Clemencia (Caballero)/Segunda parte/XI

Segunda parte

Capítulo XI

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Pocos días después se trasladó doña Brígida, con previa autorización eclesiástica, al retiro del convento, a pasar sus últimos años lejos del ruido de la vida activa. Todo lo demás permaneció en el mismo estado, habiendo insistido Pablo con el mayor calor y cariño en que no se separasen de él su tío y su prima.

Así corrió otro año pacífico y tranquilo como los anteriores, pero sin que pasase un solo día sin tributar un amante recuerdo y un fervoroso sufragio a don Martín, cuya memoria permanecía siempre viva en todos los corazones como en el primer día, ni una semana en que no fuesen a hacer una larga y afectuosa visita a su tía.

Pero al cabo de este año, los días del Abad eran cumplidos. Había éste desde la muerte de su hermano, decaído mucho. El varón eminente sentía acercarse su fin como los verdaderos justificados, sin ansiarlo ni temerlo. Muchas veces miraba a su amada Clemencia con pena e inquietud, viendo que sobre ella habían pasado los años, haciéndola al exterior una hermosa mujer, pero habiéndola dejado moralmente la niña inocente, sincera e inexperimentada que era a los diez y seis años, cuando casi al salir del convento había llegado allí. ¿Qué resultará, decía, de la amalgama de ideas tan sólidas y determinadas con sentimientos tan vírgenes y frescos, candorosos y sencillos? ¿Cuáles vencerán si lucha hubiese? Estas reflexiones le llenaban de temores, y fue el resultado de éstos, que vino a sentir, aunque por causas diversas y más elevadas, los mismos deseos que su hermano había tenido antes de morir, de dejar unidos a Pablo y Clemencia. Así fue que una noche en que se hallaba indispuesto, y Clemencia, liada en un abrigado pañolón, después de haber cubierto la lamparilla con un cristal bruñido, y cerrado con cuidado todas las puertas y ventanas para que no penetrase el aire frío y húmedo de la noche, se había sentado en una butaca a su cabecera para velar, le dijo al verla tan tranquila y ajena del golpe que la esperaba, porque nadie confía más en la vida de los enfermos que aquellos que más los aman:

-Hija mía, creo que Dios me avisa con estos males repetidos, que pronto compareceré en su presencia.

Estas palabras penetraron el corazón de Clemencia como agudas flechas.

-¡Jesús, Señor! -repuso con trémula voz-. ¡Oh! ¡no digáis eso! pensarlo es una aprensión, cuando sólo tenéis una afección catarral; y decirlo es una crueldad.

-La voluntad de Dios se haga, hija mía; pero prever todo accidente es la obligación de las personas prudentes; sobre la esperanza se confía, pero no se labra; yo pienso en la muerte, porque preverla es el modo de que no asombre su imponente llegada, y porque es el de la muerte, el más útil, el más grande y el más elevado pensamiento del mortal. Pero esta misma consideración me hace prever cuán sola quedarás, tú, ángel de mi vejez, cuando te falte yo, tu compañero, tu guía y tu padre.

Las lágrimas que Clemencia contenía a duras penas, estallaron en sollozos al oír estas últimas palabras.

-Si vos me faltáis -exclamó-, no quiero vivir.

-No pensara de tu juicio, de tu sensatez y de tu religiosidad, que te expresases así, Clemencia mía -repuso el Abad-. Esas son frases heroicas y sin mansedumbre, y así de un todo opuestas a lo que nos enseñó el hombre modelo, en el que el mismo Dios digné constituirse. Pero en fin, llegado el caso que te he indicado, ¿no piensas que sería prudente y decoroso poner en mi lugar quien como yo te amase, amparase y mírase como cosa propia?

-¡Oh! vuestro lugar, padre amado, nadie puede ocuparlo ni a mi lado, ni en mi corazón.

-Clemencia, los sucesos como los hombres se suceden unos a otros en el mundo como las olas en el mar, sin dejar hueco ni vacío por la gran ley del equilibrio que rige la naturaleza, así la física como la moral.

-Pero señor, hay excepciones.

-Sabes, hija mía, que todo lo excepcional me es antipático, sobre todo en las mujeres, tan dignas, tan bellas, tan femeninas en las buenas sendas trilladas, como mal vistas, antipáticas y burladas en las excepcionales. El querer llenar tu vida, que está en su principio, con la memoria de un padre, es el sueño de un corazón amante: así deséchalo como tal, y procura no apartarle de la ley que hizo a la mujer compañera del hombre.

-Tío, señor, ¿no me habéis dicho mil veces, que a la mujer casta Dios le basta?

-Sí, hija mía, es cierto que Dios basta a llenar un corazón puro; pero la vida en una mujer trae otras exigencias y necesidades, además de las del corazón, cuando es joven, para vivir tranquila. Necesita, o retirarse del mundo, o un amparo si en él permanece: de otro modo, Clemencia mía, sola, independiente, inútil, su estéril vida es excepcional, y una piedra de toque en la sencilla y buena uniformidad en que gira la sociedad humana. El celibato, hija mía, es santo, o es una viciosa y egoísta tendencia que tira a quebrantar las leyes sociales y religiosas: no te sustraigas a la santa misión de esposa y madre, te lo encargo, te lo suplico.

-Bien, tío -dijo la dócil Clemencia-; si tuviese la terrible desgracia de perderos, os prometo casarme.

-¿Y por qué no en vida mía, para que yo bendiga tu unión antes de morir?

-Pero, señor, ¿acaso no tengo más que desearlo, para que se presente el compañero que os prometo aceptar?

-Sí, Clemencia, no tienes más que desearlo, para que se te presente el compañero que entre todos no habrías podido elegir más cumplido y más a propósito para hacer tu felicidad.

-¿Pablo? -preguntó en queda y desconsolada voz Clemencia.

-Pablo, sí, Pablo, que tiene el alma más bella, el carácter más noble y el corazón más amante y generoso. Fíate de mí, Clemencia; que harta experiencia tengo de los hombres: no conocí nunca otro más aventajado que Pablo, otro a quien con más justicia se pueda dar el epíteto de hombre de bien y caballero cumplido.

Largo rato calló Clemencia, y después dijo con la íntima y entera confianza que le inspiraba aquel varón indulgente y benévolo:

-Tío, yo había pensado vivir siempre como hasta ahora, tranquila y concentrada; mas si exigís que amplíe mi vida, que trueque mi libre y descuidada calma por la austeridad de los deberes, que cambie mis flores y pájaros por cuidados y desvelos, yo habría deseado que el amor hubiese esparcido sus rayos entre la cargada atmósfera de las obligaciones y desvelos que circundan el estado.

-¿Y no puedes acaso amar a Pablo? -dijo el Abad.

-No puedo amar a Pablo, señor, sino como al mejor de mis amigos, después de vos.

-No te cases, pues: tus ilusiones se interpondrían entre ti y tu felicidad, como esos mirajes, esos prestigios, efectos de la óptica, que presentando al viajero objetos ilusorios, le ocultan la senda trillada, y la sacan del camino real de la vida que no ve por mirarlos. ¡Oh mundo seductor, falsa sirena, que modulas tus cantos haciéndolos simpáticos al sentir de cada cual! Nada logra contra ti la sabiduría humana, y tú sólo eres el que te encargas de darte a conocer. Sí, sí, una sola de tus lecciones prácticas alcanza lo que no pueden todas las máximas de la sabiduría y todos los consejos de la experiencia. No te cases, Clemencia; no te cases ahora, pues no serías feliz sino pasivamente, y tu felicidad satisfecha, cumplida y elegida por ti, es la que deseo sobre todas cosas. No obstante, cuando llegue el día en que fijes tu voluntad, antes de decidir de tu suerte, acuérdate del último consejo y del postrer deseo de tu padre: la pasión es ciega, la razón ve claro; si luchan, haz que venza ésta.

En conversaciones que aún tuvieron, dio el Abad a Clemencia otros muchos consejos y lecciones sobre la vida y el mundo, todos impregnados de los altos y sabios conocimientos que sobre ellos tenía el esclarecido filósofo cristiano. Además, entre los de la vida práctica, le recomendó el trasladarse, cuando llegase él a faltar, a Sevilla, al lado de su tía la marquesa de Cortegana, no siendo decoroso el que se quedase a vivir con su primo, que era un joven. Añadió que cerca de la de su tía poseía él una casa que ya había mandado renovar y arreglar para que ella la habitase; regaló su magnífica librería a Pablo, distribuyó infinitas limosnas y dádivas; y así pensando en todos, haciendo el bien a manos y corazón llenos, levantando en continuas y fervorosas oraciones su alma a Dios, se fue extinguiendo como un sonido melodioso, cada vez más débil, cada vez más suave, cada vez más dulce; y un día en que con manos cruzadas rezaba, sus labios dejaron de articular, sus ojos de fijarse con amor en los que le rodeaban, y su corazón de latir a un tiempo.

El dolor de Clemencia la postró en cama. Por más que sea el carácter apacible, el ánimo sereno y madura la razón, el dolor es en la juventud para el corazón una calentura que no halla calmantes. Clemencia mandó que se llevasen de su cuarto los pájaros que cantaban; que cortasen de su jardín las flores que se abrían; echó en cara al sol el alumbrar alegre la tierra el día del entierro de un justo, y al cielo el haber dejado brotar en la tierra el amor, esa flor del cielo que sólo debiera existir en la eternidad.

Pero apenas estuvo repuesta su salud, y apenas pudo hacerse dueña de su inmensa aflicción, cuando conforme a las indicaciones de su tío, pensó trasladarse a Sevilla.

Así fue que le dijo a los pocos días a su primo: -Pablo, nos vamos a separar después de cerca de ocho años de haber vivido bajo el mismo techo.

Pablo calló y bajó la cabeza; estaba prevenido a este golpe cruel.

-Réstame, Pablo, el darte gracias por tus nunca interrumpidos buenos procederes hacia mí -prosiguió Clemencia-, y decirte cuán penosa me es nuestra separación.

-Entonces... -dijo Pablo, que no acabó la frase.

-Voy a Sevilla -añadió Clemencia, respondiendo indirectamente a esta pregunta que Pablo no articuló, pero que ella comprendió- al lado de mi tía, pues así lo dispuso nuestro santo mentor.

-Clemencia -dijo Pablo-, ahora pues, es el caso, ya que vas a establecerte, en que debes en toda justicia, y para no rechazarme como a un extraño, recibir del mayorazgo que debió ser tuyo, siquiera la viudedad, para que vivas con el decoro y en el rango que te corresponde: te consta que no sé qué hacer con el sobrante que dejan las rentas.

-Para vivir con decoro, Pablo, me sobra con lo que me ha dejado nuestro tío; grandezas, ni las apetezco, ni las busco, ni las quiero; sabes que me son antipáticas, quizás por una rareza de carácter. Mi padre me enseñó las verdaderas grandezas que proporciona el dinero: las limosnas, que son el lujo del corazón; la caridad, que es la verdadera grandeza del alma. Sigue tú su ejemplo, y todas tus rentas te vendrán cortas. No obsta esto, Pablo, a que te agradezca esta nueva prueba de tu generosidad para conmigo.

-Otra mayor tienes que agradecerme, Clemencia -dijo tímidamente Pablo-, y quiero que la sepas antes de separarnos, para que si no nos volviésemos a ver en esta vida, quede grabada en tu corazón mi memoria con la gratitud que te infunda, porque en esta ocasión la merezco.

Clemencia miró a su primo con sorpresa.

-¿Más aún que agradecerte, Pablo? -exclamó.

-Recordarás -dijo Pablo-, que mi tío quiso unirnos.

Clemencia se puso encendida como la flor del granado.

-Tú consentiste -prosiguió Pablo.

Clemencia bajó confusa los ojos y calló.

-Pero yo, Clemencia -añadió Pablo-, rehusé.

Clemencia quedó confundida.

-Y rehusé, Clemencia -prosiguió Pablo-, porque tú hacías un sacrificio grande en casarte conmigo, y yo uno cruel en negarme a ello, y quise que el sacrificio estuviese de mi parte y no de la tuya: esto prueba que te amaba, y sigo amando sin esperanza, Clemencia; y el amor que vive sin alimento, esto es, sin esperanzas que lo sostengan, es de alta esfera, o inmortal como el alma.

Hubo un rato de silencio. Pablo tenía la respiración oprimida.

Dos gruesas lágrimas cayeron lentas por las mejillas de Clemencia.

-Esto te lo digo, Clemencia -prosiguió Pablo, cuya voz alterada salía con dificultad de su pecho-, porque nos vamos a separar, y quizás para siempre; a no ser así, no me hubiese atrevido a ello; pero he querido que ya que no me tengas amor, me tengas gratitud y... lástima.

Diciendo esto Pablo, no pudiendo por más tiempo comprimir la vehemencia de su dolor, se levantó y salió apresuradamente.

-¡Pablo! -exclamó Clemencia, profundamente conmovida.

Si Pablo hubiese tenido más ciencia de mundo y más experiencia del, corazón humano, habría sabido aprovechar aquellos bellos momentos de enternecimiento para ganarse un corazón que latía de admiración y de gratitud, subyugado ya por los nobles medios que subyugan las nobles almas; pero su timidez le ataba, su modestia lo desesperanzaba y su delicadeza lo detenía; se paró un momento en la puerta del segundo cuarto y se dijo: ¿Y a qué volver? ¿A ser sobrepujado en generosidad? Entonces cuanto he hecho parecería premeditado; nada grande se lleva a cabo sin entereza: no la pierda yo al verla resuelta a concederme, arrastrada por la gratitud, lo que movida por amor no pudo.

Y se alejó sin vacilar.

Pasada la primera emoción, Clemencia se serenó, pensó que de todos modos, aun cediendo a los deseos de Pablo que fueron también los de su padre y de su tío, no debía permanecer a su lado, ni habitar ya aquella casa sino como su mujer; sintió que la separación que proyectaba por respeto humano, debía ahora que Pablo se había declarado, llevarla a cabo por respeto a sí misma, y apresuró los preparativos de su partida. Pablo por su lado, ahogado de pena, temiendo no poder ocultarla, y comprendiendo que su presencia turbaría a Clemencia, se había ausentado. De suerte que la declaración de Pablo había servido para levantar entre ambos una barrera, y para ahuyentar la franqueza de hermanos que hasta entonces entre ellos había existido.