Clemencia (Caballero)/Segunda parte/V
Segunda parte
Capítulo V
editarApenas se había concluido la narración, cuando de lejos se oyeron discordes y confusos gritos. Clemencia puso el oído. Las voces eran muchas, y herían de cuando en cuando el aire estridentes silbidos.
-¿Qué es esto? -dijo Clemencia poniéndose en pie.
-¿Qué ha de ser? -opinó Mariquilla-, los pícaros de los chiquillos del lugar que andarán de tuna.
-No son, estas voces de muchachos -repuso Clemencia, cuyo corazón latía fuertemente, al oír acercarse en aquella dirección la gritería-; me temo...
No acabó la frase, porque una voz distinta ya, a la vez ronca, exaltada y azorada gritó:
-¡Eh, toro!
Un espantoso temblor se apoderó de la infeliz Clemencia, mientras que las chiquillas, dando gritos de terror, la rodearon colgándose de sus vestidos.
Clemencia volvió en torno suyo sus ojos extraviados, por ver si algún medio de salvación se le presentaba; pero ninguno ofrecía aquel lugar.
El vallado alto, espeso, no interrumpido, se alzaba a ambos lados del camino como una muralla vegetal, coronada por las púas de las pitas, como las de mampostería lo están por puntas de hierro; el camino, más hondo que el vecino campo, encajonado y preso, se prolongaba indefinidamente a la izquierda; por la derecha sonaba la alarma.
Además, ¿cómo huir, cómo correr, cuando la infeliz apenas podía tenerse en pie? ¿Cómo abandonar a las dos criaturitas, que se asían a ella como a su tabla de salvación? Y aunque lo hubiese intentado, ¿cuánto habría tardado en alcanzarla la fiera en su veloz corrida?
-¡Estamos perdidas! -gimió la estremecida Clemencia cruzando las manos- ¡Madre mía de las Angustias, apiádate de nosotras! Alcanza un milagro en favor de tu devota y de estas inocentes... que grande es tu piedad, y grande tu valimiento.
La algazara se acercaba; ya sonaba sobre la tierra dura el seco ruido de las herraduras de los caballos en su carrera. Los silbidos y descompuestas voces penetraban como clavos la trastornada cabeza de Clemencia, que permanecía inerte como la imagen del espanto.
En este instante apareció a la entrada del callejón, alta la cabeza, y moviéndola en bruscos movimientos de uno a otro lado, como incierto sobre la dirección que había de seguir el toro, esa fiera tremenda que con tanto esmero se embravece para solaz y diversión de hombres, que al salir de la que les brinda, harán discursos o escribirán artículos pomposos en loor de la cultura, del modo de moralizar al pueblo y dulcificar las costumbres. Clemencia, yerta e inmóvil, se apoyaba en la loma del vallado: la situación era espantosa. Hubieran podido salvar a Clemencia acosando al toro en otra dirección; pero nadie sabía que allí estuviese, oculta como se hallaba por el vallado.
En este momento el perrillo de la niña se puso a ladrar. Entonces el toro miró aquel grupo; esto decidió su vacilante intención, y... partió hacia él.
Clemencia cerró los ojos y nada vio; pero oyó ruido a espaldas del vallado, un fuerte golpe en el suelo, una llamada al toro; se sintió agarrada y sopesada por unos brazos vigorosos, cogida entre las zarzas por unos puños de hierro, y atraída al opuesto lado del vallado, donde cayó en tierra.
-¡Las niñas! -gritó con angustia-. Pero una después de otra cayeron a su lado; tras ellas saltó un hombre; este hombre era Pablo. Pablo, sereno y tranquilo como el poder que brilla en acciones, y no se ostenta ni altera en palabras.
A Pablo le había sido indicada la dirección que había seguido Clemencia, cuando la voz que cundió de haberse desbandado un toro, alarmó la población. Seguido del aperador del cortijo, ambos bien montados, cortó por campo atraviesa, para registrar el peligroso camino.
Llegaron en el momento en que el toro, incierto aún, vacilaba. Pablo se echó del caballo, cogió su capa, y saltó al camino, haciendo para el efecto hincapié en una excrecencia que tenía el tronco de uno de los pinos, con grave riesgo de lastimarse en su atrevido salto.
Presentó la capa al toro, que se paró al ver caer de repente ante sí aquel inesperado antagonista. El toro partió a él, y Pablo le lió con admirable tino y destreza su capa en las astas; y mientras el animal cegado trabajaba por desasirse de ella, Pablo con vigor y rapidez, levantaba en alto a la anonadada Clemencia, que recibía el aperador en sus robustas manos; hacía lo mismo con las niñas, y se valía a su vez de la mano salvadora del fiel criado, para ponerse en salvo.
-¡Pablo! -exclamó Clemencia, prorrumpiendo en un torrente de lágrimas.
-Calla -murmuró éste a su oído.
Aún no había pasado el peligro.
Siguió a estas palabras un profundo silencio, en que no se oían sino los resoplidos de la fiera, de la que sólo les separaba el vallado, detrás del cual batallaba por desprenderse de la capa. Una vez libre del estorbo que le cegaba, podría el toro en lugar de seguir adelante, retroceder y volver a hallarse en campo raso, a poca distancia de ellos.
Mas un ruido monótono y sonoro se oye de lejos en uniforme cadencia, y se viene acercando.
-¡Somos salvos! -murmuró Pablo al oído de Clemencia.
Eran los cencerros de los cabestros, que requeridos por el ganadero, venían a recoger al toro. Poco después entraban en el callejón con su uniforme trote, y el toro, más cuerdo que los hombres, los seguía, pesándole una emancipación estéril, de que tan mal uso hacía y que tan poca ventaja le reportaba.
Poco después el ruido de los cencerros, a la vez tan melodioso, tan aterrante y tan consolador, se fue perdiendo y alejando, a la par que el peligro; al fin no se distinguió, reduciéndose su sonido a un vago, lejano y grave rumor.
Clemencia, trémula y temblando, caminaba más que asida, colgada del brazo de su salvador.
-Pablo -le decía con débil voz-, no te doy las gracias, porque hablar no puedo; me has dado más que la vida; me has libertado de la más espantosa de las muertes. ¡Oh! y ¡qué frías son cuantas expresiones de gratitud han inventado los hombres para que te puedan expresar lo que yo siento!
En este momento llegaban varios hombres bien montados, armados de garrochas. Seguíales tirado por cuatro mulas el barrocho, en el que se veía a don Martín gesticulando y gritando desatentadamente. Cuando alcanzó a Clemencia, mandó parar, y la recibió en sus brazos; bien que la infeliz no podía hablar, y permanecía llorando e inerte, recostada en el pecho de su padre. El aperador Miguel Gil, contaba a gritos lo ocurrido al extático y embriagado auditorio.
-Sí, sí -exclamaba entusiasmado don Martín- Pablo es todo un hombre. Bien podrá no tener habla de abogado; pero en tratándose de manos a la obra, ahí está él. En jarabe de pico no está ducho; pero en cuanto a guapezas, muestra, por vía del dios Baco, la sangre de los Guevaras. ¡Ea, viva Dios! Sí, sí, Pablo, te luciste, ¡caracoles! Todos pueden charlar y mangonear; pero lo que tú has hecho, no lo hacen sino los hombres de pelo en pecho.
-Ea, a casa, a casa, y por los aires -añadió dirigiéndose al cochero-; que esta niña se me desmaya, y es preciso sangrarla sobre la marcha.
-Hija -dijo doña Brígida cuando llegaron-, ¿no te dije que el campo era para los lobos? Gracias infinitas al Señor, de buena has escapado.
-Y a la bendita Señora de las Angustias, a quien me encomendé, madre -repuso Clemencia.
-Mañana mismo, hija, se le hará una función de gracias -repuso doña Brígida.
-Sin olvidar las que le debes a Pablo -dijo don Martín-, que allí y en momento tan oportuno guió la Señora, lo que ha sido una providencia: ¡no hay nada sin Dios!
En seguida contó a su mujer lo ocurrido.
-¡Si Pablo es más noble que el oro! -dijo con expresión doña Brígida, gastando esa hermosa voz, a la que en los pueblos se da un sentido mucho más lato que en el lenguaje moderno, en el que sólo expresa una calidad; pero entre las gentes del campo es su significado como la esencia de todas las demás buenas, cualidades.
-Lo que Pablo ha hecho, padre -repuso Clemencia-, es más que una heroicidad; es un sacrificio.
-Sí, sí, merece una corona -dijo don Martín-; pero como no la tengo, lo que te doy, Pablo, es el potro ruano Andaluz; para que lo luzcas a él, como el mejor caballo de por estas tierras, y él te luzca a ti, como el mejor jinete y el más guapo de los mozos de Andalucía.
-¡Señor! -exclamó Pablo-, de manera alguna admito ese potro, que es el mejor que tenéis.
-Oyes, ¿y cuándo has visto tú que lo que yo regalo sea lo peor? -repuso su tío-. ¡Pues tendría que ver! ¿Y en quién ha de estar mejor empleado, me querrás decir?
-Por Andaluz os darán en feria cuarenta mil reales, tío.
-Mas que me dieran cuarenta mil pesos, no sale Andaluz de casa; ése es para ti. He de tener el gusto que nadie le caliente el lomo sino tú, ¿estás? No ha de enseñorearse Andaluz, por vía del dios Baco, sino con un Guevara. ¡Vea usted! Andaluz, que hace polvo en un lodazal!
-¡Qué temeridad! -decía el Abad-, y este increíble arrojo las ha salvado a las tres. Pablo, das razón a un antiguo refrán escocés, que dice que lo más prudente es el valor.
-¡El demonio se pierda! -exclamó don Martín-. ¡Y que no supiera yo ese refrán! Es decir, sabía el sentido, pero no lo sabía enversado; no se me olvidará.
-¡Exponerse de esta suerte por un éxito tan dudoso! -prosiguió el Abad-. ¡Oh noble y ciego ímpetu de la juventud!
-De todas maneras la salvaba, tío -repuso Pablo.
-Así, así -exclamó don Martín-; así se hacen las hazañas, exponiéndose; si no, no lo son; toma, toma, señor Abad, a costa de su pellejo, Francisco Esteban fue guapo. A tanto se expone el cuerpo como padece el alma.
Juana y su hija se habían abalanzado a las niñas, que estrechaban en sus brazos y cubrían de lágrimas; mas ahora se precipitaron hacia Pablo, abrazándolo y besando sus manos con ese entusiasmo de los corazones ardientes, tan expansivo y tan tierno.
-Vaya -exclamaba Juana-; que se expusiese así su mercé por salvar a la señorita, que al fin es su prima, ya era una hombrada de las pocas; pero que hiciese lo propio por estas inocentes, mire usted que para eso es preciso tener esa bondad tan buena del señorito. ¡Vaya, si esto es de lo grande, de lo santo, de lo sonado!
-Sí, sí -añadía don Martín-, esto va a ser más sonado que las narices. A este Pablo, no sólo no le arredra nada, pero ni lo perturba. En su vida de Dios se le van las marchanas; así es que en llegando la ocasión, como ha sucedido hoy, hace cosas tan grandes que al Rey le llaman de tú.
-Señorito -decía la madre de las niñas-, más tienen que agradecerle a su mercé mis niñas, que a mí que las parí. ¡Dios se lo premie tanto como yo se lo agradezco!
Pablo se apresuró a sustraerse, alejándose, a las muestras de admiración y de gratitud de que era objeto.
Entró en esto precipitadamente la tía Latrana, que era una vieja y osada pordiosera que de continuo asediaba a don Martín, la que con gemidos y lágrimas se abalanzó a Clemencia; pero como era muy pequeña, y Clemencia era más bien alta, no pudo por fortuna pasar el abrazo de su cintura.
-¡El demonio se pierda! -dijo don Martín, que estaba demasiado alegre para enfadarse-; no hay procesión sin tarasca. ¿A qué viene usted aquí, tía singuilindango?
-Pues ¿no había de venir, señor, a ver a mi señorita de mi corazón, que la quiero como si la hubiese parido, que es tan modosita con los pobres de Dios, y a la que en su vida se le oye ni un mal haya, no como otros ricos que son más ásperos que aceitunas de acebuche? Y vengo también, señor don Martín, para que me dé su mercé un poco de pan y de vino, para ponerme un reparito en el estógamo, pues con la alegría me se ha escompuesto.
-¿Qué se le ha descompuesto a usted el estómago con la alegría? ¡Por vía del demonio malo! Pues para contrapeso, lo mejor es darle a usted una pesadumbre, y verá usted como entra en caja. ¡Habráse visto tal fanganina!
-Pues sí, señor don Martín, que lo mesmo es una alegría que un pesar para estrépito del cuerpo.
-No es sino que es usted más pedigüeña que un demandante, y nada le basta; el dinero que se le da, es como puñado de moscas en un cerro en día de levante; siempre está usted hecha la esencia de la necesidad; nada le luce.
-¿Cómo me ha de lucir, señor? Ningún perro lamiendo engorda; el pan que me da hoy su mercé, ¿acaso me ha de apaciguar el hambre de mañana? ¡Ay, señor don Martín, el hambre tiene cara de hereje!
-Se parecerá a usted. En honra de la salvación de mi hija, y en gloria de la guapeza de mi sobrino, había pensado darle a usted un duro -dijo don Martín-, dándole una peseta.
-¿Y los diez y seis reales que faltan, señor don Martín? Esos me los deberá su mercé -dijo con alegre ansia la vieja.
-Pídaselos usted a la gran insolente de su lengua que se los ha robado, pues en poniéndose a chirlar, no hay respetos que no atropelle: ¿está usted enterada, tía raspagona? -dijo don Martín volviéndole la espalda-, y sepa que de la mano a la boca se pierde la sopa.
-¡Vaya! por poco se ha incomodado su mercé -murmuró la tía Latrana al irse-; pues al santo que está enojado, con no rezarle ya está pagado.