarlo a él. Ambas expresiones eran igualmente elocuentes, igualmente justas. Ambas le zumbaban al oído, dejándole allí la misma impresión del latigazo de Miguel Álvarez Viturbe.
Replicó, pues, a las agrias censuras del anciano en tono casi humilde. Las otras personas, como sacudiendo entonces su mutismo, tomaron la palabra, a su vez, y acentuaron las opiniones de don Celestino.
Montiano defendía de mala fe una causa indefendible. Quiso atenuar la influencia de esos «locos inconscientes» y de esos «ambiciosos criminales» en las causas determinativas de la catástrofe. Apeló a lo más vulgar y fácil: a la recriminación absoluta de los actos gubernativos. Se extendió, después, en consideraciones basadas en doctrinas sociológicas, atribuyendo no poca culpabilidad a lo que él llamó civilizaciones importadas. Dijo que ellas habían traído cada cual «su semilla» a un terreno insuficientemente preparado para recibirlo. De allí que el fruto hubiera tenido que resultar forzosamente heterogéneo. Llamó a todo aquello «injerto múltiple y venenoso» y lo calificó de «débil desde la raíz hasta el ramaje».
Y cambiando luego de retórica volvió a decir lo mismo al hablar de «un progreso emanado de la mezcla absurda de varios elementos diversos en su origen, diversos en su razón de ser, diversos en sus consecuencias y manifestaciones»; de «una organización valetudinaria con apariencias de juventud», etc.
Don Celestino combatió tales teorías y lo hizo con ardor creciente. Sus ojos se animaron, su voz se enronqueció; alteráronse sus ademanes; sus alusiones se convirtieron casi en injuriosas diatribas.
Lo que Rodolfo daba como consecuencia de una causa eficiente, era para él causa eficiente de una consecuencia ulterior. La ambición, el juego, la desmoralización de la juventud: he ahí lo único que él admitía como origen del mal... Lo demás... ¡subterfugios, acomodamientos, vana palabrería, de parte de aquellos a quienes faltaba el coraje necesario para acusarse de sus errores y arrostrar los castigos merecidos por ellos! Y ¿cuáles deberían ser esos castigos a juicio del severísimo anciano? El desprecio, el abandono, el descrédito para los ambiciosos vulgares: ¡la cárcel, el estigma para los usurpadores de los bienes públicos!...
Se sabe ya que don Celestino era secundado por los demás. No habrá de extrañarse, pues, que el silencio de poco antes no sólo desapareciera casi repentinamente y del todo, sino que se le reemplazara por el bullicio de un vocinglerío verdaderamente aturdidor. Y sin embargo -¡detalle curioso!- no había discusión alguna allí: todos aquellos nombres, con excepción de Rodolfo, parecían estar perfectamente de acuerdo; se apoyaban unos a otros en sus opiniones. Pero ponían tal interés, tal empeño en demostrarlo; en acentuar lo que uniformemente decían; en recargar los argumentos del vecino con nuevas y más enérgicas afirmaciones en su favor, que al cabo de media hora se convirtió el comedor de Lucía, a pesar de la presencia de señoras en él, en algo así como la sala de un meeting de protesta pública... Todos condenaban a una; todos clamaban venganza; todos alzaban los brazos en ademán amenazador; todos fulminaban excomuniones y censuras... Jamás hombre alguno se vio más indirectamente atacado que Rodolfo en aquellos momentos; jamás se sintió aludido con mayor claridad, vejado con mayor acritud y sutileza...
Las señoras callaban, entre tanto, molestas, contrariadas por aquella escena.
Miró Rodolfo rápidamente a Lucía y la vio más pálida aún que antes. Su semblante denotaba tristeza y disgusto. Algo como la expresión de un profundo desaliento se retrataba en sus ojos. Parecía seguir con afanoso anhelo la acalorada discusión de sus comensales.
Doña Mercedes, grave, silenciosa, denotaba tan sólo circunspección y reserva.
La comida continuó así hasta el fin.
Llegada la hora del café, a una señal de Lucía, levantáronse las damas.
Rodolfo consideró prudente retirarse con ellas. La atmósfera impregnada de electricidad que lo rodeaba podía dar lugar a que se precipitase el rayo. Y en casos semejantes la presencia de la mujer es como un medio aislador, que, interpuesto entre las contrarias fuerzas, impide el choque del cual ha de brotar la chispa y luego el incendio...
Se dirigió, por lo tanto, al salón vecino, dispuesto a acercarse a Lucía y a hablarla. Tiempo era ya de hacerlo. Mas ¿qué iba a decirle? No lo sabía. En aquellos momentos no le importaba tampoco saberlo; tenía ansias de encontrarse cerca de ella y de sentirse como protegido por su vecindad. Solo, le parecía hallarse abandonado. Todos aquellos seres eran sus enemigos y su vista lo acobardaba.
Imposible le fue lograr su propósito. Lucía, obligada a atender a sus huéspedes, no pudo hallar un momento especial para él.
La conversación, tuvo, pues, que ser general, como lo había sido antes de la comida.
Se acercó entonces a doña Mercedes. La excelente señora lo recibió como de costumbre. Su exquisito tacto, su mundo, su refinamiento proverbial, quedaron elocuentemente demostrados en aquella ocasión. Con una frase amable y oportuna supo inspirar tranquilidad y confianza a quien parecía dispuesto a implorarlas.
Pero Rodolfo tenía la muerte en el alma; su situación allí era tan difícil, tan incómoda, tan insoportable, que no pudo resistirla durante largo tiempo. Al cabo de algunos momentos pidió a Lucía permiso para retirarse.
Al despedirse se convenció de que ella, a su vez, había deseado hablarle a solas. Pudo notarlo en la contrariedad con que le dijo su amiga:
-¡Pero, si es aún muy temprano! ¿De veras, se siente usted tan mal que no pueda permanecer en nuestra compañía una hora más?
-Prefiero retirarme, si usted me lo permite, Lucía -replicó Rodolfo con tono y ademán que no daban lugar a la menor duda respecto al verdadero estado de su ánimo.
Y enseguida añadió:
-¿Podría ver a usted mañana?
-¿A qué hora?
-A la que usted disponga
-Le aguardaré, entonces, a la una.
Rodolfo se inclinó y, despidiéndose por segunda vez, salió discretamente de la sala.