Clemencia (Caballero)/Segunda parte/VI
Segunda parte
Capítulo VI
editarNo conocía don Martín el cambio que por grados se había efectuado en Pablo, ni era capaz de comprender el punto de cultura a que lo habían ascendido la enseñanza de los libros, la dirección de su tío y la influencia del amor hacia una mujer como Clemencia. Los primeros habían enriquecido su entendimiento, la segunda formado su juicio y su gusto, y el tercero ennoblecido y afinado sus sentimientos, dotes que, unidos, forman la cultura de alta esfera de que muchos presumen y a que pocos alcanzan: así era que seguía ejercitando en él su facundia, benévolamente denigrativa; era éste un desahogo natural en don Martín, de que todos eran víctimas, menos su mujer, su hermano y su malva-rosa.
Pero con quienes esto subía a su apogeo, era con las viejas pordioseras, las que tenían a don Martín constantemente sitiado. Habíalas entre éstas sumamente insolentes, y los coloquios entre éstas y don Martín, eran seguramente dignos de haber sido recogidos por un taquígrafo.
Figuraba entre las primeras una tía Latrana que ya conocemos, a quien don Martín no podía sufrir por lo osada, exigente y desagradecida, lo que no impedía el que siempre la estuviese socorriendo. Llamábala don Martín la baratera de las viejas de Villa-María. Era este femenino Cid, chica, delgada por naturaleza, y enjuta a un tiempo por su mal genio y por los años. Tenía los ojos tiernos, pero la mirada arrogante. Su boca se había sumido como para hacer más notable la prominencia de su picuda nariz, que era de aquellas de que se suele decir que pueden servir para sacar espinas.
Databa la ojeriza que la tenía don Martín, de una ocasión en que un sobrino de ella, que era un calavera de lugar, muy listo, muy despierto, vicioso y pendenciero, habiendo caído soldado, había venido su tía a empeñarse con don Martín para que lo libertase, en cuya ocasión tuvieron el siguiente diálogo:
-Señor -dijo la tía Latrana, haciendo las más espantosas muecas y dando los más furibundos soponcios-; a mi Bernardo le ha tocado la suerte.
-Que manden repicar -contestó don Martín.
-Señor, no sea su mercé asina, y tenga compasión de su prójimo. Me envía aquí el alma mía a decirle a su mercé que le dé los dineros para pagar un préfulo, mas que sean prestados; que él se los pagara a su mercé con puntualidad en cuantito saque a la lotería.
-¡Miren la hipoteca! Vaya con el mostrenco ese, que es como los plateros, que barren para adentro. De casta le viene al galgo el ser enjuto y rabilargo. Vea usted, ¡prestados! Todavía me está usted debiendo el dinero que me pidió para sembrar el habar, ¿y ha soñado usted acaso en pagármelo?
-Señor, el que no tiene, ni paga ni niega.
-¡Hola!
-Pues si es verdad, señor, al que no tiene, el rey le hace libre.
-Pues en cambio, al que no tiene lo hace el rey soldado; ainda mais, su sobrino de usted no tiene oficio ni beneficio, es un vago, no es del campo ni del lugar; a esos flojonazos costillones, que se pasan la vida sosteniendo las esquinas, les viene la casaca como aceite a las espinacas.
-¡Flojonazo mi Bernardo! ¡Señor! Pues si es más vivo y más dispuesto que un ajo.
-Sí, sí; señor Corrin, que corriendo va, que siempre corriendo y nunca hace ná.
Señor, no se chancee su mercé, sino vea de libertármelo como hizo con el hijo del tío Gil.
-¡Yo libertar a ese arrapiezo! En eso estaba yo pensando. ¿Y va usted a sacar a Gil, que es criado honrado de la casa desde que Adán pecó? ¡Pues dígole a usted!... Bastante me cuesta usted ya con cada enfermedad que le costeo, que canta el misterio.
-Señor, por eso no se apure su mercé, que ahora estoy tan buenecita y tan gordita.
-Gorda, ¡sí! Parece usted el espíritu de la glotura.
-Señor don Martín, considere su mercé que mi sobrino, el probecito, está malito de la desazón.
-Mejor; que hijo malo, más vale doliente que sano.
-Señor, a borrica arrodillada no le doble usted la carga. Crea su mercé que mi niño tiene el pecho desgarradito de suspirar y en la carita surcos de llorar.
-No me venga usted con aleluyas. ¡Ya!... el burro que no está hecho a albarda, muerde la atafarra.
-Señor, su mercé que es tan buen cristiano, tan caritativo, que es el paño de lágrimas de los desdichados...
-No me venga usted con gatatumbas.
-El hijo de mi alma no tiene chichas para el servicio del Rey, es endeblito.
-¡Endeblito! ¡Por vía de sanes! Y tiene un rejo como un toro.
-¡Si lo viera su mercé! ¡Está tan escuchimisado, tan flaquito!
-Sí, sí; lo que está es rajado de gordo.
-Pero señor, es muy pulido y muy fino para pisar lodo.
-¡Fino, sí!... Si lo apalean echa bellotas. ¡Fino! ¡Vea usted, que se zamarrea de ganso!
-¡Ganso! ¿Mi Bernardo ganso? Si es un moralista, señor.
-¡Moralista! ¿Y qué es un moralista, tía sátira?
-Es un estudiante de estudios muy hondos, que se aprenden en un libro que se llama el moral.
-No diga usted sinfundos, tía sabijonda; moral no es ningún libro.
-¿Que no? ¿pues qué es, señor?
-La moral es una buena doctrina sin Dios, como dice mi hermano el Abad.
-¿Sin Dios? ¡Ave María purísima, señor!
-Pues sí señora, por eso es para el entendimiento, así como la doctrina con Dios es para el alma. Entérese usted para que no vuelva a decir despropósitos en tono de sentencias.
-Pues sea la que fuere la doctrina, mi Bernardo sabe latines y estudiaba para escribano, y lo hubiese sido, si no hubiesen faltado los cuartos.
-Ya, porque tuvo usted presente aquello de:
Pájaros con muchas plumas |
-Ello es señor, que mi Bernardo sabe más que Séneca.
-Más valiera que se hubiese atenido al arache y al cavache.
-Pues yo he querido que aprienda, señor, que el saber no estorba, y que siempre se ha dicho que el pobre puede ser rico, y el rico no compra ciencia; eso no quita que el hijo mío sea un pan de rosas.
-¡Sí, un pan de rosas! ¡Por vía del atún salado! ¡Con un genio bragado y pintado por el lomo! Pan de rosas, que cuando no está preso lo andan buscando, y al que el año pasado se le formó causa por una riña, y en éste por una pendencia.
-Falsos testimonios que le han levantado, señor; lo que tiene es que unos echan agua en caldera y no suena, y otros en lana y suena.
-Se le cogió fragantelito, yo lo vi.
-Eso fue allá en años témporas. ¿A qué, sin venir a cuento saca su mercé titulitos de ayer? Cada uno en este mundo tiene su ventanita, los unos grande, los otros chica.
-Lo he sacado para decirle que se largue su pan de rosas de sobrino, y cuanto antes mejor, y que Dios le ayude y a nosotros no nos olvide.
-Señor, crea su mercé que mi sobrino es una prenda; lo crió Dios con mucha atención; y sobre todo, señor don Martín, es mi ayuda.
-¿Qué había de ser ese namantón su ayuda cristiana? Es la cuerda que la ahorca. Déjelo usted ir bendito de Dios.
-¡Ay! no señor; que vale más comer grama y abrojos que traer capirote en el ojo. ¿Con que nada hará su mercé por ese desdichado?
-Desearle buen viaje.
-Señor, hágalo por Dios, que es buen pagador.
-De obras buenas, tía Cansina.
-Señor, por María Santísima...
Don Martín se puso a tararear en tono de bajón, acabando por imitar el toque del tambor:
No hay remedio, ser soldado |
-Entonces, señor -dijo avispada la tía Latrana-, ¿a qué le sirven a su mercé esos dineros?
-¡Caracoles con la rala de la vieja esta! -exclamó colérico don Martín-. ¡Pues qué! ¿se ha pensado usted, so insolente, que me habrán dejado mis abuelos mis mayorazgos para invertir sus rentas en sustitutos para los vagos y macarroños de Villa-María? Ea, déjese de cuentos, deje ir al moralista de su sobrino a que aprienda disciplina, que lo hará más liberal que no aprender las letras, que ha de tener él siempre gordas como cochinos cebados; que con viento se limpia el trigo, y los vicios con castigo, y déjeme usted el alma en paz, que si no, perdemos las amistades.
-El amigo que no da y el cuchillo que no corta, que se pierda poco importa -dijo entre dientes la tía Latrana.
-¿Qué está usted ahí musitando? -preguntó don Martín.
-Nada, señor, sino que si mi sobrino se muere o lo matan, no quisiera yo estar en el pellejo de su mercé, que lo habría podido remediar, y no lo ha hecho. El que da un mal rato, no lo espere bueno.
Y la tía Latrana se alejó, redoblando sus alharacas.
-A usted es preciso matarla o dejarla -le gritó furioso don Martín-; pero un día acabará usted con mi paciencia, y mas que sea usted hembra y pobre, si vuelve usted a dar rienda suelta a esa lengua que se le debía caer de un cáncer, como soy Martín, que le tiro a la cabeza lo primero que me caiga a las manos: ya está usted prevenida, tía farota.
Con este antecedente, comprenderá el lector que cuando fue Clemencia, en quien tenían los pobres una eficaz intercesora, a hablar a don Martín en favor de la tía Latrana, no lo hallaría tan dispuesto a complacerla como solía estarlo.
-Padre -le dijo una mañana-, ahí está la tía Latrana, que quisiera hablaros.
-Dile que estoy sordo -contestó don Martín.
-Si nunca lo estáis cuando los pobres os necesitan.
-Pues lo estoy para esa picaronaza y para todos los suyos, porque la madera de los Latranas ni para tacones es buena.
-¿Qué os han hecho los pobres esos?
-¿Qué me han hecho? ¡pues no es nada! La descocada esa, que pide mucho, y no agradece nada, y que es como la ballena que todo le cabe y nada le llena. Si no se hace lo que pide a modo de apremio, se pone hecha un basilisco. Pues la tía sátira esa, porque no le libré de soldado a un sobrino suyo más galo que Geta, ¿no se me desvergonzó en mis barbas, y a mis espaldas me puso más bajo que un caño? Porque así sucede: hazme ciento, márrame una, y no me has hecho ninguna.
-Pero, padre, la pobrecita tiene tanto empeño...
-Y tú también, malva-rosita: ¿no es eso? Vamos, que entre esa visión, aunque hacerle bien es lo mismo que lavar los pies a un burro.
Clemencia fue a avisar a la tía Latrana, que le dijo al verla venir:
-Por fin, señorita, vino su mercé: don Martín no tuvo presente que hambre y esperar hacen rabiar.
-Vaya, ¿qué se ofrece, pozo airón? -preguntó don Martín a la tía Latrana al verla entrar compungida. ¿A qué se viene usted amparando de mi hija? Usted no necesita vejigas para nadar, ni más padrino que su descaro.
-Señor, mi comadre la tía Machuca me envía aquí a decirle a su mercé que la probecita está muy malita, por si su mercé le quiere dar para un pucherito -respondió la vieja.
-¿Viene usted a pedir para la tía Machuca? No lo extraño. ¡Tal para cual, Pedro para Juan! Esa es otra pejiguera como usted, y ambas peores que la Perala, que era cada día más mala.
-¡Jesús, señor! que tiene su mercé hoy la lengua desbocáa. ¡Vea usted! mí comadre que está más recogida a buen vivir que una cuaresma.
-¡A buen tiempo! ¡vaya! la carne para el diablo, los huesos para Dios.
-Ello es, señor, que eifica.
-¿A quién?... a mi no... que lo que tiene es la cruz en el pecho y el diablo en los hechos; pero en fin, la limosna no se hizo sólo para los buenos; vaya una peseta para el pucherito. Malva-rosita, di que le den garbanzos y tocino: ahora lárguese usted con viento en popa, y no vuelva hasta que yo la llame: ¿está usted?
-Sí señor, y Dios se lo pague a usted.
Y la vieja desapareció con una ligereza juvenil.
Al día siguiente se apareció tan cari-pareja la tía Latrana.
-¿No le dije a usted que no volviese hasta que yo la llamase? -exclamó impaciente don Martín.
-Sí señor, sí señor; pero escúcheme su mercé. La tía Machuca está peor -repuso la embajadora.
-Le haría daño el puchero.
-No señor; pero el méico le ha mandado una bebida con manesia cansinada, y el judío del boticario, no quiere darla si no le llevo seis reales.
-Tome usted los seis reales, que se los doy por tal de no verla.
Al día siguiente se repitió la misma escena.
-¿Otra te pego? -exclamó don Martín-. ¡Pues no es mala mosca de caballo ésta!
-Señor -repuso la tía Latrana sin dejarse intimidar-, a mi comadre la han mandado administrar.
-Al cura con eso.
-Pero son precisas unas velitas para adornar el altar.
-Tome usted para las velitas y toque de suela, precipitada y definitivamente.
Pero al día siguiente se halló don Martín ante sus narices, como llovida del cielo, a la tía Latrana, con aspecto fúnebre.
-Tía Latrana o tía Letrina -exclamó el señor-, usted se ha empeñado en acabar con mi paciencia, ¡caracoles!
-Señor -dijo ésta con voz lúgubre-, murió mi comadre.
-Aleluya, requiescat in pace. ¿A qué, pues, viene usted ahora?
-Señor, por lo mismo, para que haga su mercé la caridad de pagarle el entierro.
-¿Esa también? Vamos, eso lo hago con gusto; así me dé usted pronto ocasión de ejercer la misma obra de misericordia con usted. Y ahora, pues, tía Barrabás, hasta el valle de Josafat.
Vana ilusión, porque a la mañana siguiente se apareció la tía Latrana cuando menos se pensaba.
-¡Qué es eso! -exclamó don Martín atónito- ¿Usted por acá? Es usted peor que una terciana doble; ¡caracoles con usted!
-Señor don Martín, vengo porque mi comadre...
-¿Qué es eso de mi comadre? -dijo extático don Martín.
-Señor, la probecita...
-¿Que me viene usted con la pobrecita? ¿pues no se murió?
-Sí señor, pero...
-¿Qué peros ni qué camuesas? ¿pues no le pagué el entierro?
-Sí señor, pero...
-¡Qué peros ni qué demonios! Coja usted el portante.
-Sí señor, ya voy; pero es que...
-¿Es qué? ¡Reviente usted! que me ha metido usted en curiosidad.
-Es que resucitó.
Clemencia y Pablo soltaron el trapo a reír en sonoras carcajadas; pero no así don Martín, que se puso furioso.
-Oiga usted, so embrollona -gritó-, ¿y me viene usted quizás a pedir para el cordero de Pascua de Resurrección? ¡Pues qué! ¿no hay más que hacer así los pobres burla de los ricos, que les dan el pan, que son su paño de lágrimas y sus padres? ¡Habráse visto bruja más audaz! Como me llamo Martín, que si pudiese andar tan vivo como antes, la echaba a usted de cabeza a la calle, y si ese sobrino mío no fuese tan mandria, ya debería haberlo hecho.
La tía Latrana, que como sabemos era valentona y no se dejaba fácilmente intimidar, repuso muy sobre sí.
-Pues sí, señor, resucitó, ¿y eso quién lo puede remediar? El méico dijo que había sido un cincopiés (síncope.)
-Vaya usted al demonio con cinco o seis pies.
-Señor, dice el méico que se le ponga una docenita de sanguisuelas.
-Una docena de culebras de vara y media.
-Señor, si no se le ponen, se muere de una vez.
-A bien que le tengo pagado el entierro.
-Señor, ¿la dejará su mercé morir?
-A bien que resucitará.
-Señor, eso es una falta de caridad.
-¿Qué es esto, deslenguada? ¡Decirme a mí falta de caridad, cuando hasta adelantadas les tengo pagadas sus necesidades!
-Señor, no me entretenga su mercé, que las sanguisuelas urgen.
-Lo que urge es que se me quite usted de delante, y baje el gallo, ¡caracoles! que si fuese usted de alambre, no habría mejor cencerro en toda la campiña.
-Señor, si no me da su mercé el dinero para las sanguisuelas, tendrá sobre su conciencia la muerte de esa bendita.
Don Martín, que era violento y que ya estaba exasperado, cegó y no vio, como dice la frase expresiva y usual; cogió lo primero que se le vino a las manos, que fue un libro que había estado leyendo Clemencia, y se lo tiró a la vieja diciendo:
-¡So insolente! No diga la boca lo que pague la coca.
Pablo, que había visto el ademán de su tío, se abalanzó a interponerse entre el proyectil y el blanco a que iba dirigido; de manera, que el libro que era voluminoso, y estaba sólidamente encuadernado, le dio en la cabeza y le hizo una herida. La sangre corrió.
La vieja había desaparecido.
-¡Ay Pablo! ¡Pablo! -exclamó Clemencia-, precipitándose hacia su primo y estancando la sangre con su pañuelo.
-¡Válgame Dios, Martín! -dijo doña Brígida con su grave y sereno acento-; ¡cómo te dejas arrebatar por tu genio!
-¡Mal hayan mis manos, y mal hayan mis prontos! -exclamó consternado don Martín-. Pero, Pablo, santo varón, ¿a qué demonios te metiste por medio?
-¿Pues no es mejor que todo se quede en casa, tío? -respondió sonriendo Pablo, dulcemente conmovido por el interés que le demostraba y los cuidados que le prodigaba Clemencia.
-Que vayan por el médico -gritaba don Martín- ¡Jesús! Pablo, hijo mío, ¿es cosa mayor? Qué cojan a esa vieja maldita y le den una paliza. ¿A qué te metes a campeón de brujas deslenguadas, Pablo de mis pecados? Corred por el cirujano, hato de pajuatos -añadió dirigiéndose a los criados que habían acudido-, corred de cabeza. ¿Estáis de vuelta? A esa vieja maldita, colgadla por los pies. Pablo, petate, ¿quién mete el dedo entre la cuña y el tronco?
-El pobrecito lo hizo para libertar a la tía Latrana -observó Clemencia llorando.
-Súmete las lágrimas, malva-rosa -dijo don Martín-; mira que me apuras y a él le vas a meter aprensión.
-No, no señor -exclamó Pablo-; esas lágrimas no me hacen mal, me hacen bien; pero lo que tengo no es nada; tranquilizaos, señor. Clemencia -añadió a media voz-, está pagada la sangre que derramo, y toda ella, con la prueba de interés que me has dado.
Pablo reclinó la cabeza, no sobre el hombro de Clemencia, sino sobre el hombro del criado que estaba más cercano, y fue acometido de un ligero vértigo.
En este momento se acercó pausadamente doña Brígida, trayendo en un cajoncito hilas, vendas y cabezales primorosamente doblados.
-¡Ay madre! -dijo Clemencia temblando y agitada-, se ha desmayado. ¡Dios mío! ¿se irá a morir?
-No te aflijas -respondió la señora-, esto es un efecto natural de la pérdida de la sangre; la herida ni es grande, ni está en mal sitio.
Llegó en esto el cirujano, que confirmó plenamente lo que había dicho la señora, y se puso a curar la herida.
Volvía Pablo en este momento en sí, y abría los ojos; pero al ver a Clemencia arrodillada ante él con el rostro angustiado y cubierto de lágrimas, presentándole a oler su pañuelo empapado en vinagre, los volvió a cerrar temiendo que al despertar se desvaneciese la celeste aparición, cuya cercanía sentía y cuyas lágrimas caían sobre sus manos.
-Ahora -dijo el cirujano-, es preciso que se recoja y se le dé una sangría.
Se llevaron al paciente; doña Brígida y Juana le habían precedido para aviar su lecho. Don Martín y Clemencia quedaron solos.
-Me cortaría la mano -dijo el primero-, me la cortaría, sí, con tal que con el mismo cuchillo cortaran el pescuezo a esa maldita, remaldita vieja.
-No os apuréis, padre -repuso Clemencia-, pues dice el cirujano que no es cosa de cuidado.
-¿Quién había de pensar -prosiguió don Martín-, que esa cabeza de Pablo, que yo creía más dura que el peñón de Gibraltar, fuese más tierna que una breva?
-¡Pablo la cabeza dura, señor! -exclamó Clemencia-. Pablo, el más condescendiente en su voluntad, Pablo el más pronto y apto a la comprensión, ¿tener la cabeza dura? ¡Qué error, padre!
-Oye, malva-rosita, quiéreme parecer que con la achocadura ha puesto Pablo contigo una pica en Flandes.
-Sí, sí -contestó sencilla y sinceramente Clemencia-, no lo niego; lo que ha hecho es una noble y generosa acción.
-Malva-rosita, déjate de retumbancias, lo que ha hecho es una borricada. El día aquel que se puso ante ti y el toro desbandado que se vino al camino, y le lió su capa en las astas, esa sí fue una guapeza de las que hacen los hombres de pro y los caballeros; pero salir a redentor de una pícara vieja desvergonzada, eso no lo hace sino don Quijote de la Mancha, o mi sobrino, que es cien veces más Quijote que aquél.
Don Martín era de aquellos en cuya existencia entra la rutina como primer agente motor; de esos que cuando una vez han hecho una cosa, la hacen todos los días sin que se les ocurra hacer otra, y que cuando toman un tema lo siguen, aunque su origen haya caducado. Resultaba de esto que el tema que adoptó don Martín en vista de la primera impresión que le causó su sobrino, había llegado a ser inmutable, sin que el cambio que había en Pablo llegase a modificarlo; y si le hubiesen querido demostrar que existía, habría dicho levantando los hombros: ¡Faramallas! ¿Me podrán hacer creer que pueda dar luces un eslabón de madera?
Antes de recogerse, fue Clemencia a saber cómo seguía Pablo.
-No podía descansar hasta verte -le dijo éste-; quería decirte que he cuidado que la pobre por quien te interesabas haya sido socorrida.
-Pablo -contestó Clemencia-, no me había vuelto a acordar de ella, soy franca; sólo he podido pensar en ti, y en que estarás sufriendo por la generosa acción que has hecho, y esta idea me quitará el sueño.
-Pues duerme, Clemencia, tranquila y plácida como el arroyo entre flores, porque cree que nunca he pasado una noche más dulce que la que voy a pasar.
Clemencia, sin explicarse el porqué, salió del cuarto de Pablo intranquila y disgustada.