Clemencia (Caballero)/Tercera parte/IV
Tercera parte
Capítulo IV
editarAlegría, aunque no necesitaba pretextos para salir de su casa y abandonar el cuidado de su madre a su hermana, y el de sus hijos a las amas, cuando alguno se le presentaba lo acogía presurosa: así un leve resfriado que había tenido Clemencia, fue el que le sirvió para ir a casa de ésta una prima noche.
Pertenecía Alegría a la clase de mujeres desalmadas que se confiesan a sí mismas coquetas, en vista de que el espíritu de imitación francés no sólo ha adoptado la palabra, sino también el vano y frívolo espíritu que la erige casi en una elegante gracia social.
Pero pertenecía también, sin ella confesarlo, a la más perversa variedad de la especie, esto es, a aquella que como medio más eficaz y enérgico de atraer a los hombres, no les demuestran sólo el deseo de agradarles, sino que por más seguridad, tomando la iniciativa, les demuestran que ellos les agradan a ellas. A esta seducción resisten fácilmente los hombres delicados y de mérito, para los que una mujer que baja de su elevado trono se desprestigia completamente; pero en hombres vulgares, en hombres vanos y sin mundo, que tienen la buena fe o necedad de creer que ese amor puesto en feria lo es únicamente a su intención y nacido de un irresistible y apasionado impulso hacia ellos; hombres noveles que no conocen aún que a la mujer que pierde lo morigerado y el orgullo propio de su sexo, pocas virtudes le pueden quedar, aunque las afecte; hombres poco expertos que no conocen que los papeles están trocados, y que la que busca, es porque no es buscada; para éstos, son tales mujeres temibles, por poco que valgan; pues fingen todos los caracteres, todos los gustos y hasta todas las virtudes, haciendo cometer al hombre que cogen en sus perversas redes, toda clase de maldades, dándoles un interesante colorido. Y las leyes humanas son tan cortas de vista y toman tan poco en cuenta la parte moral de los delitos, que castigan al infeliz que robó un triste pedazo de pan para comer, y no han pensado en castigar a la infame que introduce un puñal de dos filos en el corazón ajeno, y destruye la honra, la felicidad y la paz de una familia.
A esto se podrá decir con esas rutineras máximas morales que se confeccionan teóricamente, que estas malvadas llevan en su pecado la penitencia, porque los hombres atraídos se cansan pronto y se hastían de un amor impuesto, así como porque los hombres que salen de su deber no tardan en volver a él, detestando la culpa y la que a ella los arrastró; siendo la reacción tanto más fuerte y enérgica, cuanto más vale el hombre: no es cierto que sea esto para las tales mujeres la penitencia de su pecado, porque no tienen la suficiente delicadeza para conocerlo, ni aun tiempo para hallar un vacío, puesto que cuidan con anticipación de buscar un reemplazo que tenga todo el atractivo y la ventaja de la novedad.
Alegría, como las mujeres de su especie, sentía hacia los hombres, en ludibrio de su sexo, la propensión que es propia de éstos hacia las mujeres, aumentada por la necia vanidad de verse rodeada de enamorados o aspirantes, y el perverso anhelo de triunfar de otras mujeres, sobre todo si éstas valían más que ella. De esto resultaba que cuando no bastaba para lograr sus fines el hacerse seductora, se hacía provocativa, sin que le arredrase respeto divino ni humano.
Era en tanto extremo lo que la absorbían estas innobles pasiones, a que se entregaba sin reparo, que no conocía freno, ni se cuidaba de la profunda repulsa que causaba a las mujeres honradas, y del menosprecio que inspiraba a los hombres que lo ocultaban en frases corteses y ligeras, tanto a causa de la falta de severidad de nuestra sociedad, como por consideración a su marido, hombre que por su posición, y mucho más por su noble carácter, era respetado hasta con entusiasmo por cuantos le conocían.
Entre los hombres de mérito que se hallaban reunidos en casa de Clemencia cuando entró Alegría, es de presumir que al que dirigiese sus tiros fuese a sir George, que ya conocía, y que sospechaba ser el que Clemencia distinguía.
Apenas entró, cuando rehusando el asiento de preferencia que le brindaba Clemencia, buscó como el matador en la arena, el lugar más propicio, y se colocó en frente de sir George, mirándolo al principio con reserva, pero procurando que él lo notase; y viendo que o no lo notaba, o fingía no notarlo, acabó por clavar la vista en él con descaro.
Es el caso de hacer notar la perversidad de ese juego de ojos que tiene la suerte de gozar de impunidad, hasta en la opinión que no suele hacer la vista larga a lo criticable; juego de ojos que con tanta falta de delicadeza, de recato y hasta de conciencia se permiten en público algunos hombres y algunas mujeres, aun sin conocerse, con el mismo cinismo y tranquilidad con que un desalmado se permite una maldad que no deja pruebas.
Esas infames miradas, hijas de la vanidad y del temperamento (puesto que no lo son de amor en los que no se aman), que dicen sin comprometerse, me agradáis; esa unión de pensamientos, esa expresión de deseos, ese contacto espiritual, digámoslo así, es entre personas que no se conocen, una desfachatez, un escándalo, y entre las ligadas a otras, una infamia; es sembrar una planta venenosa y exponerse a que crezca; y es una culpa tanto más traidora cuanto que se puede negar con toda seguridad. La maldad que consigo lleva su peligro, tiene al menos el valor de arrostrarlo; pero la que en la mano lleva su impunidad, es cobarde e insolente a la vez, y mata a un corazón diciéndole fríamente al verlo sufrir: Te suicidas.
Varias y mañosas disculpas había dado Alegría a su marido cuando le había reconvenido con dolor de corazón sobre estos y otros desmanes. Se había exaltado unas veces, probándole en tono declamatorio que era él un celoso, ciego e injusto, y ella una vestal; y otras, atrayéndolo y engañándolo con algunas monadas y algunas pruebas de ese amor universal que tienen tales mujeres.
Largo tiempo había engañado al Marqués, a pesar de ser un hombre de tanto valer, pues ser engañado no es una prueba de tontería sino de buena fe, como lo prueba el que más fácilmente se engaña a un discreto que a un necio. No obstante, Alegría, abusando de la confianza, esa noble calidad de su marido, había desde su venida a Sevilla hecho tales exterioridades con su antiguo amante Paco Guzmán, que las sospechas del Marqués habían tomado cuerpo, y su honor se había alarmado.
Sir George era hombre que calzaba muchos puntos para que una coquetería tan vulgar y descocada lo pudiese seducir. Es probable que en otras circunstancias no habría sido tan desdeñoso un hombre corrompido, como lo era sir George, pues la mujer que busca al hombre tiene la fácil tarea de aprisionar al vencido; pero Sir George tenía demasiada delicadeza en su imaginación para dejarla impresionar ante un ser que la llenaba toda, por otro ser que no alcanzaba a ocuparla, y que aun en circunstancias normales no habría sido para él sino un ligero pasatiempo. Tampoco era bastante novel para pensar en el mezquino medio de estimular por celos el naciente amor de una mujer como Clemencia; muy al contrario, conocía muy bien cuánto perdería a sus ojos si llegase a comprender que acogía las provocaciones de una coqueta de la especie de Alegría.
La inalterable indiferencia de sir George picó a ésta, que pasó a otra clase de agasajos más directos. No hubo pregunta que no le hiciese, afectando no contestar ni hacer atención a los demás que le hablaban o se ocupaban de ella, para atender y ocuparse única y exclusivamente de él. Le instó a ir a Madrid, poniendo a Sevilla y a su sociedad en ridículo con lo más picante de la burla y lo más agrio de la sátira, armas tan bien manejadas por ella; pero todos sus artificios se estrellaron contra un frío glacial, que sólo se halla en los polos y en el continente de un inglés que lo quiere ostentar. Sir George, sin faltar a la más estricta finura, propia de los hombres de la sociedad a que él pertenecía, vengó tan cumplidamente a Clemencia de las perversas y traidoras intenciones de su prima, que ésta, en quien siempre predominaba la bondad, se sintió impulsada a desear que estuviese el hombre que ya amaba con vehemencia, menos seco y rechazador con su prima.
Clemencia nunca había sentido celos, y tampoco nunca había comprendido que hubiese mujeres que provocasen a los hombres, y menos que esto lo hiciese una mujer casada.
Estas tristes cosas que por vez primera vio y sintió, cubrieron su hermoso y franco rostro como con un velo de tristeza, pues era muy sincera para ensayar el disimular su malestar, con una alegría y animación ficticias.
Lo que motivaba esta suave tristeza, por no estar en antecedentes secretos, nadie lo comprendió sino el Vizconde, a quien partió el corazón, y sir George, que se dijo:
-Mucho debo a la loquita marquesa de Valdemar.
-¿Estáis triste o preocupada, contra -vuestra costumbre, Clemencia? -dijo don Galo lleno de amable interés y de intempestiva desmaña.
-No estoy triste, don Galo, pues gracias a Dios no tengo motivo para estarlo -respondió Clemencia.
-¿Con que, -dijo Alegría a sir George-, con que decididamente no vendréis a Madrid?
-No señora.
-Si vinieseis yo sería vuestro cicerone, y os proporcionaría ver cuantas bellezas y riquezas tiene la corte, que son de un mérito tal, que se lo envidian vuestra soberbia Londres y el brillante París.
-Señora, ha mucho tiempo que está extinguido en mí todo género de curiosidad. Clemencia -prosiguió dirigiéndose a ésta-, ¿nunca habéis estado en Madrid?
-No señor, -contestó ésta.
-¡Oh! -exclamó entusiasmado don Galo, que, como sabemos, era madrileño-, es preciso que Clemencita vea a Madrid.
-Sí, sí, don Galo, es preciso hacer que vaya -dijo sir George-, pediréis licencia y acompañaremos a la señora en este viaje.
-Me place -exclamó Alegría riendo y fingiendo lo mejor del mundo benignidad y buena fe-: ¿con qué rehusáis lo que os brindo, y le ofrecéis eso mismo a mi prima?
-Marquesa, lo he hecho, porque siendo sola la señora, podrían quizá serle útiles mis servicios.
-¿Clemencia, estáis triste o preocupada? -dijo por tercera vez don Galo con inquietud-: ¿os duele la cabeza?
-No señor -contestó Clemencia sonriendo-, si hablo menos que otras noches, es porque escucho más; no hay otra causa.
Sir George, primero que ninguno, y mucho antes que lo tenía de costumbre, se retiró por conocer cuán penosa era la situación de Clemencia; pues el hombre refinado en cosas de mundo y de delicadeza, aun cuando no ame con pasión, sabe con fino tacto hacer cuanto es grato y lisonjea a la mujer que pretende agradar; puesto que la delicadeza, aun la adquirida en la esfera aristocrática del trato, tiene sutilezas tan exquisitas y tan dulces, que pueden equivocarse con las emanaciones del corazón, como un bien pulido cristal con un brillante.
Clemencia sintió al ausentarse sir George un profundo sentimiento de bienestar y de gratitud hacia él, así como lo había previsto éste al irse.
Apenas se fueron las personas que acompañaban a Clemencia y ésta se halló sola, cuando vio entrar a sir George.
Clemencia lanzó un grito sofocado de sorpresa.
-¡Oh! ¡no me riñáis! -exclamó éste, arrodillándose a sus pies-; perdonad, perdonad. No he salido de vuestra casa; aburrido, fastidiado de esa mujer, que cual una pesada nube ante el sol se interponía entre vos y yo, me alejé, entré en la galería que precede a los estrados, y allí, pensando en vos, Clemencia, solo y sin importunos, he aguardado este momento para desearos una noche tranquila sin testigos. Nadie me ha visto, no temáis.
-Es -repuso Clemencia agitada-, que no se trata de si os han visto o no os han visto, sino de lo que habéis hecho: os habéis escondido...
-¡Oh! ¡no, Clemencia, no! No deis mal nombre a una acción sencilla, pues lo que he hecho es sólo alejarme de la sombra que se interponía entre vos y yo.
-Sin mi consentimiento...
-¿Queríais que os lo hubiese pedido?
-Sir George -dijo Clemencia con lágrimas en los ojos-, abusáis de mi aislamiento; no hubieseis hecho eso si yo tuviese padre o hermano.
-Clemencia, vuestro rigorismo excesivo os hace dar a las cosas un colorido que no tienen, y vuestra frialdad os hace juzgarlo todo con la severidad de un juez centenario. Sois libre, Clemencia, yo lo soy, os amo: ¿quién, pues, puede impedirnos, ni qué deber de moral nos puede retraer, a mí de decir que os amo, y a vos de escucharlo?
Clemencia aspiró cual si fuese a hacer una exclamación; pero se detuvo y calló.
-¿Me aborrecéis, pues, Clemencia?
Clemencia no contestó y bajó los ojos.
-Si no me aborrecéis, ¿a qué pues hacerme infeliz con esa impasible frialdad? ¿Qué os puede impedir amarme, si a ello os inclina vuestro corazón por simpatía o por lástima? ¿Amáis por ventura a otro, y es esa la causa de que seáis tan inexorable?
-¡Ay! no, no, no -exclamó Clemencia a pesar suyo-; a nadie amo.
-Pues, entonces, decidme al menos, ¿por qué me rechazáis?
Clemencia calló un instante, y dijo luego con voz tan queda que apenas se oía:
-Bien veis que no os rechazo.
-Pues decid que me amáis -exclamó enajenado sir George.
Clemencia, tan conmovida que no acertaba a hablar palabras para expresar su sentir, movió su cabeza en señal de negativa.
-¿Por qué no, Clemencia? -pregunto sir George con voz dulce y tono suplicante.
-Porque -contestó ésta-, no puedo pronunciar tan a la ligera una palabra que decidirá del destino de mi vida.
Sir George disimuló a la perfección un movimiento de despecho, y dijo en tono suave:
-Agradeceré menos lo que deba a la reflexión que lo que deba al impulso del momento, Clemencia.
-Decidme, sir George- dijo ésta al cabo de un momento de silencio-, ¿qué os lleva a amarme?
-Vuestra sin par belleza.
Sir George no daba esta respuesta aturdidamente; la creía de buena fe la más lisonjera a la mujer.
En el semblante de Clemencia se extendió una profunda expresión de melancolía al preguntar de nuevo con suave y triste acento:
-¿Y no me amáis por nada más, sir George?
-¡Oh! sí -contestó éste-, os amo además por que nunca hallé unidos como lo están en vos, la delicadeza en el sentir y la gracia en el pensar.
¡Cuánto lisonjean las palabras del hombre que ama el corazón de la mujer, aunque no llene sus exigencias! ¡Cómo rechaza la voz que de su íntimo ser le grita: No es eso!
La inocente razón de Clemencia no hallaba causa para desconfiar del amor de sir George, y no obstante, su instintivo sentir no estaba satisfecho. En este tira y afloja en que se agitaba su alma, no hallaba ni motivo que justificase un desvío que hubiese sido para ella un sacrificio; pero tampoco hallaba concordancia que le inspirase confianza y arrastrase su asentimiento.
-¿Puedo al menos esperar? -dijo sir George con tono triste y desanimado.
Clemencia se sentía en aquel instante tan feliz y tan conmovida, que una sonrisa tan dulce como alegre, embelleció su rostro al contestar con su gracia benévola:
-¿No podéis esperar sin autorización? La esperanza es un deseo consistente que como tal no ha menester de estímulo; mas ahora -añadió con gravedad, poniéndose en pie-, ahora partid, sir George, si no queréis que vuestras exigencias hagan mal tercio a vuestras esperanzas.
Sir George, satisfecho de las ventajas adquiridas, no quiso exponerse a perderlas chocando con la delicadeza de Clemencia, y obedeció.
Mientras más trataba Clemencia a sir George, y mientras más reflexionaba, más crecían los sentimientos encontrados que le inspiraba; y entretanto que su amor ascendía a pasión, sus recelosas zozobras llegaban a dolorosa angustia.
¿Quién decía a aquella mujer niña, que nada sabía de pasiones ni concebía fingimientos, en un país en que el invadiente extranjerismo no ha podido aún pervertir la franca nobleza del carácter nacional, ni introducir el horroroso arte de fingir, que las lágrimas que veía verter al hombre que amaba, no eran lágrimas de corazón? ¿Quién, que todas aquellas demostraciones y extremos no eran hijos de una verdadera pasión? ¿Quién que aquellas palabras tan ardientes no eran sentidas? La gran sinceridad de su alma, pues en punto a sentimientos, nada es más difícil de engañar que la sinceridad, puesto que desde luego echa de menos su reflejo.