Clemencia (Caballero)/Segunda parte/IX

Segunda parte

Capítulo IX editar

Don Martín, no pudiendo contenerse por más tiempo, le dijo un día que estaban solos a su mujer:

-Brígida, mujer, ¿querrás creer que había pensado que ese zonzón de Pablo se casase con la niña, y que ésta puso mala cara cuando se lo dije, y que ese menguado, desamoretado, frondío, que nunca está en sazón, ha dicho que no?

-Hubiéralo pensado, Martín -contestó ésta.

-¿Y por qué, me querrás decir?

-Porque si hubieran querido casarse, se les hubiese ocurrido a ellos antes que a ti, Martín.

-Es que la gente moza no piensa en lo que les tiene cuenta.

-Más vale así, Martín: nunca debe el interés, y menos en la juventud, guiar nuestras inclinaciones.

-Siempre tiene mi hermano, que está metido en Dios, la férula en la mano contra el interés; el redicho de Pablo, que es su monaguillo, dice lo propio; malvarosa, que es tan niña como si hubiese nacido ayer, y no piensa sino en sus flores, canta lo mismo; y ahora dices tú lo propio. Oye, ¿si seré yo interesado sin saberlo?

-No, Martín, no lo eres; pero quieres que otros lo sean. Déjate de intervenir en vidas ajenas, y acuérdate que casamiento y mortaja, del cielo baja.

-Si por ti fuera, mujer -repuso don Martín-, habían de andar los coches sin cocheros y los barcos sin pilotos.

-Mal dices, Martín, pues cada cual tiene en sí su piloto, que es su conciencia.

-Esas son teologías, mujer. ¡Mire usted, conciencias! Eso es como si trajeses al sol para quemar un mosquito; ello es que:


Lo de mi casamiento
parece cosa de cuento,
mientras más se trata,
más se desbarata.

Y nadie sabe lo que lo siento, pues es todo mi deseo.

-Pues, Martín, no insistas, ni quieras quebrar voluntades; desiste, y el hueso que te cupo en parte, róelo con sutil arte.

-Señor -dijo entrándose de repente la tía Latrana-, vengo de ver el cebadal de su mercé. ¡Qué hermoso está! No parece sino que lo han regado con agua bendita. Ya se va encerando; cada espiga tenía un jeme; me dolía la boca de dar gracias a Dios; hasta lloré; venía tan contenta, que ni un perro harto de carne.

-Vamos presto: ¿qué me viene usted a pedir? -dijo don Martín.

-¡Ay, señor! vengo de muy lejos.

-¡Qué bien estaba usted allí! Mire usted que el mucho andar trae el poco andar.

-Señor, la necesidad, hace a la vieja trotar.

-¿Y para qué trota usted tanto, usted que parece andando un loro viejo, y a la que puede caer la sombra de un coche?

-Porque mi sobrina está de parto.

-Vaya usted por la comadre, que es lo derecho.

-Ya; pero, señor, es preciso ponerle un pucherito, y cristianar a ese morito que se entra por la puerta sin que lo llamen.

-Diga usted al cura que yo salgo a todo, y a Andrea que dé a usted garbanzos y tocino para los pucheros, y aléjese tan presurosa como ha venido.

-La mitad será para mí, que más cerca están mis dientes que mis parientes. ¡Si viera su mercé qué mala está mi hacecilla de cebada! No tiene espigas, sino espigorrillos.

-¿Cómo puede ser eso, cuando el año va, que no parece sino que tienen los labradores en la mano al sol y a las nubes?

-Pues ahí verá su mercé, señor don Martín; el tiesto de Inés se secó lloviendo; al que es desgraciado, mal sobre mal, y piedra por cabezal. Así iba a pedir a su mercé si me quería emprestar para mercar un cochinito, para criarlo y ver así de remediarme.

-¡Caracoles! ¿todavía quiere usted más? Parece la boca de usted un lechuzo: mire usted que es preciso valor para ser tan pedigüeña.

-Señor, -dijo la tía Latrana, haciendo a guisa de sonrisa una mueca que puso en contacto su barba y su nariz- a quien de miedo se muere (con perdón de su mercé) con moñiga le hacen la sepultura. Además, señor, al desdichado poco le vale ser esforzado -prosiguió volviendo a su tono natural-: lo que sucede es que miráis lo que bebo, y no la sed que tengo. ¡Vaya! présteme su mercé para el gorrinito, que quien bien hace para sí hace.

-¿Qué había de prestar? ¡Prestar! ¿Acaso me ha pagado usted los dineros que le presté para el habar del año pasado?

-Señor, y si no tengo más que la casa, ¿qué hacía? ¿Le tiraba un bocado? Pero si me da su mercé el cochinito, lo criaré muy gordito, y el año que viene podré pagar a su mercé y remediarme.

-Va, va, ¿aún no ensillamos y ya cabalgamos?, yo no quiero que usted me pague, sino que no haga más deudas, y mire usted que puerco fiado gruñe todo el año.

-Señor, y los probes ¿qué hemos de hacer? no hay hombre sin hombre. Señor, mire su mercé que dice el refrán: Entrañas y arquetas, a los amigos abiertas; y mas que sea su mercé rico y un usía muy considerable y de los nombrados, y yo una probe desdichada, soy su amiga, señor; que todos somos hijos de Eva por la carne, así como hijos de Dios por el alma.

-¿Y me la ha de dejar usted en paz hasta que mate el cochino?

-Sí señor; sí señor.

-¿No he de ver esa cara de usted, más fea que el no tener?

-No señor, no señor.

-¿Y no he de oír esa voz tan desentonada y recia, que parece que está usted hueca?

-No señor, no señor.

-Pues dígale usted a Miguel Gil que le dé un gorrino de cuatro meses, y eche a correr más súbita que chispa de carbón de fragua.

-Señor, Dios se lo pague y se lo dé de gloria. No, mentira; un señor más bendito que su mercé no lo hay en el mundo -dijo alejándose la vieja.

-Sí, sí; bien canta Marta cuando esta harta -le gritó don Martín.

En este instante fue interrumpido por Miguel Gil que llegaba azorado.

-Señor -gritó-, el cortijo de la Mata está ardiendo.

-¿Qué es lo que arde? -preguntó don Martín.

-Las mieses.

-¿Has sacado los ganados?

-Sí, señor.

-¿Y los aperos?

-También.

-¿Le has avisado al señorito?

-Va para allá que vuela.

-Pues ya todo está hecho -dijo don Martín volviendo a su calma-; ahora, sea lo que Dios quiera.

Las criadas habían acudido, y la señora se había puesto a rezar a San Lorenzo, abogado del fuego.

Al cabo de una hora entró Pablo: sus vestidos estaban quemados; sus manos abrasadas, su cabello chamuscado, su semblante ardía.

-¿Se apagó el fuego? -preguntó don Martín.

-Sí señor -contestó Pablo.

-¿Se ha salvado algo?

-La mitad de vuestras mieses; las de los pobres a los que dais tierras, se les han quemado todas.

-¿Saben que son las suyas? -preguntó el rico mayorazgo.

-¡No lo habían de saber, señor! Todos acudieron, y su dolor parte el corazón.

-Pues diles que nada han perdido -dijo don Martín-. Si no hubieran sabido que era lo suyo lo que ardía, se lo hubiésemos ocultado; pero ya que lo saben, diles que la mitad de mis mieses está ahí para suplir a cada cual lo que haya perdido.

Una alegría tan viva como entusiasta resplandeció en los ojos de Pablo, que volviéndose a un criado:

-¡Otro caballo! -gritó.

Y sin aguardar que lo ensillasen se arrojó hacia la puerta.

Salía en este momento al patio Clemencia, pues en el retiro de sus habitaciones había penetrado algo del ruido y galope de los caballos: al verla Pablo, exclamó:

-Abraza a mi tío, Clemencia, abrázalo por ti y por mí.

Y saltando sobre el caballo en pelo, partió cual un rayo a llevar la fausta nueva a los interesados.

-Pablo me ha dicho que os abrace, padre, en su nombre y en el mío -dijo Clemencia al entrar en la sala-. ¿Por qué? ¿qué ha sucedido? ¿qué pasa aquí?

-Empieza por hacer lo que te ha encargado Pablo, malva-rosita -respondió don Martín, que sabiendo era apagado el fuego, y con la buena acción que había hecho, estaba en su habitual buen humor-. Uno por ti, así, bien, otro por él, así. Pensó bien en trasmitírmelo por ti, pichona, que así; ha ganado ciento por ciento -dijo don Martín abrazando a su nuera.

-¿Pero qué sucede? -preguntó Clemencia admirada de cuanto veía.

Entonces las criadas todas, y a la par, empezaron a referirle lo ocurrido, llenando a su amo de bendiciones y derramando lágrimas. Clemencia se volvió a echar en los brazos de su padre, sin poder hablar una palabra.

-¿Ves tú? -le dijo éste al oído-, ¿ves, malva-rosita, como es bueno ser rico?

-Mejor es ser bueno -contestó ella.

-Uno y otro -repuso don Martín-: para hacer una buena obra en forma se necesitan tres cosas, pichona, la necesidad, los medios y la buena voluntad; es como la trinidad, tres en uno. ¿Estás? ¡Ea! -añadió en recia voz dirigiéndose a las criadas-, basta ya de aspavientos; callarse. No parece sino que he hecho alguna cosa del otro jueves. Ea, señora -dijo a su mujer, que había quedado impasible mirando lo que había hecho su marido como la cosa más natural y sencilla-, mande usted estos cansados cencerros que me tienen atolondrado, cada una a su obligación. Mira, María Bodrios -añadió dirigiéndose a la cocinera-, si está pegada la olla, te advierto que te despido. ¿Qué hay que comer?

-Lomo, señor, y carnero dorado.

-¿No hay aves?

-No señor.

-Pues que no vuelva a suceder: te tengo dicho que cuando no haya aves de tiro, eches mano a las del corral; que carne de pluma quita del rostro la arruga; pero tú tienes memoria de embudo, y yo no soy reló de repetición, ¡caracoles! Mira que para la cena quiero pollos.

-Martín, acuérdate de que de penas y cenas están las sepulturas llenas -dijo doña Brígida.

-¡Qué, señora! Mascar mientras ayuden los dientes -respondió el marido.

Las criadas se fueron.

-¡Válgame Dios, Martín! -le dijo su mujer-, nunca tienes presente que poca hiel hace amarga mucha miel.

-Es que la moza mala hace al ama brava, señora.

-También se dice, Martín, que el amo majestuoso hace al criado reverencioso.

-¡Jesús, señor! -exclamó entrando lleno de entusiasmo Miguel Gil, que venía del cortijo-; no se ha visto otro como el señorito. Aquí me entro, aquí me salgo por entre las llamas, como si fuese de hierro; aquí corta un tajo, aquí un revés; zas, en un decir tilín había apartado las gavillas sanas poniéndolas al lado del viento, que asina las llamas le volvían las espaldas. A éste lo llama, a éste lo empuja; a todos les da su tarea; al uno echar agua, al otro echar tierra, y él siempre delante y sin quemarse. Señor, no parecía sino que las llamas lo conocían. ¡Cristianos! todo tan acertado; no parecía sino que en su vida había hecho otra cosa que apagar incendios; y no se lo dijo nadie, fue de su metro. El pobre del tío Andino, por salvar sus gavillas se metió por medio, tropezó y cayó. No bien lo vio el señorito, que allá se va, coge al pobre viejo y carga con él como San Cristóbal con el niño; pero su ropa venía ardiendo. Entre todos lo cogimos y ahogamos el fuego; tenía el pelo chamuscado, las manos quemadas y la cara tan encendida que se podían tostar habas en ella. Caballeros, no se vio otro más arrojado: a él se debe no haya ardido todo. ¡Vaya, señor, el señorito es todo un Bernardo, todo un hombre! Por fin, un Guevara, señor, y de tal palo tal astilla.

-Sí, sí -dijo don Martín-, bien haya la rama que al tronco sale.

-Sí, Pablo es completo -dijo su tía-, el oro siempre reluce.

En el mundo suspicaz y entremetido, es cierto que tanto don Martín como doña Brígida se habrían puesto a observar el efecto que producían sobre Clemencia los justos elogios tributados a Pablo; pero en aquel círculo sencillo y sincero no sucedió así; sólo se pensaba en lo actual: éste llenaba el corazón y la mente sin dejar espacio a la observación ni al cálculo sobre las impresiones que causaba. Triste ventaja del uso del mundo es la de tener cada cosa su aván o retaguardia; dulce prerrogativa de la vida sencilla, aunque menos pulida, es su perfecto acuerdo entre el alma, el corazón y la cabeza, que forman un todo espontáneo y sincero como la luz del sol.

Clemencia, en quien hubiera la observación producido mal efecto y originado cuando menos el retraerse, pudo con placer dar rienda suelta con toda expansión a los sentimientos de simpática admiración que le inspiraba su primo.

-Pero señor -dijo Miguel Gil-, con lo quemado y lo que les va a dar a los pobres, se queda su mercé hogaño sin la cosecha de ese cortijo.

-Más vale que sea por eso que no porque se lo llevase el francés -dijo don Martín.

-Dios nos lo dio, Dios nos lo quitó; él es su solo dueño -añadió doña Brígida.

-Miguel Gil -dijo radiante Clemencia-, más vale lo que han hecho mis padres y mi primo que cien cosechas.

-Verdad es, señorita -respondió Miguel Gil-, pues han cosechado para un granero en el que no se pica el trigo.