Clemencia (Caballero)/Tercera parte/III

Tercera parte

Capítulo III

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Sir George concurría con otras muchas personas a primera noche en casa de Clemencia, donde permanecía hasta las nueve, hora en que indefectiblemente iba ésta acompañada por don Galo Pando a casa de su tía. Sir George cuidaba siempre de llegar antes que ninguno, lo que le proporcionaba el placer de estar algún tiempo solo con Clemencia, y en verdad que estos ratos tenían para él un imponderable atractivo.

La candidez y alegría de Clemencia, esa hija de la naturaleza, parecía fundir el hielo con que la vida artificial y disipada del mundo había apagado hasta la última centella del fuego sacro en el alma de sir George.

La naturalidad del trato de Clemencia, la sinceridad que respiraba todo su ser, la rectitud con que sin esfuerzo, sin gazmoñería y sin estudio seguía siempre en cuanto hacía y decía la senda recta, le arrastraban a deponer ese modo de ser artificial que se vuelve a veces una segunda naturaleza en las gentes del gran mundo anglo-franco. Había sentido y aprendido el imponderable encanto peculiar al trato español, la confianza, esa hija de la naturalidad y de la sinceridad: así era que al lado de Clemencia, cuando estaban solos, se sentía sir George con delicia, joven, alegre y casi niño; reía con ella con una risa sincera e inocente, desconocida mucho tiempo había a sus labios; era casi sencillo y cariñoso; descendía con placer a los más pequeños detalles de la vida de Clemencia; conocía a su tío, a su padre, a VillaMaría, a sus flores, a sus pájaros.

-¡Oh! -solía decirle-: Sois delicada por naturaleza, culta instintivamente, y poeta espontáneamente: ¿qué hada os hizo al nacer lo que sois?

-No soy hada, sir George -respondía con su incontestable sinceridad Clemencia-; mas puedo decir con el poeta de Oriente: No soy la rosa, pero he vivido a su lado.

Era entonces él amable cual pocos; su conversación, llena de entendimiento y de chistes, arrastraba tras sí, seduciendo sobre todo a las personas de talento e ilustradas; porque, como ha dicho tan bien el ilustre literato Pastor Díaz, el talento subyuga con más fuerza al talento que a la ignorancia. También subyugaba a Clemencia la alta esfera en que se movía su amigo; pero algo triste le quedaba siempre, después que se ausentaba y cesaba el encanto, sin definir la causa: era que su corazón no hallaba en aquel sol brillante, pero frío, el calor que hace brotar la fe y la confianza.

Si alguien entraba, sir George era otro hombre; el que un momento antes atraía con su gracia y amenidad, rechazaba ahora por aquel entono, aquella morgue, como dicen los franceses, tan propia de aquellos que entre la aristocracia inglesa creen que para alzarse no hay mejor medio que el de rebajar a los demás. Rechazaba igualmente por la constante ironía, tan del gusto de la época, que muchos, que tenían entera buena fe, no siempre comprendían, pero que aun sin alcanzar toda su hiel, a nadie dejaba satisfecho. Complacíase en diferenciarse de los demás: así era que demostraba la mayor indiferencia por lo que interesaba o entusiasmaba a todos, y se ocupaba en seguida de puerilidades que a nadie llamaban la atención: por lo cual nunca celebraba la Catedral, ni el Alcázar, ni la Lonja, ni los cuadros de Murillo; pero se entusiasmaba con los bonitos puestos de agua, para chafar el sensato sentir ajeno.

Una noche en la que más que nunca había sido amena y animada la conversación de Clemencia y de sir George vivificada con aquel delicioso sentimiento que ambos abrigaban de agradarse mutuamente; convicción que cual un benéfico genio parece soplar el sobrefuego de nuestro entendimiento para hacerlo brillar en vivas llamaradas, produciendo en los ánimos ese enjouement, como llaman los franceses a un estado de inocente, pura y alegre excitación. En él se mezclaba el amor sin nombrarse, como se oye en un jardín la melodía de una música oculta en la enramada. Sir George le descubría; Clemencia le ignoraba aún.

-Clemencia -dijo sir George con sincero entusiasmo-; entre la niña que encanta y el hada que admira, hay un ser encantador, y es la mujer que se ama. ¿No preferís el serio a los otros seres que alternativamente sois?

-Sir George -contestó Clemencia-, no concibo la felicidad de ser amada, a no ser por un solo hombre.

-¿Qué hombre, Clemencia?

-El que yo amase.

-Sois quizás la única mujer a quien esto sucede.

-¿Esto es decir que soy original? -repuso Clemencia volviendo a su tono festivo-; ved, pues, la verdad de uno de los evangelios chicos de mi Padre: no es la fortuna para quien la busca, sino para quien la encuentra.

-¿Y vos no queréis amar, Clemencia? ¿Habéis quizás hecho un voto que os lo impida?

-No señor; pero el amar o no amar, no consiste en querer o no querer amar.

-Para naturalezas tan dóciles y sumisas a la voluntad como lo es la vuestra, me temo que sí.

-¡Ojalá dijeseis verdad! -repuso suspirando la sincera Clemencia, que recordaba a Pablo.

Cuando sir George, que dio otro sentido a la frase, enajenado iba a contestar, se abrió la puerta y entró el Vizconde.

Sir George, que era siempre frío, irónico, escéptico y poco comunicativo, y que a duras penas y sólo en la intimidad de una mujer hermosa, levantaba su habitual estado de sitio, no necesitaba más que una leve contradicción para volver a armar todas sus baterías: así es que recibió al Vizconde como es de suponer, con un frío glacial; una dulce mirada de súplica con que casi le acarició Clemencia, templó algo su acerba displicencia; pero acudió al silencio para dar a entender que la presencia del Vizconde le era molesta: faltaba en esto sir George a su delicada reserva; pero la indomable índole británica se revestía de su áspera corteza.

El Vizconde notó esta falta de atención y comprendió lo que la motivaba. Si la conversación de sir George era chistosa, incisiva y picante, la del Vizconde era en extremo fina, entretenida, a veces profunda, a veces elevada, siempre instructiva y siempre amena. El Vizconde tocó varios puntos, cautivando por entero la atención de Clemencia, que le oía, con mucho placer. Sir George no alternaba en ella, y como todo ceñudo que se encapota en su silencio, iba siendo olvidado.

-Vaya -pensó con coraje, pues cuando no tenía a quien lanzar un sarcasmo se lo aplicaba a sí mismo-, yo estoy aquí haciendo el ridículo papel que llaman los españoles, rabiar de celos aparte: ¿me iré?

Por suerte entró en este instante don Galo.

-A los pies de usted, Clemencia. -Señor Vizconde, beso a usted la mano-Señor don George, soy su servidor. -Hace un frío del Polo.

-¿Del Polo del Norte o del Polo del Sur? -preguntó sir George, que halló por fin la palabra con una de sus serias y picantes burlas.

-Del Polo del Norte, por supuesto -contestó don Galo.

Sir George soltó una carcajada.

El Vizconde no hizo alto.

-Don Galo -dijo Clemencia-, ahora decíamos que cuáles son las cosas que más pueden agradar al corazón del hombre. Por mí pienso que la sensación del agrado está más en el corazón del hombre que no en las cosas, y creo que el corazón mas bien da el agrado que no lo recibe.

-Es muy cierto, señora -repuso el Vizconde-; y si no observad cuanto agradan a unos cosas sencillas e insignificantes, y como las más perfectas no son a veces capaces de agradar a otros.

-Esto penderá -opinó sir George-, de lo exquisito del gusto.

-No lo creo -repuso el Vizconde-, he visto muy malos gustos descontentadizos, y los he encontrado selectos, que no hallaban como las abejas casi una flor de que no sacasen miel.

-Magnífico instinto que admiro en ellas y en ellos -dijo con su fría sonrisa sir George-. Señora -prosiguió, dirigiéndose a Clemencia-, ¿cuál es entre las cosas de la tierra la que tiene la dicha o privilegio de agradaros más?

-Las flores -contestó sencillamente Clemencia.

-¿Tenéis, pues, gustos botánicos?

-No señor -respondió Clemencia sin alterarse-, no sé clasificar una sola planta; pero las flores son la poesía palpable del mundo material. Desde que el hombre cantó, entretejió con ellas sus cantos; nunca el espíritu de innovación, de oposición y de paradoja, para el que nada hay sagrado, que a todo ha tocado, se ha atrevido a ridiculizar la suave simpatía que inspiran las flores, que en la naturaleza se renuevan siempre frescas y lozanas, como las esperanzas en el corazón del hombre; inseparables de la poesía, son compañeras de los sentimientos que la inspiran: así es que simpatizo con el joven poeta que se ha hecho su cantor y tan bello culto les rinde, sin cuidarse de que otro acerbo como vos le haga la pregunta que me habéis hecho. Pero -prosiguió Clemencia alegremente, dirigiéndose a don Galo-, ¿qué decís vos? ¿qué es lo que más os agrada en este mundo?

-Lo que más me agrada son las bellas -contestó don Galo con su más satisfecha y galante sonrisa.

-No puedo menos de unir mi voto particular al de este caballero -dijo el Vizconde.

-A vos, señor don George, ¿qué os parece? ¿No digo bien? -preguntó don Galo frotándose sus manos despiadadamente enrojecidas por los sabañones que le producía su escribir constante en la fría oficina.

-Por primera y única vez difiero de vuestro sentir, que admiro siempre -contestó sir George-, pues prefiero a las bellas las feas.

-¿Por no tener rivales? -preguntó don Galo con las más ostensibles pretensiones al gracejo-; pues vos no deberíais temerlos.

-¡Oh! no los temo, don Galo; confío -demasiado en el mal gusto de las damas. No es por eso; pero es porque las feas son más amables que las bellas.

-Señor -exclamó escandalizado don Galo-, ¿esto sostenéis en presencia de Clemencia, que es una refutación en persona de lo que decís?

-Las excepciones no hacen regla, señor. Y entre las flores -prosiguió Percy, dirigiéndose a Clemencia- ¿cuál es vuestra predilecta?

-La violeta -respondió Clemencia.

-¡Ya! la que lo fue de Napoleón; éstas son simpatías.

-No es porque lo fuese de Napoleón, es porque lo fue de la persona que más he amado en este mundo.

-¿De Fernando Guevara? -preguntó don Galo con su sencilla buena fe e indefectible desmaña.

-No -contestó Clemencia sonrojándose, porque temió haber faltado a la delicadeza de casada, confesando que había querido a otro más que a su marido-; no gustaba Fernando de flores; eran predilectas las violetas de mi tío el Abad, a quien todo, todo lo debo. Aún no las hay y lo siento; su perfume es un recuerdo vivo, como ellas son una imagen de aquel padre tierno, de aquel sabio modesto.

De allí a un rato se levantó don Galo para irse.

-¡Qué! ¿Os vais? -preguntó admirada Clemencia.

-Aunque me voy me quedo.

-Ciertamente, en mi memoria.

Don Galo se puso tan ancho, que en aquel momento no se hubiese cambiado ni por un Rothschild, ni por un Apolo, ni por un Séneca, ni aun por el jefe de su oficina.

-¡Pobre hombre! -dijo sir George cuando hubo salido.

-¡Qué excelente sujeto! -añadió el Vizconde-. Señora, la amistad que le demostráis, no sólo hace favor a vuestro corazón, sino honor a vuestro delicado tacto.

-¡Ah! -dijo sir George-, yo no había hallado en esa amistad sino la prudencia de una mujer joven y bella.

-Os habéis equivocado -repuso Clemencia-, no elijo mis amigos por ningún género de cálculo; en mi elección sólo obra la simpatía. Tampoco soy bastante presuntuosa o tímida para buscar mi salvaguardia en la insignificancia de las personas de mi intimidad. Siempre juzgáis la sociedad española por la extranjera, sir George, y no acabáis de comprender que la independencia moral de las españolas acata yugos santos, y no sufre andaderas pueriles.

Entró en ese instante Paco Guzmán.

-Clemencia -dijo éste al cabo de un rato-, ¿sabéis que hemos hecho creer a don Galo que doña Eufrasia se casa con don Silvestre, y se lo ha creído, porque ese bendito se cree cuanto se le dice.

-No hay mayor prueba de la sanidad de corazón que la credulidad -repuso Clemencia-; para dejar de dar fe a las malas palabras ajenas, es preciso dar por supuesta la mentira, y hay corazones tan sanos que no la conciben; pero os confieso, Paco, que sería contra mi conciencia engañar aun en broma a una persona de buena fe.

-¿Contra la conciencia, Clemencia? ¡Qué palabra tan magistral en un asunto que lo es tan poco!

-Pues poned en su lugar... delicadeza.

-La conciencia y la delicadeza -opinó el Vizconde-, se asemejan, pues son para el hombre consejeros al obrar, y jueces después. La delicadeza tiene su origen en la sociedad y en la cultura, y la conciencia en la moral: así es la primera versátil y convencional, y la segunda es uniforme e inmutable.

-Decid en lugar de moral religión -exclamó Clemencia-, pues, como decía mi tío, ¿qué es la moral sino la luna que alumbra la noche que carece de sol, recibiendo ella misma su pálido brillo del sol de vida de que es un reflejo? ¿De dónde sino de esa fuente ha sacado la moral sus aspiraciones? ¿Quién hizo de la obediencia la primera virtud? ¿Quién castigó la primera falta?

-Sois una exaltada creyente -dijo sir George.

-¿Acaso lo dudabais? -exclamó asombrada Clemencia.

-No tenía sobre esto un juicio decidido, señora. Por un lado consideraba que sois mujer y española, cosas ambas propias a sentir toda clase de exaltaciones y admitir todo género de supersticiones; por otro lado, como sois tan ilustrada...

Clemencia hizo un indicado gesto de indignación y de impaciencia.

-Pero, señora -se apresuró a añadir sir George-, yo respeto todas las opiniones, todas las creencias, todas las convicciones.

-Poco os agradezco, pues, que respetéis las mías -repuso Clemencia con animación-, y no puedo devolveros igual obsequio, pues en punto a las religiosas condeno las que no son las mías, porque sobre cuanto toca a las cosas de los hombres, es éste libre de su juicio y dueño de su fe; en cuanto a las de Dios, la disidencia es la rebeldía.

-Respeto también vuestro fallo condenatorio -repuso sir George impasible, con aquel orgullo, aquella soberbia y aquel desprecio del impío que se trasluce al través del simulacro de decoro y compostura que tan mal los encubren.

-Más aprecio demuestra mi condena que vuestro respetó, sir George -dijo dolorosamente herida Clemencia.

-¿Cómo es eso, señora?

-Porque dais el santo nombre de respeto a la indiferencia y quizás al desdén, y éstos son nacidos de falta de fe y de la inepta duda.

-¿Por qué llamáis -repuso sir George sin alterarse-, a la duda inepta? Un autor muy favorito vuestro, León Gozlan, ha dicho que la duda es la más bella mitad de la convicción.

-Cuando es vencida, pero no cuando reina. Además, mis amigos y favoritos -añadió Clemencia con viveza-, pueden decir alguna vez grandes nonsens, sin por eso dejar de serlo.

Al oír a Clemencia pronunciar esa palabra inglesa que significa disparate, y que él mismo la había enseñado; al sentir traslucirse en esa frase la bondad angelical de Clemencia, al través de su marcada incomodidad, sir George se sonrió con una infinita dulzura y delicadeza, con que a veces sabía hacerlo.

-Leed más bien sobre estos puntos -prosiguió Clemencia-, a otro autor moderno francés, Octavio Feuillet, autor lleno de fe, y de fe genuina y caliente como por suerte nunca les ha faltado a los franceses. Él os dirá: La duda es fácil y débil, es la impotencia y la puerilidad. Y en otro lugar: Todo es más racional que la duda.

-¿Habéis leído la novela que publica el Diario de?... -preguntó Paco Guzmán para cortar una conversación que veía que agitaba a Clemencia, y en la que él por indiferentismo, y el Vizconde por consideración, no habían tomado parte.

-No me gusta -respondió Clemencia-, porque su objeto, sin mala intención por parte del autor, pero por falta de buena, no es moral; y este fin u objeto que debe estar aún más en el espíritu que en las palabras, es a mi ver el que debe tener toda novela, según lo practican los ingleses generalmente.

-Pero -exclamó Paco Guzmán-, vale mucho, tiene un magnífico estilo.

-No digo que no, Paco; pero el hábito no hace el monje.

-¡Pues qué!, ¿llamáis al estilo un hábito, señora? ¿El estilo, que es uno de los primeros dotes de un autor?

-Antes de todo precisemos qué es lo que llamáis estilo, pues creo esa palabra, si no ambigua, al menos de un sentido tan lato o arbitrario, que cada cual la entiende a su modo. ¿Es la manera peculiar de expresarse del autor, o es el modo correcto y gramatical de manejar el idioma?

-Señora, creo que el estilo lo forman en iguales partes la dialéctica, la sintaxis y la lógica.

-No lo define así el grave y clásico Diccionario, cuando dice que es el modo y forma de hablar de cada uno -repuso Clemencia- No lo define así tampoco un crítico de gran entendimiento y de gran práctica literaria que, bajo el seudónimo de lector de las Batuecas, ha escrito en el Heraldo, cuando dice: «Creemos que en materia de estilo, lo esencial para un escritor es tener uno suyo propio, espontáneo, que no se confunda con ningún otro, que viva por sí.» Yo os daré algunas obras, Paco, en cuyo estilo están perfectamente observadas las reglas de la dialéctica, de la sintaxis y de la lógica, y apostemos un ramo de flores contra una libra de dulces a que no concluís su lectura. ¿Qué pensáis vos, Vizconde?

-Pienso como vos, señora, que no es sólo en España donde cada cual da un sentido que varía a esta voz. Sin cansaros con muchas citas, referiré algunas para probar este aserto. El gran Buffon dice: El estilo es el hombre, y creo es de las cosas más poéticas y espirituales que se han dicho. (Y no entendáis que quiero decir con esto spirituel, palabra que he visto traducida de esa suerte, siendo así lo que entre nosotros se llama esprit, es una cosa que vosotros con vuestro brillante caudal de voces y como muy prácticos en la materia, subdividís en las categorías de agudeza, gracia, chiste, chispa, talento e ingenio, que todas forman parte o son nacidas del entendimiento, que es en francés esprit). Decía, pues, que al decir Buffon el estilo es el hombre, en lugar de materializarlo en un objeto confeccionado por el arte y las reglas, lo hace una inspiración, y tan peculiar al hombre como la bella voz que sale de la garganta del ruiseñor. Un excelente crítico moderno lo define, «regla del buen busto en el arte de expresarse». El eminente Balzac dice claramente que el estilo no está en las palabras sino en las ideas, y creo que este gran escritor (que crecerá a medida que pase el tiempo como todo profundo y elevado árbol) era juez en la materia. Lamartine dice que la mujer no tiene estilo, y que esta es la razón por lo que todo lo expresa tan bien: de lo que se puede inferir que si bien el estilo es cosa que se aprende y sujeta a reglas, no es necesario para decir bien; al contrario, expresaría mejor una idea la persona a quien no sujetase esta regla. Por lo que a mí toca, entiendo que el estilo es a la expresión, lo que es la poesía al pensamiento. Creo ambos hijos de la inspiración, y así como, según dice el afamado Bullwer, hay poetas que nunca han soñado en el Parnaso, creo que hay estilos que nunca se han modelado en la academia. El mismo Voltaire, ese famoso aristarco, ha dicho que el estilo de Mme. de Sevigné es la mejor crítica de estilos estudiados.

-Decís bien Vizconde, y definís la idea que en vivía muda. La versificación es el arte, la poesía la inspiración; y así como por más que digan nuestros grandes jueces, hay según dice Bullwer, poetas que nunca han soñado con el Parnaso, y hay eminentes versificadores que nos admiran, sin ser por eso poetas, así también hay admirables lingüistas con mal o pesado estilo, y estilos que encantan por su gracia, su elegancia, su originalidad y chiste, sin tener la ventaja del perfecto lenguaje.

-¿Habéis visto el nuevo drama, Clemencia? -dijo Paco.

-No lo he visto, pero lo he leído -contestó ésta.

-¿Y qué os parece, os gusta?

-Me gusta y no me llena.

-Es disparatado -opinó sir George.

-Ya, como que no es clásico. El señor don George, Clemencia, es un clásico intolerante, como vos una creyente ídem: para el señor no hay perfección en literatura, sino en lo clásico, como para vos no hay perfección en la fe sino en la del carbonero.

-Venero las tragedias clásicas como la más perfecta muestra del arte imitado del griego, ¿no opináis así, señora? -dijo sir George.

-No me simpatiza ese teatro -contestó Clemencia-: esas palabras religiosas sin fe, esa pasión tosca sin corazón, ese heroísmo sin afectos, esas palabras tan compasadas en asuntos que lo son muy poco, me hacen mal efecto y se me figuran Aspasias y Safos vestidas de vírgenes cristianas. Son a mi entender afectadas; y todo lo que pierde la naturalidad, pierde la senda del corazón. Esta es mi débil opinión de mujer, que se forma por impresiones más que por exámenes artísticos; mi sentir que suena como el arpa eólica, a la ventura del aire que la penetra.

-¿Os gusta nuestra literatura, señor Vizconde? -añadió Clemencia.

-La antigua, con extremo; la moderna, casi toda mucho, siempre que no es una imitación de la nuestra.

-Eso pasa por señal de buen tono -dijo Clemencia con ironía.

-Señora -contestó el Vizconde-, así como se ha dicho que el mejor de los cálculos es ser hombre de bien, se puede decir que el mejor tono en España es ser español, y con tanta más razón cuanto que sería difícil hallar una nacionalidad más genuinamente fina y elegante que la española. No hay cosa peor que seguir; el que sigue se queda atrás; se imita un camino de hierro, el vestir, aun bien que mal una forma de gobierno; pero no se imita una nacionalidad. Lamartine llama a la imitación el Mefistófeles del genio naciente y abortado.

Abrióse la puerta y apareció don Galo resplandeciente de satisfacción con un enorme ramo de violetas en la mano, el que puesto en la tercera posición, doblado el cuerpo y redondeado el codo, presentó a Clemencia.

-Don Galo -exclamó sir George-, esto pertenece a los bellos tiempos de la galantería que hacía milagros. ¿De dónde han salido esas violetas, que yo hubiese pagado a peso de oro?

-Pues a mí sólo me han costado correr hasta Rascaviejas, en donde se halla un jardín en que sabía que las había tempranas.

-Por las cuales os habrá rascado bien el bolsillo una vieja en Rasca-ídem -dijo Paco Guzmán al oído a don Galo.

-¡Qué!, no por cierto -contestó éste, aunque las había pagado bien caras.

-Confieso que os envidio, señor de Pando -dijo el Vizconde.

-Es una galantería clásica, una galantería modelo -añadió sir George.

-Yo no llamo a esto una galantería -opinó Clemencia-; lo llamo una delicada prueba de amistad, y como tal la agradezco. ¡Ir en una noche como ésta hasta aquel barrio extraviado! Así es que estáis sin aliento.

-Es que he vuelto de prisa para llevaros a casa de la Marquesa; son ya las nueve y media; Paco se va ya.

Efectivamente, éste se despedía.

Sir George y el Vizconde no se movieron.

Hubo un rato de silencio, al cabo del cual dijo Clemencia a don Galo:

-Amigo mío, no saldré esta noche.

-¿No? ¿Y por qué? ¿Estáis indispuesta? -preguntó éste.

-No es por eso; pero está mala la noche: oíd como gime el viento en el cañón de la chimenea.

El Vizconde se levantó y se despidió saludando sin hablar una palabra.

Don Galo se había levantado y pegado el rostro a los cristales, interceptando la luz del reverbero que le deslumbraba con ambas manos, y observaba la noche.

-¿Con que no queréis que os acompañe, Clemencia? -preguntó sir George, volviendo a tomar su tono natural, ameno y cariñoso.

-No señor, preciso es decirlo, pues no os basta como al Vizconde que lo demuestre.

-Gracias, señora -dijo fríamente sir George.

-Esto no merece ni agradecerse ni sentirse: los miramientos dirigen las acciones de una mujer, así como las simpatías sus sentimientos.

-Pues ¿no decíais ahora poco que la independencia moral de las españolas no sufría andaderas?

-Sí, señor; pero el tacto de una mujer consiste en graduar lo que son trabas y lo que son santos yugos.

-Clemencia -dijo don Galo-, la noche está hermosa, todas las estrellas están en el cielo menos dos.

Don Galo ostentó su más galante sonrisa.

-Si en lugar de madrileño fueseis andaluz, habríais hablado de soles -dijo sir George con su seria burla.

-¡Cómo se nos va españolizando este hijo de la noble Inglaterra, nuestra buena aliada! -observó con satisfacción don Galo-: no me inglesaría yo tan pronto en Londres, no.

-Esto me hace recordar -repuso con su impasible ironía sir George-, el que en una ocasión un príncipe y un criado cambiaron sus papeles: el criado no fue reconocido al hacerse príncipe; pero éste lo fue al hacerse criado, lo que prueba que es más fácil subir que bajar.

-¡Luego dirán que los ingleses no son finos y corteses! -exclamó admirado don Galo, lejos de notar la ironía-. Lo que decís es un cumplido tan fino, que ni el Vizconde se hubiese explicado con más delicadeza. Clemencia, si no venís, me retiro, aunque me pesa de veras dejar tan buena compañía; pero la lotería estará impaciente con mi tardanza.

-Mil veces os he dicho, sir George -dijo Clemencia cuando estuvieron solos-, que gastáis en balde vuestra refinada ironía: por desgracia yo soy la sola a quien llegan y hieren sus tiros. Buenas noches, sir George.

-¿Señora, me echáis?

-A esta hora salgo o cierro la puerta de mi casa.

-¿No queréis hablar conmigo un momento siquiera, libre de las trabas de esos importunos, que me hacen estar en vuestra presencia frío como un extraño, cuando sólo quisiera estar a vuestros pies como el más apasionado amante? ¿Me aborrecéis, pues, Clemencia?

Al ver aquel hombre tan bello, tan superior, tan distinguido y tan altivo a sus pies, sintió Clemencia que lo amaba con entusiasmo; pero se retrajo como el que bajando una suave cuesta sembrada de césped, se para a ver, antes de seguir su impulso, a donde le conduce; o como el joyero que al ofrecerle una alhaja que le deslumbra, se detiene antes de pagarla para averiguar si es falsa o no.

-Sir George -contestó trémula-, aunque sintiese un profundo amor, nunca éste me llevaría a hacer una cosa que pudiese ser notada o mal vista.

-Eso es una cobardía, señora -exclamó a la vez irritado y desalentado sir George.

-Calificadlo como gustéis.

-No me gustan las mujeres cobardes, señora.

-¿Qué os parecería, sir George, si yo os dijese que no me gustan los hombres valientes?

-Que os burlabais de mí.

-Pues puedo creer que eso mismo estáis haciendo conmigo.

-No es exacta la comparación.

-Son idénticos en su resultado, sir George, la espada que defiende y el broquel que resguarda.

-¡Qué dolor, Clemencia -exclamó éste-, que con vuestra superioridad y talento conservéis preocupaciones de convento!

-No me pesan.

-¿Debo pues partir?

-Sí, si no queréis mortificarme y obligarme a suspender el placer que tengo en recibiros a mis horas señaladas.

Sir George salió sumamente mortificado, culpando la pusilanimidad de Clemencia, indigna de una mujer de carácter; pero más, no diremos apasionado, sino más engreído que nunca.

-Tiene -se decía-, unos principios de virtud sencilla y sin ostentación, pero fijos como el imán; nunca se dejará arrastrar por su corazón, ni atenderá al hombre en quien no mire su marido: vos lo sabéis, Vizconde, y estáis en acecho, pues me creéis incansable; aguardáis mi derrota o mi desistimiento; pero ignoráis que me ama, y que soy tan buen apreciador de joyas como vos. Señor Vizconde, el que ha de desistir sois vos.