Clemencia (Caballero)/Segunda parte/X

Segunda parte

Capítulo X

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Don Martín, como la mayor parte de los viejos, hablaba y pensaba en su testamento; pero en cuanto al hacerlo, lo demoraba de día en día. Hácense quizás ilusión estos omisos que la muerte tendrá la prudencia de respetarlos mientras no exista este importante documento, y que les dejará treguas para hacerlo. Pero la muerte no conoce miramientos, pues si algo hay ante lo cual todos seamos iguales, es ante ella; y si no, entrad en un cementerio, mirad las lápidas, ellas os confirmarán que la reina de aquel lugar no tiene favoritos ni desdeñados.

En un hermoso día de Pascua de Navidad, después de haber santificado aquella solemne y a la vez alegre fiesta recibiendo los Santos Sacramentos y oyendo la misa mayor, estaba don Martín sentado en su sillón en una gran habitación baja interior.

Veíanse en ella, puestos sobre redondeles y repartidos por el suelo en iguales porciones, los destrozos, el tocino y las morcillas de ocho puercos cebados. Uno a uno iban entrando todos los criados de campo y de la casa con sus espuertas, cargando cada cual con uno de estos montones; los capataces y criados mayores llevaban además pollos y cabritos. Don Martín estaba en sus glorias, recibiendo de todos al pasar delante de su amo las hermosas expresiones de gracias populares.

-Señor, Dios se lo pague, le aumente los bienes y le dé salud para hacer obras de caridad, que son escalones de la subida del cielo.

Pasaban en esto por el patio dos hombres llevando un gran caldero, y otro con un canasto de pan; era la comida a los presos de la cárcel, a quien de diario se la enviaba don Martín.

-¡Eh! -gritó éste con su campanuda voz-: ¿quién os corre? Acá, acá, que quiero satisfacerme por mí mismo de si todo va como debe ir.

Los hombres se acercaron.

-Pelona, tráeme una cuchara -prosiguió don Martín dirigiéndose a una chiquilla, veterana ya en la compañía de intrusos que reforzaban la guarnición de la casa del rico mayorazgo.

La cuchara fue traída por el aire, pues la paciencia de don Martín era el mínimum de la dosis repartida a los mortales. Metióla el señor en el caldero que llenaban garbanzos, y por ser día de Pascua, unos cabritos cortados a pedazos. Después de haber gustado su contenido, meneé la cabeza y dijo: Que venga la cocinera.

-Oye, comadre estropajo, triste fregona -le apostrofé su amo al verla venir-, ¿te has figurado tú que se me han quemado los olivares?

-No señor; ¿por qué me dice su merced eso?

-Porque este guiso tiene el aceite que parece se lo has echado por el amor de Dios. Y díme: ¿por ventura se ha cerrado el alfolí en Villa-María?

-No que yo sepa, señor.

-Pues entonces, reina del soplador, ¿cómo es que está el guiso este más soso que tú?

Todos se echaron a reír, y la cocinera se fue corrida.

Entróse a la sazón como Pedro por su casa la tía Latrana con garbo y desembarazo.

-¿Cómo se atreve usted a ponérseme delante, portapendón de la insolencia? -exclamó don Martín indignado-; ¿no sabe usted que no quiero verla?

-Señor don Martín -respondió con gran aplomo la vieja-, porque un borrico dé una coz ¿se le va a cortar su pata? Vengo como es rigular en mi nombre y en el de mi comadre la tía Machuca...

-¡Sí, su comadre de usted la tía Pescueza! ¡pues ya! a usted no es menester arrufarla para que me venga a quemar la sangre; ¡yo, que para descanso de mi alma, la tenía a usted olvidada!

-Ya se ve, el que tiene la barriga llena no se acuerda del que la tiene vacía. Venía, pues, como iba diciendo, a dar a su mercé las Pascuas en compañía de su esposa la señora doña Brígida, del señor Abad y de la señorita Clemencia, ese esportón de rosas.

-Y usted que es uno de granzas, diga que viene en su nombre y en el de su comadre la resucitada a pedirme aguinaldos y hablará verdad una vez en su vida, pues menea la cola el can, no por ti, sino por el pan.

-¡Jesús, señor! acá no somos capaces de hacer nada por interés, ni de valernos de esa tartagema: ¡vaya!

-¿Capaces? Capaces son ustedes ambas de cortarle los pelos al diablo, de sacarle los dientes a un ahorcado, de levantar los muertos de la sepultura, y de cortarle un sayo a las ánimas benditas.

-¡Pues qué! -exclamó con dignidad ofendida la tía Latrana-, ¿piensa su mercé que mi comadre y yo somos unas cualesquiras, ni gentes de poco más o menos? No señor, somos bien nacidas y de buen tronco: aquí donde usted nos ve, tenemos alcuña; los descendientes de mi comadre fueron en años témporas gentes muy empinadas. Sus abuelos fueron sujetos muy considerables.

-Pues los descendientes muy empinados y los sujetos muy considerables han engendrado una nieta que es un chapuz.

-Un rey de España -prosiguió con prosopopeya la genealogista-, les puso de nombre Machuca, de puro machucar moros.

-Y yo le pongo el de Machaca, de puro machacar cristianos.

-Por lo que toca a mí -prosiguió irguiéndose la tía Latrana-, ha de saber su mercé que el árbol de la generación de mi casa dice que fueron antes de destronados mis abuelos, y cuando estaban en su solio, muy emperantes, y que eran entonces los Ramírez Vargas, piernas de santo.

-Pues lo que les ha quedado de sus grandezas a los Ramírez Vargas, son narices largas, ¿está usted? Dejémonos de padres y abuelos, y seamos nosotros buenos. Por ser hoy el día que es, no me puedo negar a socorrer a ustedes que son hoy, no piernas de santo, sino patas de gallo con espolones; pero, tía Emperante, una y no más, señor San Blas. Juana -prosiguió don Martín llamando al ama de llaves-, da a esta pierna de santo una de cabrito, dos hogazas de pan, dos libras de tocino, y váyase la considerable donde el humo en día de levante.

La vieja siguió a Juana y volvió cargada con los donativos atestados en una espuerta.

-Ahora, tía destronada -dijo don Martín-, ponga usted de proa sus narices hacia la puerta, escúrrase con viento en popa, y múdese liberal.

-¿Qué está usted ahí parada como mojón de término? -preguntó el señor, viendo que la vieja no se moría.

-Señor, quería decirle a su mercé que este pan es duro.

-Más vale Duranda que no Miranda, señá Ramírez Vargas.

-Pero como a mi comadre le falta la dentición...

-Que la pida prestada.

-Señor, es que hay allí pan tierno, y Juana me dio el duro por mala voluntad.

-¿No sabe usted que una de las tres verdades del barquero es, el pan duro... duro, más vale duro que ninguno?

-Señor, había allí unas teleritas más tiernecitas, y cogí una, y Juana...

-¡Caramba con la tía rapiña esta, que lo que sus ojos ven, sus manos águilas son!

-Pero señor, si yo y mi comadre estamos como las gallinas del tío Alambre, que las despertaba el hambre.

-Lo que están ustedes es como las gallinas del tío Rincón, que saltaban siete corrales por conversación.

-En fin, señor, le he advertido lo del pan duro por si no lo sabía, y también le advierto que este tocino no tiene las dos libras cabales y que no es de buena parte.

-Por eso no debe nada a su sobrino que está ahora emperante en Francia. ¡Caracoles con la zorzala esta que tiene agallas para ciento, y es más desagradecida que tierra de guijo! Pues ¿no sería acaso menester engordarle los cochinos con almendras y amasarle el pan con leche a esta pierna de santo! ¿Por qué viene usted con esa voz que me suena a campana cascada, a atolondrarme los oídos si no le satisface lo que le doy? ¡Caracoles! que siempre la más ruin oveja se ensucia en la colodra.

-Vengo, señor don Martín, porque es su mercé rico, y que más da el duro que el desnudo, que si no, en la vida de Dios había de aportar por aquí, pues por una de miel, da su mercé tres de hiel.

-¡Por vida de la Virgen del Lagar! -exclamó colérico don Martín-, que me ha de hacer usted sentir el ser rico. Vaya usted muy con Dios, tía espantajo, con esa cara que siempre parece que está probando vinagre, y esa cabeza erizada que parece una parva de arvejones. Sobre que cuando veo a usted me queda todo el día una hiel y un asombro como si hubiese visto al demonio.

-¡Jesús, señor! pues yo no soy ningún Eron -dijo muy picada la vieja.

-No, ¿para qué? Es usted más fea que el tío Molino, que le dieron el óleo en la nuca porque de feo no se lo pudieron dar en la cara.

-Pues muy buenos quince que tuve, señor don Martín, y cuando volvió mi Juan de la guerra de Prepiñá para casarse, me dijo que no había visto por allá mejor hembra que yo.

-Si fuese eso cierto, habría mentido el refrán que dice que quien tuvo y retuvo... pues lo que es ahora, más que fuese un valiente de la guerra del Rosellón, se había de asustar al verla. Ea, coja usted dos de luz y cuatro de traspón.

-Pues quédese usted con Dios, señor don Martín, el Señor se lo pague y le aumente los bienes, y sobre todo la buena voluntad. Memorias a la señora y a la señorita, y mandar, señor don Martín.

-Señor -le dijo el ama de llaves, presentándole dos grandes platos de loza sevillana, que contenían masa frita y bollos de aceite- esto han mandado las mujeres del yeguarizo y del temporil. No están muy allá ni los bollos ni los pestiños; ¿los pongo en la mesa?

-Sí, sí -repuso el señor-, que en la mesa del Rey la torta ajena parece bien.

-Eso se ha hecho con la harina y el aceite que les mandó su mercé repartir -observó Juana.

-Podrá ser, mujer, y que hayan tenido presente aquello de a quien te da el capón, dale la pierna y el alón.

Don Martín se levantó, atravesó el patio para ir a la sala, cuando al pasar frente del portón, se encontró con la tía Latrana, que retrocedía en su retirada.

-¡El demonio se pierda y usted también! -exclamó sorprendido-: ¿no lleva usted todavía bastante, tía sanguijuela?

-Señor, mire su mercé que el frío que hace pela, corta la cara y lastima la cabeza; vea su mercé el pañolón mío todo destrozadito-, dijo la vieja cogiendo el pico del pañolón que llevaba sobre la cabeza, y extendiéndolo a la vista de don Martín-; déme su mercé un pañolito que me abrigue, señor, que por eso no ha de ser su mercé ni más rico ni más pobre.

-Pues si no ha nada de tiempo que le dio a usted la señora uno suyo.

-Verdad es, señor, pero lo que otro suda a mí poco me dura: ¿es rigular, señor, que yo me muera de frío?

-¿Y es rigular que sea yo su abastecedor general, tía cáustico?

-¡Y cómo ha de ser, si su mercé tiene y yo no! Yo he de buscar arrimo; que el que no tiene sombrajo se encalma, y los ricos son los que matan o sanan a quien quieren; mejor librado sale su mercé, que más vale tener que no desear.

-Ya por hoy me ha sacado usted bastante y ha acabado con mi paciencia -dijo don Martín-, volviéndole la espalda.

-Jesús, y qué ipotismo gasta su mercé hoy -murmuró marchándose la tía Latrana.

Aquel día en la comida estuvo don Martín más campechano que nunca.

-Oye, Juana -preguntó al ama de llaves- ¿me querrás decir quiénes eran los que componían aquella reona de gente que visoré en la cocina?

-Señor, la tía de la cocinera, el primo de Miguel Gil, una sobrina de mi cuñada, la nuera del cochero...

-Ya, ya, ya, y allí estaban por aquella regla de un convidado convida a ciento. Tráeme esto a la memoria, que andando Nuestro Señor por el mundo, con sus apóstoles, le cogió la noche en un descampado. -Maestro, ¿queréis que nos recojamos a aquella choza? -le dijo san Pedro. -Bien está -respondió Jesús.

Llegaron a la choza, en la que había un viejo que les dio albergue con muy buena voluntad, y les ofreció de cenar. Estando cenando, llegó uno de los discípulos. -¿Qué se ofrece? -preguntó el viejo. -No hay cuidado -dijo San Pedro-, es de los nuestros. -Sea en buena hora -dijo el viejo, que tenía crianza: -¿usted gusta de cenar? Le cortó un canto de pan, y el apóstol se sentó a la mesa. A poco entró otro y después otro, hasta completar los doce, y con cada cual sucedió lo propio. ¡Vaya, pensaba el viejo de la choza, paciencia, cómo ha de ser! Un convidado convida a ciento. A la mañana siguiente le dijo San Pedro al viejo: -El que has albergado es Nuestro Señor; desea tú una gracia, que se la pediré en tu nombre. El viejo de la choza era gran jugador de naipes, así fue que le pidió sin pararse, ganar siempre que jugara, lo que se le otorgó. Cumplido que hubo el viejo su tiempo, le dijo el Señor a la muerte que fuese por él. Cuando el viejo vio llegar a la muerte, estuvo muy listo a seguirla, porque era lo propio que yo, nunca había sido pesado para nada. Al caminar por esos, aires vio a una pareja de demonios que se llevaban al alma de un escribano. -¡Pobrecito! -pensó el viejo, que tenía buenas entrañas-; el Señor padeció por todos sin excluir a los escribanos. -¡Eh! ¡cornudos galanes! -gritó a los diablos-, ¿se quiere echar una manita de tute? Los diablos, que se despepitan por una baraja, como que ellos fueron los que las inventaron, acudieron como pollos al trigo. -Pero, ¿qué se juega- preguntaron los demonios, puesto que no llevas dinero?-Verdad es -contestó el viejo-; pero juego mi alma, que es de las buenas, por esa que lleváis ahí, que no vale un bledo; salís gananciosos. -Verdad es -dijeron los diablos-, y se pusieron a jugar. Por de contado ganó el viejo de la choza, y cargó con el alma del escribano.

Cuando llegaron arriba, le dijo San Pedro: -Viejo de la choza, ya te conozco, puedes entrar. Pero ¿qué es esto? ¿no vienes solo? ¿Qué alma tan negra viene contigo?

-No señor, no vengo solo, que la compaña dicen que Dios la amó. Ese alma está manchada de tinta porque es de escribano.

-Pues alma de escribano no entra en el cielo, cuela tú solo.

-Cuando estuvieron ustedes en mi choza, me soplaron otros doce sin pedirme licencia: con que bien puedo yo hacer lo propio con uno, que un convidado convida a ciento -dijo el viejo de la choza, metiéndose adentro con su amparado.

Don Martín comió opíparamente. Al gustar el pavo de Pascua, que estaba perfectamente cebado e igualmente asado, mandó comparecer al ama de llaves, a cuyo cuidado eran debidas ambas excelencias.

-Juana -le dijo-, el pavo está que mejor no cabe, te doy la patente, mujer, y este vaso de vino para que te lo bebas a mi salud y a la tuya, para que el año que viene cebes y ases otro semejante, y yo me lo coma.

-Que viva su mercé mil años -dijo Juana, tomando el vaso que llevó a los labios.

-Mil no serán, pero una docenita me parece que han de caer dejándome en pie; pues más fuerte me siento que la torre de la iglesia; verdad es que se gastó el acero, pero queda el hierro.

Una unánime aclamación de alegría y contento acogió estas palabras, cual una bendición del porvenir.

Don Martín en este instante se echó hacia atrás en su sillón y dio un ronquido.

-¿Qué es esto? -exclamaron todos levantándose.

-Que vayan por el santo-óleo -dijo el Abad, abalanzándose a su hermano.

-Que vayan por el sangrador -añadió doña Brígida, desabrochando el cuello de la camisa de su marido, que estaba cárdeno.

Pablo se precipitó fuera del comedor.

No alcanzaron ni el auxilio divino ni el humano.

Cuando llegaron, don Martín no existía; la muerte había sido instantánea: el pavo humeaba todavía sobre la mesa, en la copa de Juana estaba aun la mitad del vino que había contenido, cuya otra mitad había bebido a la larga vida de su amo.

Es indescribible el desconsuelo que como una lúgubre noche se esparció en la casa y por todo el pueblo. Era una aflicción tan profunda y general como no pueden concebirla aquellos que no han visto a un rico, a un poderoso, invertir sus pingües rentas, no en gozar, brillar ni darse tono, sino en obras de caridad y llegar a ser por este medio el padre y el amparo de todo un pueblo humilde. Así fue, que la noticia de la muerte de don Martín no vino en los periódicos; pero corrió de boca en boca como un prolongado lamento. En su entierro no hubo una larga fila de vistosos coches; pero sí una larga fila de pobres desconsolados. Sobre su tumba no se pronunciaron elocuentes panegíricos; pero vertieron lágrimas muchos ojos, y oraciones muchos labios; no se le puso un elocuente epitafio compuesto por un sabio latino; pero en boca de todos estaba este epitafio:

Aquí yace el padre del pueblo.

Doña Brígida estaba serena en su aflicción como competía a la anciana, que viendo cortado el último lazo que ata su corazón a la tierra, se lo ofrece a Dios quebrantado, pero entero.

El Abad no hacía esfuerzos por ocultar su aflicción tierna, profunda y santa como él.

Clemencia y Pablo estaban inconsolables. Al pie del féretro del excelente hombre que lloraban, comprendieron mutuamente la fuerza y riqueza de sus respectivos sentimientos. Allí Clemencia, deshecha en lágrimas apretaba entre las suyas las muertas manos de su padre, como si quisiera comunicarle por sus poros su propia vida, y allí Pablo no hallaba palabras de consuelo, convencido que el dolor sólo se alivia, dejándole libre y árbitro de desahogarse, según su inspiración.

Al día siguiente salió de su casa el querido y venerado cadáver. ¡Ay! no para descansar, sino para ser pasto de la corrupción que no dejará de él sino los huesos esparcidos, algún cabello y algún girón de la tela que vestía, menos corruptible que el cuerpo humano... y nada más. Es cierto que el alma voló a su patria, pero ¿acaso no se ama al cuerpo de las personas queridas? ¿Quién no adora la venerable mano del padre que le bendijo? ¿Quién no los dulces ojos de la madre que le sonreían?

Pasaron estos fúnebres días, venciendo el tiempo aquel desesperado primer dolor, debilitado por su propia violencia; los ojos, cansados de llorar, se cerraron; los nervios, destrozados de su excitación, se postraron, y el sueño obtuvo la primer tregua. Un hondo silencio sucedía en aquella casa a los tristes gemidos, una inmovilidad austera a la febril y desatinada agitación anterior; todo allí era negro en el exterior como en los ánimos. Pero la vida activa arreaba, y ya se decía: ¿Quién es el dueño de aquel caudal?

¡Oh triste mundo! ¡Cuál empinas los intereses materiales que ni aun les concedes unas treguas para abstraerse y ensimismarse al que es presa del dolor, siquiera en tanto que lleva su librea!

Doña Brígida había entregado al Abad las llaves del archivo y demás depósitos de papeles. Este convocó una mañana a toda la familia; cuando estuvieron reunidos, les habló así:

-Tengo el pesar de participar a ustedes que ninguna disposición de mi hermano he hallado ni entre sus legajos, ni en las escribanías; así pues, habiendo yo renunciado ha tiempo a ser la cabeza de una casa que se extingue en mí y de los bienes que le son propios, tú, Pablo, como inmediato heredero, reconocido como tal por mi hermano, entras desde luego en posesión de todo.

-Extraño este raro descuido de mi marido (que en paz descanse) -dijo doña Brígida-, pues me consta que otras eran sus intenciones. Lo siento por ti, Clemencia; lo que es en cuanto a mí, no me importa, resuelta como estoy a reunirme con mi prima en su convento: con la viudedad que me señala la ley me sobra, y aun podré, lo que haré gustosa, partir contigo, hija mía.

Clemencia se echó llorando de gratitud en los brazos de su suegra; es decir, de gratitud por la bondad y cariño que le demostraba, no por el beneficio. En general la juventud, y sobre todo la femenina, no concibe la necesidad; para ella no hay desierto sin maná.

-No es necesaria a Clemencia tu generosa oferta, hermana -dijo el Abad-. Clemencia, la hija de adopción de mi alma se quedará conmigo, si quiere compartir la monótona y sosegada vida de un pobre anciano; por mi muerte, cuanto poseo es de ella; mi testamento está ya hecho.

-¡Oh tío! -exclamó Clemencia-; si después de la cruel separación de mis padres tuviese que sufrir la vuestra, ¿qué sería de mí?

Pablo se había quedado tan confundido al verse después de la completa desheredación que le había anunciado su tío, dueño de todo, que no atinaba qué hacer ni qué decir, y quedaba completamente extraño al precedente coloquio.

Por fin más repuesto y venciendo su timidez, dijo dirigiéndose al Abad:

-Soy testigo, y testigo que no puede recusarse siendo yo el interesado, y por lo tanto el solo que a combatirlo tuviese derecho, que mi tío pensó dejar a Clemencia, su hija, por quien quiso y debió mirar, no sólo la mitad de cuanto poseía, pero el todo; el ocultarlo en mí, a quien se lo dijo, sería faltar a la honradez.

-Es que no hubiera podido hacerlo aunque hubiese querido -dijo con su serena voz doña Brígida, que quería mucho a Pablo-, y ante todo lo justo.

-Pensó sacar cédula real -repuso éste.

-Eso lo diría -intervino el Abad-, en uno de esos bruscos arranques que tenía mi hermano (en paz descanse), que eran siempre truenos sin rayos.

-Y esto lo confirma el que si tal era su intención, lo hubiese llevado a cabo -añadió Clemencia.

-Lo que creo justo -dijo Pablo-, y el único medio de que ni tu delicadeza ni la mía padezcan, es que partamos como hermanos, Clemencia.

-Pero, Pablo, ¿por qué quieres que te agradezca un beneficio que no necesito ni anhelo?

-No es beneficio, pero caso que lo fuese, ¿te pesa la gratitud, Clemencia?

-Según sea el beneficio que la motive, Pablo. Nunca me ha pesado la que te tengo por la vida que te debo.

-Eres sutil, Clemencia, y me contestas con la metafísica de una delicadeza fría, propia entre extraños, cuando yo te hablo con la buena fe del corazón, como a una hermana.

-A ambos os comprendo y a ambos apruebo -intervino el Abad-, pues cuanto decís es hijo de un noble desprendimiento y de una delicadeza loable. Pero para que no degeneren éstas en ti, Clemencia en obstinado desvío, os diré para poneros a ambos de acuerdo, que si a Clemencia aseguro mi herencia, es como a mujer de mi sobrino, y como miembro poco afortunado de la casa de Guevara; que como a hija de adopción de mi alma, le he hecho dueña de tesoros de más valer. ¿No es así, Clemencia mía?

-Si señor, si señor -contestó ésta besando la mano del venerable anciano-, y del que más aprecio de todos, que es vuestro cariño.