Clemencia (Caballero)/Segunda parte/VIII

Segunda parte

Capítulo VIII

editar

Pablo no pudo dormir aquella noche. ¡Tenía tanta inquietud! ¡Sentía hacia Clemencia una compasión tan profunda y tan tierna, y hacia el que pudiese ser causa de sus lágrimas, ¡una ira tan vehemente!

Pero al día después todo se le aclaró, cuando su tío llamándolo a su despacho, le habló en estos términos:

-Pablo, hombre, tienes veintiocho años y ojos en la cara.

-Sí, señor, uno y otro -contestó Pablo-, que era grave, sonriendo fríamente como solía hacerlo, oyendo las salidas y chistes de su tío, que no siempre le hacían gracia, sin que por eso le ofendiesen, aunque le fuesen hostiles; porque a un genio angelical unía Pablo la inmensa superioridad física y moral de la juventud y de la inteligencia.

-Pues si así es -prosiguió don Martín-; ¿no te parecerá mi malva-rosa costal de paja?, ¿eh?

-¡A mí! -exclamó Pablo, pasmado de la pregunta.

-Pues, sobrino, ahora es el caso de decir aquello del más ruin de la manada... aceitera... aceitera... porque he pensado que os caséis, y así todo se queda en casa.

Pablo se quedó extático. Nunca semejante felicidad le había pasado por la imaginación. Su corazón latió con un goce indecible; pero de repente pararon estos latidos tan dulces, porque penetró en seguida con la lucidez de su entendimiento y la modestia de su carácter, que las lágrimas que había vertido Clemencia, no tenían ni podían tener otro origen que la repulsa que una propuesta semejante hecha por su tío, le habría causado; y para cerciorarse preguntó a éste:

-Pero señor, vuestro proyecto podría no agradar a Clemencia: ¿acaso sabéis lo que diría?

-Lo sé, señor mío -contestó don Martín-: lo primero que hice fue decírselo a ella.

-¿Y qué respondió? -preguntó Pablo con ansia.

-¡Toma! ¿qué había de responder? que sí. ¡Pues qué!, novios como tú ¿se hallan acaso detrás de la puerta? El mayorazgo de la casa de Guevara, aunque no sea muy bonito que digamos, ¿tiene que temer un no? Además, mi malva-rosa sabía que yo lo deseaba.

-¿Y ha dicho que sí? -insistió Pablo.

-¿Hablo extranjis, mi amigo? Ya te he dicho que se lo dije primero, pues en cuanto a ti, ya sabía que no me habías de decir que no.

-Pues siento decíroslo, tío -dijo Pablo en tono sereno y decidido-; pero os habéis equivocado.

No le es dado al artista más hábil característico, dibujar una cara en que más marcada y enérgicamente se pintase el asombro que lo fue la de don Martín al oír a su sobrino.

Ambos quedaron largo rato callados. Pablo como el prudente marino que, en el momento de calma que precede a la tormenta, arría las velas que sujeta para prepararse así a sufrir la borrasca sin resistir ni ceder, se armó a la vez de paciencia y de firmeza. ¡Pobre Clemencia!, pensaba; ¡ángel que se sacrifica con una sonrisa a un deseo que respeta, y llora sin más testigos que sus flores que se marchitan cual ella al verla llorar! No seré yo el que abuse de tu condescendencia porque eres sumisa; que oprima tu voluntad porque eres dócil ni avasalle tu libre albedrío porque eres débil. ¡No! siempre tendrás en mí quien te defienda con firmeza, aunque sea contra mi mismo corazón.

-¡Qué! -exclamó al fin don Martín-, ¿tú rehusas una Ponce de León, la viuda de tu primo, mi hija, con veinte y dos años, el parecer de una santa Rosa, y las virtudes de una santa Rita? ¿Y por qué?

-Señor, tanto o más que vos reconozco los méritos sobresalientes de Clemencia, y es a punto que estoy persuadido que merece ser unida a un hombre que valga más que yo.

-A otro perro con ese hueso. ¿Me querrás hacer creer que desechas el plato que se te brinda por demasiado bueno, y la boda que se te propone por demasiado ventajosa? Anda, déjate ir; que malo seas y bien te vendas.

Pablo titubeó un momento sobre lo que había de decir: sabía que su tío no había de apreciar ni admitir la verdadera razón que lo llevaba a rehusar; y no hallando otra que dar, dijo lacónicamente:

-Señor, ello es que no me puedo casar.

-Pero, ¿por qué? Las cosas claras. ¿Por qué?

-Tengo mis fundados motivos, tío, y deseo que no me los preguntéis.

-¿Estás quizás, sin yo saberlo, mal entretenido?

-No señor -exclamó con vehemente sinceridad y marcado hastío Pablo.

-¿Estás quizás enfermo?

Pablo se detuvo un momento y luego contestó:

-Creo que sí, señor; y si no lo estoy, estoy aprensivo; sabéis que mi hermano murió del pecho; no creo que tampoco el mío sea fuerte, y los médicos me han aconsejado de no casarme hasta robustecerme, pues me expondría a que mis hijos naciesen débiles y enfermizos.

-¿Y qué Galenillo te ha dicho semejante marmajo?

-Un facultativo de Sevilla.

-Pongo mis narices a que será un homeopato o un homeoganso.

-Es, señor, un médico de gran saber y experiencia, sea cual sea su sistema.

-Pero ¿tú qué sientes? -preguntó don Martín-, que era un antagonista de mano pesada.

-Señor -contestó el pobre Pablo, fatigado con la insistencia de su tío, y no pudiendo ya retroceder-, no me siento precisamente malo; pero tampoco enteramente bueno: estoy caído, alguna vez me siento débil, otras tengo el pecho oprimido y penosa la respiración.

-¡Débil! -exclamó don Martín-. Por vía de Chápiro Valillo ¡Un angelito que derriba una res como un castillo de naipes, doma y amansa un potro cerril como si fuese un burro derrengado! ¡Débil tú! cuando estoy para mí que si se te antoja zamarrear una de las columnas del patio, quedamos todos aplastados como los Filisteos.

-Señor, mi hermano domaba potros y derribaba reses, y murió ético. Me han prescrito un régimen preventivo.

Pablo ocultaba que había sido este mal de su hermano originado por un golpe que recibió en el pecho cayendo del caballo.

-¡Régimen! ¡Ponerte tú que eres un Bernardo, en cura! El demonio se pierda. ¡Pues qué!, ¿no sabes que camisa que mucho se lava y cuerpo que mucho se cura, poco dura?

-Señor, considerad -dijo Pablo con firmeza-, que en ninguna cosa debe el hombre menos someterse a sugestiones ajenas que en su casamiento.

Don Martín calló: no estaba convencido; pero por otro lado no concebía que pudiese existir otro móvil para la extraña conducta que observaba Pablo.

-¡Vea usted -pensaba-, un mocetón como un trinquete, un jastial como una loma, un gran largo como un pino, darla de enclenque y echarla de Licenciado Vidriera! Meterse en la chola que está ético, con unas espaldas como una plaza de armas, y un pecho como un palomo buchón. ¡Tal manía! Aquí hay intríngulis. ¿A que le quito las aprensiones, le saco la pulla al trompo y se descubre el busilis?

Y así el despótico y obstinado señor volvió al combate con nuevas armas.

-Yo había pensado -dijo-, que de la manera que te he indicado se arreglarla todo lo perteneciente a mi herencia; pero puesto que ahora salimos con que tú, que yo creía robusto como un roble, tú que yo creía un Bernardo, eres un sibibil, estás achacoso como una monja, aprensivo como una vieja, y no puedes tomar estado por temor de que los hijos que tengas sean unos cangallos, ten entendido que siendo Clemencia mi nuera, que quiero como a hija, le dejo por justicia que a ello me obliga, y por cariño que a ello me induce, no sólo cuanto libre tengo, sino la mitad del mayorazgo, de la que por la ley de ahora puedo disponer.

Pablo respiró libremente al ver la cuestión traída sobre este terreno.

-Tío, señor -exclamó con expansión-, nada más justo, natural y debido. Si no hubieseis pensado en ello, yo os lo habría recordado y os hubiese rogado que lo hicierais.

Lejos de apreciar la generosidad que demostraba la respuesta de Pablo, don Martín, ya contrariado, y ahora vencido hasta en sus últimos atrincheramientos, se encolerizó creyendo que el despecho llevaba a Pablo a hacer alarde de una indiferencia despreciativa por la herencia que debía dejarle; así fue que le dirigió exasperado esta amenaza:

-Es que quizás me sea fácil, hoy que todo anda manga por hombro, sacar cédula real para dejárselo todo.

-¡Ojalá y lo hagáis! -respondió Pablo con una benévola sinceridad que dejó a don Martín confundido, puesto que no sospechaba el móvil de la conducta de su sobrino, y que aun dado caso que lo hubiese sospechado, no lo habría creído; no alcanzando a comprender el buen señor que por amor se renunciase al amor.

-Mira Pablo -le dijo levantándose colérico e indignado-, yo no te creía muy cuerdo, ni aun después de las tragantadas de latín que te echas al coleto por receta de mi hermano; pero no te creía, ¡vive Dios!, tan animal. Atente a las resultas, pues quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga no se enoje.

Diciendo esto se salió bufando.

Don Martín por primera vez se halló apurado; no sabía cómo salir del paso y desengañar a su querida Clemencia. Era tal el encanto que su malva-rosa ejercía sobre él, que se estrenó a los setenta y ocho años a callar algo por delicadeza, pues este algo era un desaire a su hija; pero este asunto de por sí tan irritante, herméticamente encerrado en su pecho le ahogaba, lo agitaba, lo ponía fuera de sí, y le hacía exhalar su bilis contra Pablo, cuando se hallaba solo, en estos términos:

-¡Yo un estripado! En mi vida me he visto en otra. ¡Y por causa de Pablo, de ese mostrenco, más fornido que un canto, más robusto que un roble, ese aprensivo del diantre que se cree a puño cerrado, porque se lo ha dicho un Galenillo, que sus hijos van a heredar un mal que el padre no padece! Su padre siempre fue más rudo que una carrasca, y lo mismo es el hijo; hizo mil barbaridades, y lo mismo hace el hijo, pues sabido es que por donde la cabra salta, salta el chivo. ¡El demonio se pierda! ¡Si esto no se puede creer! ¿Si será que no le gusta mi niña? ¡Qué!, eso no puede ser; sería preciso que en lugar de ojos tuviese cristales en la cara; y en lugar de corazón tuviese una teja en el pecho. No, nada, es que erró su vocación, que debía ser la de fraile mendicante, ya que ni quiere mujer ni quiere herencia.

Las personas amigas de ceder, o por complacencia adquirida, o por buena inclinación natural, corren el riesgo en este pícaro mundo en que de todo se abusa, de que esto se haga con su condescendencia, y que se llegue a mirar como imposible, o al menos se tache de insubordinación, el que en circunstancias dadas, cuando a ello les obliga su convicción, se opongan a la voluntad ajena; y si alguna vez quieren hacer valer el derecho a su personalidad, se grite como si ese derecho fuese una usurpación.

Por su parte, viendo Clemencia que su padre nada decía, esperaba que habría desistido de su intento, y en su corazón con la esperanza de que así fuese, renacía la alegría. Nunca sospechó que hubiese podido rehusarla Pablo, tanto a causa de aquel secreto instinto de las mujeres, que aun cuando les contraríe, les avisa la impresión que causan, como porque juzgaba un imposible el que se opusiese Pablo a la voluntad de su tío.

Don Martín, al cabo de quince días, volvió a hablar con su sobrino, que halló tan firme y tan decidido en su negativa como la vez primera. Entonces dijo a su nuera, con esa delicadeza que enseña el verdadero cariño:

-Malva-rosita, vi que mi proyecto no te agradaba: así no hablemos más de eso. No te separes de mí; en lo demás, haz tu real gana, que cuando yo falte, no tengas cuidado...

-¡Oh padre! -exclamó Clemencia, llenándose sus ojos de lágrimas.

-No digo que no me sientas; ya sé que me sentirás; pero, hija, mía, los viejos tenemos que ir por delante, y los duelos con pan son menos: así es, que te ha de quedar ¡por vida mía! para que arrastres coche.

-¡Yo coche, señor! Si los aborrezco, lo sabéis. No, no penséis en eso.

-Pues será para monos.

-Señor, sabéis que no me gustan.

-Pues para brocados, como te mereces.

-Señor, Calderón dice: «el cuerpo lo viste el oro, pero el alma la nobleza».

-Pero no dice, y debía decirlo, que el alma vestida de nobleza está mejor en un cuerpo vestido de oro, que no en uno vestido de guiñapos, ¿estás, Mari Sabidilla? ¿Qué te nos vienes con textos de escritura? Así tendrás dinero, y lo tendrás, si para otra cosa no, para echarlo por la ventana. ¿Si tendré yo -añadió entre dientes-, que cargar con mi herencia para el otro mundo? ¡Caracoles!