Clemencia (Caballero)/Segunda parte/IV
Segunda parte
Capítulo IV
editarUna tarde llamó Clemencia a las dos niñas nietas de Juana, que pasaban su vida en aquella casa, a quien su, mismo dueño, que tantos intrusos veía y toleraba en ella, llamaba el arca de Noé.
Todos los niños querían con entusiasmo a Clemencia. Tienen éstos un instinto que los atrae a lo bueno y a lo bello, que patentiza lo elevado de la naturaleza humana, que el mundo y la vida van degradando, si el alma no es bastante fuerte para contrarrestar su influencia nociva, y si al formarse carecen los niños de buena enseñanza y buenos ejemplos; esa ley práctica de tanto más poder que la ley escrita. La palabra sólo indica la senda; el ejemplo arrastra a ella.
Clemencia también se había apegado a ellos, porque los niños son la verdadera alegría del mundo. A su lado parece la vida más dulce, y los horrores de la tierra más apartados.
¡Cuán distantes están del infausto árbol del bien y del mal, ellos que no alcanzan a sus ramas! Y es tal el encanto sublime de la inocencia, que hasta da un reflejo simpático de sí a la ignorancia. Pronto se aprende, pronto se sabe, pero nunca se olvida; el corazón se purifica, la cabeza no. La fe que ha tenido que defenderse y luchar con argumentos impíos, es como la virgen que ha tenido que defenderse de los ataques de un seductor violento; conoce el mal aunque lo deteste, y más vale aun ignorarlo que detestarlo. ¿Cuál de los hombres, realmente superiores, sean cuales fuesen sus creencias, no ha envidiado alguna vez la sencilla ignorancia? ¿Qué marino luchando en el mar, sin senda, agitado siempre por furiosos y encontrados vientos, buscando, sin hallarlo, fondo seguro en que echar el ancla, no ha envidiado la barquilla del pescador, que sin salir de su tranquila ensenada, no pierde de vista el faro, que le hace inútil la brújula y otros instrumentos de la ciencia? Y no obstante se levanta hoy día la voz oscurantismo como pendón de vilipendio, contra aquellos que creen que en el saber no está la moral, sino la corrupción del vulgo. El mismo Byron ¿acaso no ha dicho: Sabemos que el saber no es la felicidad, y que la ciencia no es más que un cambio de ignorancia por otra clase de ignorancia? ¿Pues para qué trocar la ignorancia humilde y feliz por la ignorancia soberbia y descontentadiza?
Cuando Clemencia les dijo que iban a paseo, las dos niñas se pusieron a saltar de alegría, y las tres fueron a despedirse de doña Brígida.
-¿Y dónde vas a paseo? -preguntó la inamovible señora.
-Al campo, a coger flores.
-¡Al campo! ¡Ay Jesús! El campo es para los lobos; pero anda con Dios, hija, si te divierte.
En la puerta se encontraron a don Martín, que con su capote y con su sombrero a la chamberga, venía llenando la calle. Al ver a Clemencia con las niñas, le dijo:
-Dios te guarde, y no de mí. ¿Dónde se va con ese séquito, regina angelorum?
-Al campo, señor.
-Bien hecho, id a estirar las piernas y a esparcir el ánimo; si pudiese, había de ir contigo; pero ya no puedo nada de lo que podía; es necesario echar esta carreta al carril. No hay más remedio que meterme adentro. -Y añadió-: ¿Qué es eso que llevas en brazos, Mariquilla?
-Lleva un perro -respondió Clemencia.
-Un perrillo chico -repuso vivarachamente la niña-; pero su madre es grande.
-Calla, renacuajo -le dijo don Martín-, que eres como el grillo, que no se ve a dos pasos y se oye a dos leguas. La mañana está calurosilla -prosiguió dirigiéndose a Clemencia-; el sol está que echa chiribitas, aunque estamos en febrero. Ya se acerca San Matías, marzo al quinto día, entra el sol por las umbrías y calienta las aguas frías. Ea pues, con Dios id y con Dios volved. Si tiras a la izquierda, verás qué bueno está n mi cebadal, pues febrero saca la cebada de culero.
Clemencia y las niñas anduvieron algún tiempo por el campo, y entraron después en un camino encajonado en altos vallados de pitas, a cuyos pies nacían espesas e intrincadas las zarzas, las esparragueras, las madreselvas, las pervincas, entre las cuales asomaban las amapolas sus encendidas y rojas caras con su ojo negro, y los candiles de vieja sus jorobas.
En el mismo vallado se levantaban dos altos pinos; a su sombra se sentó Clemencia con su pequeño séquito a descansar, oyendo el suave murmullo de sus sonoras cimas que tan indefinible encanto tienen, oro suave, triste y lejano como un eco que repite debilitado el hondo y melancólico suspiro del mar, ora vago y misterioso, como a veces suenan indefinidas voces en el corazón.
La niña más chica traía un pájaro.
-Señorita -dijo la mayor-, Aniquilla está lastimando a ese pájaro que aprieta con la mano.
-¡Que no! -repuso la chica-; no tengo la mano apretá, sino aflojá.
-¿Sabes lo que es un pájaro? -le preguntó Clemencia.
-Sí -contestó Mariquilla.
-¿Pues qué son?
Los pájaros son clarines |
-Es cierto -dijo sonriendo Clemencia-; pero son también animalitos de Dios.
-¿Y no se deben matar los animales?
-No, a no ser necesario; y entonces dándoles el menos tormento posible. En lo demás, Dios que les dio la vida, que se la quite. Suelta ese pajarito, Aniquita; que harás una obra de caridad.
La niña titubeaba.
-Suelta ese pájaro, que lo manda la señorita -le dijo su hermana la mayor.
-Si tengo la mano abría, y no se quiere ir.
-Clemencia le extendió la mano, y el pajarito se voló alegremente.
-¿No te bastaba -dijo Clemencia a la niña- el que te dijese que hacías una obra de caridad? ¿No sabes que la caridad es la primera de las virtudes, y se extiende sobre todo lo que sufre, como el sol de Dios por el mundo entero?
-La caridad es dar limosna, ¿no es verdad, señorita? -preguntó la mayor.
-Por supuesto, la limosna es uno de sus efectos, y así hijas mías, dad, dad sin pararos; que con el corazón en la mano, se pinta la caridad, porque vacías ya, no tienen otra cosa que dar.
-¿Y el que no tiene nada? -dijo la niña.
-Raro es el que no halle otro más desdichado que él, a quien pueda dar algo, por poco que sea; y lo poco en el que tiene poco, y la intención en quien no tiene nada, consuelan al pobre y agradan a Dios. Y para convenceros de ello, os contaré un ejemplo.
Las niñas se pusieron a escuchar con esa ansiosa atención con la que los niños absorben las primeras nociones que sobre las cosas se les dan, y los primeros sentimientos que en sus ánimos se imprimen.
Los pinos se pusieron a susurrar aun más suavemente, pareciendo imponer silencio a la naturaleza con su dulce ceceo para oír la palabra de Dios; y hasta los pajaritos bajaron de rama en rama como para venir a escucharla.
Clemencia habló así:
-Había una Reina tan buena y tan virtuosa, que atendiendo a la gran misión que Dios le diera poniendo el cetro en sus manos, sólo pensaba en hacer virtuosos, religiosos y felices a sus vasallos, ciñendo así a sus sienes una corona mucho más bella que la de oro que le diera su herencia, y estampando de esta suerte su nombre en el corazón de sus vasallos, para que la bendijeran, y en el libro de la historia, para que las generaciones lo admirasen; porque un buen Rey es para los pueblos beneficio de Dios, como es uno malo un castigo. Esta Reina, pues, bien criada en la enseñanza de Dios, sabía que estaba en su alto puesto para dar con su ejemplo una gran lección a sus vasallos, y con su virtud decoro al trono y respeto a su persona. Iba a los hospitales y casas de beneficencia a vigilar por el bien de los infelices; gastaba sus rentas en grandes empresas para la prosperidad del país que Dios le había dado a regir, ocupando y dando por ese medio pan a muchos infelices. Respetaba mucho a los sacerdotes, al mismo tiempo que encargaba a los obispos los amonestasen severamente a ser los más santos de los hombres. Así era bendecida por todos como una madre, y adorada como un ángel.
Estableció esta gran Reina un premio, para aquel que en el año transcurrido hubiese hecho la mayor obra de caridad, pensando con razón que era ésta una gran enseñanza práctica al alcance de todas las inteligencias.
Cuando todos se hubieron reunido y la Reina estaba como jueza en su trono, se acercó uno y dijo que había labrado en su pueblo un hermoso hospital para los pobres. El corazón de la Reina se llenó de gozo al oír esto, y preguntó si estaba concluido. Sí señora -contestó el interrogado- solo falta ponerle en el frontispicio la lápida con letras de oro, que diga por quién y cuándo se labró. La Reina le dio las gracias, y se presentó otro. Este dijo que había costeado a sus expensas un cementerio en su pueblo, que de éste carecía. Alegróse la virtuosa Reina, y le preguntó si estaba concluido, a lo que contestó que sólo faltaba rematar el hermoso panteón que en el centro estaba construyendo, para él y su descendencia. Dióle gracias la Reina, y se presentó una señora, que dijo había recogido una niña huérfana que se moría de hambre y la había criado, dándole lugar de hija. ¿Y la tienes contigo? -preguntó la Reina-. Sí señora, y la quiero tanto que jamás me separaré de ella; es tan dispuesta, que cuida de toda la casa y me asiste a mí con cariño y esmero. Celebró grandemente la Reina esta digna obra de caridad, cuando se oyó un tropel entre las gentes, que se desviaban dando paso a un niño más bello que el sol. Arrastraba tras sí a una pobre vieja estropajosa, que hacía cuanto podía para deshacerse y huir de aquel lugar tan concurrido. ¿Qué quiere este bello niño? -preguntó la Reina, que no cerraba sus oídos, que eran más de madre que de soberana, a ninguno que deseaba hablarle-. Quiero -contestó el niño con mucha dignidad y dulzura-, traer a vuestra majestad a la que ha ganado el santo premio que habéis instituido para la mayor obra de caridad. ¿Y quién es? -preguntó la Reina-. Es esta pobre anciana -contestó el niño- ¡Señora! -clamó la pobre vieja, toda confusa y turbada-, nada he hecho, nada puedo hacer, soy una infeliz que vivo de la bolsa de Dios. Y no obstante -dijo el niño con voz grave-, has merecido el premio. Pues ¿qué ha hecho? -preguntó la noble Reina, que antes de todo quería ser justa-. Me ha dado un pedazo de pan -dijo el niño-. Ya veis, señora -exclamó apurada la anciana-, ya veis, ¡un mendrugo de pan! Sí, -repuso el niño-; pero estábamos solos, y era el único que tenía. La Reina alargó conmovida el premio a la buena pordiosera, y el niño, que era el Niño Dios, se elevó a las alturas, bendiciendo a la gran Reina, que daba premios a la virtud, y a la buena y humilde anciana que lo había merecido.
Así veis pues, hijos míos, que el mérito no está en el más o menos valor de la obra, sino en las circunstancias y en los sentimientos con que se hace, y que un pedazo de pan para el que no tiene otra cosa, y hasta se lo quita de la boca para darlo, es más aún a los ojos de Dios que ve los corazones, que lo es una obra sonada y celebrada, que consigo lleva su recompensa.