Contra la marea: 29
Capítulo XXIX
Dos horas, más o menos, hacía que descansaba, cuando sintió abrirse con brusquedad la puerta de su cuarto.
Se incorporó y vio entrar a Jorge, pálido, agotado, sin fuerzas casi para sostenerse. Con paso inseguro dirigíase Levaresa a un sillón sobre el cual se dejó luego caer pesadamente.
¡Perdido y deshonrado! -exclamó-. ¡Qué catástrofe! ¡Qué catástrofe!
Y ocultó la cabeza entre las manos.
Esta actitud alarmó en extremo a Rodolfo. Lo de la pérdida no lo sorprendía. La esperaba casi. ¡Pero, lo otro!... Jorge había pronunciado una palabra terrible. ¡Y eran solidarios ambos de sus actos!...
La duda torturó tan dolorosamente el corazón de Montiano durante algunos segundos, que sólo entonces comprendió que se había equivocado al juzgar, en una hora de desmayo, perdidos ya para siempre dos sentimientos hasta entonces dominantes en su espíritu: el del honor, y el que por fuerza debía de alimentarse aún allí: la esperanza de recuperar la oportunidad de acercarse a Lucía.
Quiso, pues, salir en el acto de tanta ansiedad:
-¡Deshonrado! -exclamó-. ¡Explícate Jorge!
Levaresa sacó una cartera y alargándola a su amigo, sin atreverse a mirarlo:
-Toma -balbuceó-. ¡Allí lo verás!
Y volvió a echarse como desfallecido sobre el respaldo del sillón.
Rodolfo cogió la cartera y la abrió. La mano le temblaba al hacerlo.
-¡Ciento veinte mil! -exclamó horrorizado, y con voz sorda. Pero si no nos quedaban más que cuarenta mil, ¿cómo has podido?...
Una especie de sollozo de Jorge lo interrumpió.
-¡Lo sé, lo sé! -exclamó Levaresa con mortal angustia y alzándose de su asiento-. ¡Lo sé, y la culpa es por eso sólo mía! Perdí la cabeza, arriesgué el todo por el todo y me excedí. Sé también, por lo mismo, lo que me queda que hacer.
¡Amigo mío, mi destino se cumple! Tú, que eres la víctima te salvarás; yo que soy el único culpable, recibiré el merecido castigo. ¡Por última vez, esa mano y... valor!
Montiano comprendió al punto la terrible resolución de su socio.
En el momento en que éste se disponía a retirarse, se levantó de su asiento cruzándosele en el camino.
-No saldrás de aquí -le dijo con firmeza-. En las grandes circunstancias es donde se prueba el temple de los hombres. Nuestra honra está en peligro; sea. Agotemos entonces hasta el último recurso por salvarla. ¡Siempre nos quedará tiempo para los actos desesperados! Calma, pues, por ahora, y discurramos. La hora es solemne.
Jorge ocultó de nuevo el rostro y volvió a dejarse caer anonadado sobre su asiento.
-¿Cuándo debemos pagar? -preguntó Rodolfo.
-Dentro de cuarenta y ocho horas a lo más. La fecha de la liquidación se nos viene encima, como lo sabes -repuso Jorge.
-Está bien.
Y Montiano inclinó la cabeza y se quedó un momento pensativo.
Revolvió en su mente mil proyectos: halló unos y los desechó luego. Pensó en acudir a Zutano, a Mengano, a éste, a aquél. Pero pronto se convenció de lo difícil que sería obtener dinero por semejante medio. Nadie prestaba, ni aún a interés subido. Los bancos que quedaban en pie habían cerrado la puerta a todo crédito; los usureros mismos tomaban formidables precauciones, exigían garantías e intereses inconcebibles.
De pronto, volvió a alzar Rodolfo la cabeza.
Alargó una mano a su amigo y díjole con acento tranquilo:
-El asunto está allanado. Es preciso pagar inmediatamente.
-Pero ¿cómo? ¿qué intentas? -preguntó con ansiedad Levaresa, poniéndose de nuevo de pie, al mismo tiempo que sus ojos se iluminaban con un rayo de esperanza.
-Escúchame. Estoy resuelto a proceder como lo hace un náufrago que ve de cerca la muerte. Me asiré a la única tabla de salvación que me queda. ¡Que mi padre desde el otro mundo me perdone esta acción si la considera indigna de un hijo suyo! Acabemos, Jorge, de una vez. Ve a pagar hoy mismo todo lo que debemos. Mañana sería, quizás, demasiado tarde; pues sabe Dios si, a sangre fría, y meditando en lo que voy a hacer, tendría fuerza y decisión suficientes para realizarlo. El dinero está ahí, voy a entregártelo.
Y esto diciendo, se dirigió al viejo mueble de caoba donde había guardado días antes los billetes de banco, y abrió uno de esos cajones.
-¡El dinero de Lucía! -exclamó Jorge, retrocediendo, como espantado.
-Sí, el dinero de Lucía -repuso Rodolfo-. Comprendo tu asombro. Pero tranquilízate, no soy capaz de cometer una villanía. ¿Ignoras, acaso, que poseo una propiedad? ¿esta misma casa en que vivo? Pues bien: afectaré, venderé esa propiedad y repondremos el dinero antes de quince días. Bien vale ella el saldo de nuestra deuda.
Jorge, al oír estas palabras, se arrojó en brazos de Rodolfo y, ahogando un sollozo:
-¡Noble y abnegado amigo! -exclamó-. Aprecio tu sacrificio; mas no lo aceptaré...
-¡Lo aceptarás! -le dijo Montiano con acento que no admitía réplica. Y, luego, debes considerar que hay solidaridad en nuestros actos. El dinero que ganaste lo compartimos; compartimos después nuestras pérdidas hoy le llega el turno a la honra. Y ten por seguro que, al intentar salvarla, no la salvaremos íntegra, pues siempre habremos dejado una buena parte de ella prendida a los zarzales de la maledicencia. ¡Ea! No haya discusión sobre este punto; que el tiempo no es lo que nos sobra...
Y tras estas palabras, contó los billetes y entregó el total a Jorge.
Quedaron en el cajón tan sólo ciento veinte mil pesos, saldo de los doscientos mil del dinero de Lucía.