Contra la marea: 13
Capítulo XIII
Una mañana recibió Rodolfo la siguiente misiva:
«Lucía V. de Levaresa suplica al señor don Rodolfo Montiano quiera pasar un momento a verla, pues desea tener con él una entrevista de carácter reservado, sobre asunto que puede interesarle
»Le aguardará antes de la hora del almuerzo».
Fácil será comprender la sorpresa de Rodolfo.
Vistiose apresuradamente; bajó a la playa y paseándose, aguardó con impaciencia la llegada del momento oportuno para acudir a la cita.
Intrigábale en alto grado aquella entrevista reservada de que se le hablaba en la tarjeta. ¿De qué podía tratarse?
Hizo mil conjeturas.
Es el estado en que se hallaban sus relaciones con Lucía, no era posible dejar de hacerlas. La imaginación tiene alas; el deseo las tiene más poderosas aún, y el espacio por donde vuelan el uno y la otra cuando se divisa brillar a lo lejos la luz de una esperanza, resulta insuficiente a su insaciable y anheloso afán.
Aquellos minutos comenzaron por parecer eternos a Rodolfo. Agitado por el torbellino de ideas que se revolvían en su mente, fue perdiendo poco a poco la virtud de la reflexión fría y serena, virtud que hasta entonces y había sido su fuerza; y, sin quererlo, se entregó al pueril encanto de hacer lo que vulgarmente se llama «castillos en el aire». ¡Cuán fácilmente sugestionable es la razón humana, y cuán poco leal al corazón, por más que suela creerse lo contrario!
Abandonose, entonces, el soñador, al dulce convencimiento de que la entrevista solicitada por la gran señora no tendría otro fin que el de abrir, en cierto modo, el camino a la franqueza mutua, a algo que ni siquiera atinaba él a denominar con su verdadero nombre; pero que -y de ello tenía conciencia cabal en aquellos momentos-, habríase traducido ante el criterio de la alta sociedad, si la alta sociedad hubiera llegado a saberlo, en el de una de esas pretensiones que, de inauditas, pasan a rayar en insensatas.
Y en tal modo llegó a dominarlo aquella idea, que cuando los punteros de su reloj marcaron, por fin, las once menos diez minutos y se puso en camino hacia el hotel, sentíase poseído de violentísima emoción.
Llegado al piso principal, se detuvo delante del departamento que llevaba el número 96.
Golpeó suavemente. La mano le templaba al hacerlo.
-Adelante -dijo desde adentro Lucía.
Hallábase ésta, cuando entró el joven, sentada enfrente de una mesa sobre la cual se veían papeles y recado de escribir. Se ocupaba en esos momentos en hojear alguna correspondencia y mantenía aún en la mano un lente de oro con largo cabo de nácar, alhaja que tenía costumbre de usar para el caso, más por moda que por otra razón.
-Buenos días, señor Montiano -dijo Lucía con cierto tono de gravedad que Rodolfo no le había oído emplear en otras ocasiones.
Y luego continuó:
-Le habrá extrañado a usted mi tarjeta. Pero me he resuelto, por fin, a llamarlo para hablarle de un asunto que preocupa mi espíritu desde algún tiempo y que (ojalá no me equivoque) habrá de interesar a usted una vez que le sea conocido. Tome usted asiento
-Estoy a las órdenes de usted, señora -contestó Rodolfo-, con voz que traicionaba su hondo anhelo.
Lucía dejó sobre la mesa el lente y, volviéndose hacia el joven, prosiguió:
-No ignora usted, señor Montiano, que desde la muerte de mi marido, he quedado en el mundo sola -ya que para el caso la compañía de mi madre y de mis pequeñuelos no puede ni debe ser tomada en cuenta-, sola, sin más consejeros que mi propia experiencia y la de la persona venerable a quien suelo consultar de cuando en cuando.
Los años transcurren; el país en que vivo avanza; todo se transforma alrededor mío; y yo voy quedándome atrás con ideas y preocupaciones que, a pesar de la escasa edad, no son de este tiempo, pero de las cuales no quiero, sin embargo, despojarme.
-Y con perfecta razón, señora -interrumpió Rodolfo.
-Dudas y dificultades sin cuenta suelen acosarme -prosiguió Lucía-. La prueba de ello la ha recibido usted en estos días. Nuestras últimas conversaciones le habrán demostrado cuán necesario me es, en las actuales circunstancias, un apoyo discreto y constante.
En mi condición de mujer, me veo imposibilitada a bastarme a mí misma. Pues bien: he creído que el concurso permanente de un criterio honrado, unido a una reputación sin tacha y a cubierto de sospechas irrazonables convendría del todo a mis intereses. Me he fijado en usted en quien encuentro reunidas estas condiciones; en usted el hijo de aquel bondadoso don Julio, tan leal, tan exento de ambición, y que mereció toda la confianza de mi marido.
Y al decir estas palabras, Lucía, se interrumpió un momento; bajó los ojos y alzándolos mucho, entre interesada y escudriñadora, trató de leer en el rostro de Rodolfo la impresión producida por aquellas.
Y enseguida prosiguió:
-¿Quiere usted acoplar, con la renta correspondiente, el cargo de administrador de mis intereses? He aquí el objeto de esta entrevista. Puede usted darme respuesta en el acto o cuando lo desee; siempre que no se tome usted plazo mayor de tres días, porque, al cabo de ellos, partiré para la capital.
Concluyó Lucía de hablar y Rodolfo se quedó como enclavado en su asiento.
Hay silenciosos combates que tienen por campo el alma y que, por lo mismo que suelen durar tan sólo un breve instante, son, a veces, formidables.
Montiano experimentaba en aquellos momentos una mezcla indefinible y extraña de pesar y de placer; de orgullo herido y de orgullo satisfecho; de humillación y de vanidad. Pero lo que mortificaba especialmente su espíritu y afligía su corazón era la evidencia de que, por sobre ello, aparecía, dominándolo todo, un sentimiento bastardo, casi criminal: el rencor; rencor contra la memoria de su padre, ¡de ese padre ejemplar, de ese modesto «don Julio» cuyo descendiente y natural continuador de humildades era ante el criterio de la orgullosa gran señora!...
¡Oh! ¡Cómo le subían al rostro, en aquel instante, los colores de la vergüenza, al recordar con la rapidez más que eléctrica del pensamiento sus «castillos en el aire» de pocos momentos antes! ¡Insensato de mí! -se decía-, ¿y quién me dio el derecho de hacerlos? Mi suficiencia tan sólo mi vanidad extrema.
Y los tormentos internos, producidos siempre en la conciencia de quien adquiere la seguridad de haberse puesto en situación absurda e inconfesable -siquiera sea ante el propio criterio- torturaban atrozmente al infeliz y desilusionado mozo.
¡Lucía! Ese nombre pronunciado así ¿habría de acudir por última vez a sus labios, y luego ir a refugiarse para siempre en el fondo de su corazón?
Los ensueños de poco antes; los mirajes de la fantasía; los lampos de esperanza; los suspiros de impaciencia y de ansiedad ¿qué se habían hecho? ¿Dónde estaban? ¡Todo, todo desaparecía para él ante la sola evocación de su humilde pasado; ante aquella frase, por largo tiempo ya olvidada y oída de súbito otra vez, en el mismo tono de otro tiempo, de labios que la pronunciaban con la misma compasiva y desdeñosa bondad: «¡El hijo de don Julio!».
Y bien: esa frase que estuvo a punto de ahogarlos, salvó del naufragio los más nobles sentimientos de Rodolfo, puestos un segundo en peligro durante la terrible tormenta que la lucha de encontradas pasiones alcanzó a desencadenar en su espíritu.
Tal vez si ella no hubiese sido pronunciada, si Lucía se hubiera limitado al ofrecimiento con que pretendía, sin duda, dispensar favor y honra, Rodolfo no lo habría aceptado. Pero aquel arranque interno suyo de soberbia, aquella ingrata y criminal injusticia hacia la memoria del más bondadoso de los padres, debían tener su castigo y su expiación...
Una lágrima, transparente y amarga, brilló en las pupilas del joven. La sintió él surgir, temblar y desprenderse. Lucía debió verla también, porque incorporándose de súbito, como si tratara de reprimir o disimular una emoción en peligro de ser traicionada, puso termino a la entrevista con estas palabras:
-Bien veo que necesita usted de tiempo para meditar su resolución. Le dejo a usted en libertad.
-Se engaña usted, señora -se apresuró a contestar Rodolfo reponiéndose-. El beneficio y la honra son tan señalados que no admiten vacilación posible. Sólo la sorpresa ha podido embargar mi voz, y el recuerdo evocado por usted hacer acudir lágrimas a mis ojos. Acepto desde luego el favor, y lo acepto lleno de reconocimiento. Al surgir ante la memoria de usted la sombra venerada de mi padre, no podía dejar de presentarse con ella el recuerdo del hijo; porque, en este caso, el hijo y el padre forman una sola entidad, así por la condición social, como por las ideas; por los principios, como por la gratitud. El hijo de don Julio se halla, pues, señora, en su puesto. Administrador, hombre de confianza de la viuda de Levaresa. ¿Qué mayor honra para él? ¿Qué suerte más digna y más lógica podía caberle en la vida?
Y tras esta respuesta recuperado ya sobre sí mismo el dominio suficiente para poder aparentar calma y tranquilidad y asumir la actitud adecuada al papel que desde ese momento entraba a desempeñar, Rodolfo, que se había levantado a su vez, murmuró algunas frases más de agradecimiento, prometió ponerse, en el acto mismo, a las órdenes de Lucía, hizo a ésta una ceremoniosa reverencia, y se retiró de la sala.
Con paso seguro y firme dirigiose enseguida a su habitación.
Pero, una vez en ella, el llanto, por largo tiempo reprimido, rodó abundante, libre, aliviador; sin dique alguno ya que refrenara su desborde de las pupilas humedecidas.
No durmió esa noche. Pero en cambio, meditó mucho y de esa meditación le resultaron no pocas conclusiones útiles, no poca lógica, no poca verdad, por más que su amor propio experimentaba intenso y rudo golpe. Lo vio ofendido, humillado, castigado; y, sin embargo, no lo compadeció. ¿No era él, acaso, el causante único de aquellos extravíos del corazón y de la mente que habían estado a punto de dar por tierra, en una hora de abandono, con principios de largo tiempo atrás arraigados y que hasta entonces se creyera inconmovibles?