Clemencia (Caballero)/Tercera parte/V

Tercera parte

Capítulo V

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No llevaba Alegría al salir de casa de Clemencia tan ofendido su amor propio y tan picada su vanidad como se podría pensar de una persona de su índole y pasiones. Esta clase de mujeres tienen sobre las que carecen de lauros y apasionados, la desventaja de sufrir a veces lo que no tienen las otras, gran cosecha de desengaños, cuando no de desdenes o de ridículos.

Paco Guzmán, con quien estaba en relaciones de amor, había entrado en casa de Clemencia antes de haberse despedido sir George, había notado el juego de Alegría, se había encelado, y esto había sido para ella un goce que compensaba su fiasco en la emprendida conquista.

Salió acompañada por él, a pesar que sabía que aun antes de casarse, el Marqués había tenido celos de éste su apasionado.

Apenas se hallaron en la calle, cuando prorrumpió Paco Guzmán en amargas quejas y recriminaciones.

Alegría se echó a reír, lo que exasperó más a Paco.

-No has mudado, no -exclamó irritado-. Si tu placer ha sido siempre reír del mal que causas.

-Río -repuso Alegría-, de la idea de que pudiese semejante varal con su cara de pero de Ronda gustarme a mí.

-No has hecho sino dirigirle la palabra.

-Porque me divierte en extremo oírle pronunciar el español; no me he reído en sus barbas por la negra honrilla de dama atenta.

-Pero le has invitado a ir a Madrid.

-Por hacer rabiar a Clemencia, a la que no creo le parezca el tarasco costal de paja. Además, Paco -añadió Alegría con descarado cinismo-, ya sabes que soy coqueta: me gusta, sí, me gusta mucho que todos me miren y se enamoren de mí; me gusta que rabien las demás; ¿qué te importa, -añadió con zalamería-, si sabes que tú eres el hombre que llena mi corazón, mi capricho, mi gusto y mi vanidad, al que sólo he querido siempre, quiero y querré? Nada borra un primer amor, Paco mío; mi madre me casó con el alma de Dios de mi marido sin consultarme; cuando le hablé de ti, quiso enviarme al campo como a Constancia; me amedrantó; el escándalo me asombró; soy dócil, cedí; pero ceder no era arrancar de mi pecho mi primero, mi solo amor.

Todo lo antedicho, era, como colegirá el lector, falso y mentido.

Alegría se llevó el pañuelo a los ojos.

-Si vieras -añadió con voz de llanto-, ¡qué de sinsabores me ha costado el haber ido a tu cita la otra noche, y de qué mentiras he tenido que valerme para disculpar mi larga ausencia! Tú nada de eso tienes que sufrir; por eso siempre te dije que yo te quería más que tú a mí, pues de ello te doy más pruebas.

Los amantes iban tan ensimismados y embebidos en lo que hablaban, que no vieron a un hombre embozado, que parado había estado frente al zaguán de Clemencia, y los venía siguiendo.

Cuando entraron en casa de la Marquesa, estaban completamente reconciliados. Alegría afectaba aún un airecito melancólico como el de la inocente víctima de una injusticia y de una triste suerte.

Paco Guzmán estaba más alegre, más petulante que nunca.

Aquella noche la Marquesa no se había recogido aún, y estaba sentada en un sillón; a su lado estaba tranquila e impasible como siempre, su hija Constancia.

Alegría entró primero, pretextó dolor de cabeza y se sentó al brasero. En seguida de ella entró doña Eufrasia; poco después Paco Guzmán.

Al verlo doña Eufrasia, que le conservaba toda su ojeriza, dijo a Constancia a media voz:

-¡Vaya un disimulo! Con tu hermana venía, que yo los vi.

-Nada de extraño tendría -contestó ésta.

-¿Con qué nada de extraño tendría? -repuso la severa dragona-: vamos, hija mía, parece que tienes confesor de manga ancha. Sabes que su marido no quiere que se acompañé con él; y la mujer que no hace lo que quiere su marido, cate usted ahí un divursio.

-Cambio de ministerio -dijo Paco Guzmán después de saludar y de informarse del estado de la Marquesa.

-¡Qué me importa! -contestó la pobre señora suspirando.

-Salir de sillas y entrar en Caribes -exclamó doña Eufrasia, que quería decir Scila y Caribdis.

-¿Qué le han hecho a usted los ministerios que los pone de caribes? -preguntó Paco Guzmán.

-¿Qué me han hecho? ¡pues no es nada! el día del juicio lo verán, ¡pícaros! ¡ladros! ¿Y vos los defendéis? Será por espíritu de contraposición.

-Los defiendo a capa y espada; se ha hecho en extremo ganso y vulgar criticar a los gobiernos. Nadie de buen tono lo hace; pero vos, señora, ¿por qué armáis contra ellos vuestras formidables baterías, de que habla Napoleón en sus memorias? ¿Qué os han hecho los Ministros, esos pobres Atlantes?

Doña Eufrasia levantó al cielo sus redondos ojos sin contestar.

-Que no le pagan, claro está -dijo con impaciencia la Marquesa.

-¡Ah! ¡ya! ¿la viudedad? -exclamó Paco Guzmán-. ¡Ay! ¡las viudas! ¡qué plaga! ¡En el mundo hay un país con más viudas que España!; son innumerables, son inmortales, son dobles, pululan, se multiplican, cada militar deja un ciento, cada empleado una docena. No hay presupuesto que alcance a pagar las viudedades; son el pozo Airon de las rentas del estado; me desespero en pensar que las contribuciones tan crecidas que pagamos, en lugar de ser para hacer carreteras, son para tanta viuda a cual más inútil, que viven de nuestra sangre como sanguijuelas monstruos. Debería haber un sabio y económico Herodes que dispusiese un degüello de inocentes viudas.

Fue tal el asombro e indignación de doña Eufrasia al oír esto, que por primera vez en su vida, depuso el aire marcial e indomable para tomar el de víctima, y exclamó con énfasis:

-Hasta aquí el huérfano y la viuda, si bien no habían sido pagados, habían sido tratados con gran consideración y lástima; pero en el día hasta eso se pierde. Señor, ya nada va a detener tus iras, y el fuego del cielo caerá sobre España como sobre Coloma.

-Señora -prosiguió Paco Guzmán-, cuando sea diputado propondré, para remediar la plaga de viudas que nos aflige, el establecer aquí la sabia costumbre que existe en el Malabar.

-¿Y cuál es esa costumbre? -preguntó doña Eufrasia, a la que interesaba en extremo todo proyecto concerniente a este asunto.

-Señora, en aquel sabio país, cuando se muere un hombre que tiene esposa...

-Bien, ¿qué?

-A esta interesante viuda...

-Bien, ¿a esa interesante viuda?...

-No vayáis a pensar que se le busca otro marido, eso no.

-¿Pues qué se hace?

-Se le enciende una hoguera.

-¡Una hoguera! ¡Vaya una idea! ¿Y qué se le remedia con eso?

-Todos sus males.

-¿Sí?

-Sí; pues en esa hoguera se quema ella.

-¡Jesús, María y José! -exclamó doña Eufrasia, poniéndose las manos en la cabeza-, ¡qué herejía! ¡qué barbaridad! ¡qué sacrilegio! Eso clamaría al cielo si fuese verdad; pero como se miente hoy día más que lo que se da por Dios, no hay que creerlo.

-¡Vaya si es verdad! y es lo más sabio que he oído en mi vida. En aquel país, modelo de delicadeza conyugal, toda viuda honesta se avergonzaría de sobrevivir a su marido.

-Si se encendiesen las hogueras para los embusteros y fueran allí por grados, me parece que iría usted el primero -repuso doña Eufrasia dejando el tono sentimental y declamatorio.

-No miente, mujer -dijo con displicencia la Marquesa, como para cortar la disputa que le fatigaba oír-; me han dicho que eso se hace allá entre unos salvajes que no son cristianos.

-¡Ya! ¡cómo habían de serlo! -exclamó doña Eufrasia-; pero no quita que Paco Guzmán, que tampoco lo es, sea capaz de aconsejarlo en esa Samblea de Madrid, a la que sólo faltaba esto para coronar sus herejías y disparates. ¡Y luego nos vendrán hablando de la inquisición! Esa quemaba a los judíos, bendita sea su alma; pero pensar en proponer quemar a las viudas, porque eso se hace allá en Malapar o en los quintos infiernos, hasta allí podía llegar el espíritu de mitación. ¡Oh! si Matamoros viviese, ya sería esa Samblea para qué ha nacido. ¡Herejes! ¡desalmados! Pues oiga usted, Paquito, a usted no le disgustan las viudas; y ahora un mes andaba usted tras de una que bebía los vientos; yo todo lo sé, ¿está usted?

-Pues ya se ve que me gustan las viudas, como que no soy ministro de Hacienda, siempre que sean posteriores a la guerra de la pendencia -contestó Paco Guzmán, al que no había hecho gracia ninguna la observación de doña Eufrasia, la que aludía a Clemencia.

-Constancia -dijo la Marquesa-, hoy me ha sentado mal el caldo; tenía grasa.

-Madre, yo misma lo colé por un pañito mojado.

-Nunca para ti llevo razón en nada de lo que digo. Bien, no me volveré a quejar, aunque me traigas agua sucia en lugar de caldo.

-No, madre, no, mañana lo colaré por una bayeta.

-Vamos a acostarme, que me siento muy fatigada; aunque le toca velarme a Andrea, no te desvíes de mí, ¿estás?

-El cuidado será mío, madre.

Constancia agarró el brazo de la enferma con el mayor cuidado y suavidad.

-¡Jesús! ¡qué manos tan duras tienes! -le dijo ésta-: ¡cómo me oprimes!

-Temía que os cayeseis, madre: estáis tan débil.

-Ya; pero el remedio es peor que el mal. Eufrasia, dame el brazo, que mi hija es muy torpe.

Doña Eufrasia ayudó a Constancia; Alegría no se movió y aprovechó el rato que estuvieron solos para hacer una escena a Paco Guzmán, a la que dio motivo la alusión a la viuda que había hecho doña Eufrasia.

Alegría acertó que se refería a Clemencia, y dijo cuanta maldad se le vino a las mientes, de su pobre prima.

Entraron en seguida don Galo, don Silvestre y las otras personas que aún se reunían en casa de la Marquesa, las que aquella noche echaron de menos al marqués de Valdemar, que no concurrió.

Alegría estaba inquieta.

-¡Es cosa rara! -dijo de repente don Silvestre.

-¿Qué cosa? -preguntó escamada Alegría.

-Que hace tres días que no se ha visto el sol ni poco ni mucho.

-Se habrá perdido -contestó con impaciencia Alegría.

-¿Qué tenéis, Marquesa? Me parece que estáis distraída -dijo don Galo.

-Puede que lo esté; es el estarlo el mejor modo de pasar una su tiempo en Sevilla -repuso Alegría.

-Vamos, que será porque tarda el Marqués; no os inquietéis por eso, algún amigo lo habrá entretenido en el casino: ¿queréis que vaya a verlo?

-¡Pues eso faltaba! -repuso Alegría- ¿Pensáis acaso que tema yo que se haya perdido, como parece temerlo don Silvestre del sol, o que padezca de eclipse perpetuo? -contestó con burlona y acerba risa Alegría.

A la mañana siguiente entró Alegría afectando buen humor en el cuarto de la Marquesa.

-Madre -dijo después de haber tocado otros puntos-, ayer recibió Valdemar noticias de Madrid, que hacían allá su presencia urgente: así es que ha partido esta mañana. Me encargó deciros que no se despedía por ser siempre tristes las despedidas, y más en el delicado estado de salud en que os halláis, y porque volverá conforme se lo permitan sus asuntos.

La Marquesa había oído lo que decía su hija sin que le llamase mayormente la atención; pero Constancia palideció atrozmente.

-Dios quiera que vuelva pronto -dijo la enferma-, pues me acompañaba mucho y me velaba lo que tú no puedes. ¿Por qué no me has traído los niños?

-Se los ha llevado -respondió Alegría.

-¡Qué se los ha llevado! -exclamó su madre.

-Sí, señora, así lo exigía su abuela que quería verlos, y como él se pasa de buen hijo, ha complacido a su madre, aunque yo hubiese preferido que se hubiesen quedado.

-Se pasa de buen hijo, sí, y de buen yerno también -dijo la Marquesa.

Constancia se había acercado a una cómoda en que se hallaba una botella de agua, había llenado un vaso, y se lo llevaba con mano trémula a los labios. Lo tenía previsto antes y ahora lo comprendía todo.

Cuanto había dicho Alegría era falso: Constancia tenía esa convicción; lo que era cierto y callaba era el contenido de esta carta que halló por la mañana sobre su tocador.

Señora:

El hombre puede y debe perdonar: es el perdón virtud tan noble y generosa, que por eso sólo se practicaría, aun cuando no fuese un deber cristiano; pero el hombre no puede volver a hacer suya la mujer que lo ha sido de otro; el vínculo que fue profanado, dejó de existir, autorizado el ofendido a disolverlo por las leyes humanas y por las divinas, e impulsado a ello por su corazón así como por su honor.

No quiero, no obstante, que en el caso presente lo publique un escándalo, pues la sangre nada lava, nada borra, y mancha la conciencia; tampoco quiero que lo disimule una hipócrita ocultación; la ausencia salva ambos extremos. Nada faltará a la madre de mis hijos, sino el respeto de éstos a que no es acreedora, y el aprecio de su marido, de que no es digna.

Valdemar.


Alegría, al leer la carta, lloró mucho, no lágrimas de dolor, ni de arrepentimiento, pero de despecho y coraje, porque perdía su bella posición; pero como mujeres del carácter de Alegría ni aun cálculo tienen, después de desahogar su primera impresión de despecho, se sosegó y bajó serena, como se ha visto, al cuarto de su madre. Lo que pintamos no parecerá verosímil ni menos real, y lo es. No es siempre cierta la general creencia de que las maldades tengan hondas raíces; las hay sin raíces, porque no las necesitan para medrar, siendo parecidas a las plantas del coral, que crece por su propia virtud con nuevas generaciones de pólipos que engendra, como aquéllas con nuevas cáfilas de maldades que brotan las unas de las otras.

Cuando el mundo ve efectos cuyas causas ignora, se las supone indefectiblemente desfavorables, aunque no lo sean: así no era de esperar que la repentina ausencia del Marqués, que se llevaba a sus hijos, ausencia tanto más extraña en el estado en que se hallaba su suegra, y en un hombre cuya alta posición social le eximía de toda clase de obligaciones, se interpretase candorosamente del modo que deseaba Alegría. No sólo se supo la verdad; pero se adornó con todos los requilorios que fragua la maledicencia.

Paco Guzmán, desesperado por lo acaecido, partió por respeto humano para Extremadura. Alegría se ofendió de esta prueba de consideraciones sociales y de respeto a ella, y trató de buscar quien la consolase de ausencias. Paco Guzmán llegó a saberlo; se indignó, pero se afectó poco: la razón lo había llevado a arrepentirse de sus criminales amores; la noble conducta del Marqués, cuyo digno papel hacía en esta ocasión tan despreciable y odioso el suyo, lo había avergonzado, y sobre todo la ausencia lo había enfriado.

Pertenecía Paco a una clase de hombres poco comunes en España, pero que no obstante se encuentran. Era todo en él efervescente, y nada era profundo, todo vehemente y nada duradero. Pasaba su sentir en todas cosas de la calentura al marasmo sin transición. En el primer momento se dejaba llevar a todos los extremos buenos y malos; pasado éste, cual la vela a que falta el viento, caía inerte. No echando raíces en él ningún sentimiento, no se habría hallado enemigo más inofensivo; pero como amigo dejaba mucho que desear, pues si no conocía el rencor, tampoco conocía la gratitud, que es el sentimiento de raíces más profundas. No había ninguno que tuviese menos estabilidad, no sólo en su sentir, sino también en su pensar. Cada día un observador habría notado en él una nueva faz, no por cálculo ni estudio, como se ve en muchos que guían las circunstancias o la ambición, sino por naturalidad, pues era sincero, y aun cínico, así en sus afectos como en sus indiferencias, no honrando lo bastante la opinión ajena para contrarrestar con la fuerza de su voluntad, ni la apatía ni los extremos a que se entregaba. Olvidan tan de un todo estos hombres lo que han hecho, dicho y pensado, si llega a perder para ellos su interés y su actualidad, que extrañan y se ofenden que alguien, aunque sea el ofendido, pueda conservar el recuerdo de lo que pasado ya, se sumió para ellos en la nada. En tales hombres sin lastre (y los hay que parecen hasta graves) nada malo se arraiga, y nada bueno se estabiliza: así es que instintivamente nunca inspiran a los demás ni repulsa acerba, ni confianza entera; por lo que jamás tienen, ni enemigos encarnizados, ni amigos firmes. Su buen sentido (si lo tienen) alcanza siempre una fácil victoria en estos hombres, cuando lo escuchan; pero en cambio no conoce su corazón el grande y verdadero contrapeso del mal, el solo que puede borrarlo, el arrepentimiento, porque con la ligereza de su sentir, dan poco valor a la maldad, y no gradúan lo profundo de las heridas que han hecho. Creen que la ingenuidad y la buena fe que hay en confesar una culpa pasada, basta para borrarla y éste es un error grande y grave. Ni Dios ni el hombre bueno perdonan, si a la culpa no sigue manifiestamente el arrepentimiento. El arrepentimiento es condición precisa al perdón, y este gran mérito, esa hermosa reacción, este enérgico repudio a la culpa, es por desgracia muy poco común; y no se crea que es esto una paradoja, no. En los unos la gran ligereza le seca apenas nacido; en otros, el amor propio lo ahoga en germen, y en otros, ¡ay! la falta de moral lo desconoce y lo rechaza. Nuestra santa y sabia madre la iglesia, comprendió esto, y por eso instituyó el tribunal augusto de la penitencia obligatoria, pues sólo allí se siembra prácticamente la verdadera, salutífera y productiva planta que purifica el corazón; sólo ese santo tribunal, cual la vara de Moisés, hace brotar de una dura peña las aguas que han de lavar nuestra conciencia. Y dicen a esto los seides del protestantismo y los flojos y fríos apóstoles del indiferentismo: ¿A qué santo ir a confesar sus culpas a otro hombre como nosotros? Basta confesárselas a Dios. ¡Oh orgullo humano! ¡Oh cortedad de vista del orgullo, tanto más deplorable cuando que es voluntaria en aquellos cuya vista alcanza a poder divisar el elevado origen de todas las instituciones de nuestra santa religión católica, que cual el sol atraviesa los siglos sin perder su eterna luz, su calor constante! ¡Y llamarán los hijos del siglo de las ficticias luces reacción a las voces que gritan y gimen contra la tendencia que se afana en desolemnizar cuanta creencia y culto conserva el hombre en su alma, y cuanta poesía conserva en su corazón! ¡Dios santo! ¿dónde querrán llevarnos los enemigos de la religión y de todo lo existente, que empezando por los filósofos del siglo XVIII, pasando por Marat, Robespierre y Proudhon, tremolan el rojo pendón?