Clemencia (Caballero)/Segunda parte/III
Segunda parte
Capítulo III
editarNunca pudieran hallarse caracteres y genios más distintos y desapareados, que los que la suerte había reunido bajo el techo de don Martín de Guevara, y nunca tampoco se hallaron otros mejor avenidos. Las cosas tienen diversas fases, la vida variadas sendas, los hombres distintas y diferentes inclinaciones, sin que por esto se desavengan entre sí, cuando no obran en ellos el espíritu hostil y las malas pasiones del día, que nacen del mal estar de una época calenturienta como la nuestra, que desprecia lo pasado, odia lo presente y se asombra del porvenir.
En lo que unánimemente concordaban, era en amar a Clemencia, como todos los pechos aspiran y aman el suave y balsámico ambiente de la primavera.
Tanto ella como Pablo habían desarrollado admirablemente su inteligencia con la sabia enseñanza y elevada influencia del Abad, de ese hombre superior, mina de oro que explotaban ambos, cada día con más placer y más provecho.
El Abad, por su lado, se gozaba en su obra, a medida que iba viendo a sus sobrinos crecer en saber, cultura y virtudes.
Pero en quien debió el suave imán que impregnaba a Clemencia ejercer más su influencia, era en Pablo, que además de tener paridad de alcances y simpatías de corazón con ella, estaba en la edad en que estos afectos suben a pasión en el hombre, unas veces para su bien y enaltecimiento, y otras para su mal y su corrupción.
Mas Pablo era un hombre modesto, tipo poco común, pero que no obstante existe, aunque no se aprecie y pase desapercibido; porque la verdadera modestia, todo lo bueno oculta, hasta a sí misma. Además, estos hombres no se hallan generalmente en el teatro del mundo que bulle; son hombres casi siempre designados con el nombre de oscuros, hombres apegados a su hogar y a un pequeño círculo de amigos a que se concretan.
Era Pablo además tímido y desconfiado de sí, a lo que contribuían las continuas chanzas de su tío, que queriéndolo y apreciándolo mucho en el fondo, tenía de él un concepto errado. Así es que Pablo, teniéndose en menos de lo que valía, graduó como un imposible alzarse hasta aquella mujer cuyo mérito y superioridad él reconocía más que nadie. Nació pues el amor en su corazón espontáneo, creció sin esperanzas, y vivía sin deseos, persuadido de que nunca podría mostrarse a la luz del día aquella estrella que brillaba en su pecho en la noche del secreto.
Clemencia por su lado, sólo quería a Pablo como a un hermano. Era aún muy niña, y faltábale experiencia para conocer lo que valía su primo, y se reía de corazón de las bromas con que le asaltaba de continuo su tío.
Suavemente se resbalaba el tiempo en aquella tranquila vida, en la que no había afán por apresurarlo, ni ansia por retenerlo. Más de seis años pasaron como seis noches de tranquilo dormir y monótonos sueños, y cual éstas, poco habían alterado en aquel pacífico interior. Don Martín y doña Brígida eran, al decir del primero, como el Padre nuestro y el Ave María, siempre los mismos. Clemencia, repuesta completamente su salud, florecía cual una lozana y alegre primavera.
Pablo había perdido mucho de lo atado y de la desmaña de sus maneras, y aunque su tío no dejaba de repetirle cuando el Jueves Santo o el día del Corpus lo veía vestido de serio: «Pablo, vestido de majo, estás hecho un curro; pero con el friqui fraque pareces un alguacil de Sevilla», era lo cierto que en todos trajes tenía Pablo, si no el aire de petimetre, el porte digno del caballero que tiene la confianza y no el orgullo de lo que es y de lo que puede.
A la caída de una tarde de verano en que estaban sentados en el patio, que por los cuidados de Clemencia estaba embellecido y embalsamado con una gran cantidad de macetas de flores, se asomó sin hacer ruido al portón, una gitanilla como de unos doce años de edad, que ofrecía de venta unos bastos canastillos, hechos de delgados mimbres.
-¿Quién es? -preguntó don Martín, que recostado en un gran y tosco sillón de anea que se hacía llevar a todas partes para sentarse cómodamente, llevaba la alta y baja de todo en su casa; porque no pudiendo seguir ya la vida activa, por sus años, no tenía otra cosa en qué entretenerse.
-Entepá -dijo la gitanilla por decir gente de paz.
-Juana -gritó don Martín con su poderosa voz, llamando al ama de llaves- da a esa entepá media hogaza de pan, y que se largue ese feísimo estafermo montaraz.
No decía mal don Martín. La chiquilla era de un feo poco común. Sus lacias greñas pendían a ambos lados de su cara como inflexibles cordas. Uno de sus ojos bizqueaba de tal manera que parecía querer pasar por debajo de sus narices en busca de su compañero. Entre los girones de sus enaguas, que más que enaguas parecían un fleco, se veía el cutis de sus descalzas piernas y flacos muslos, fácil de equivocar con el de un habitante de África. Sus dientes, que eran de los que se nombran de embustero, por estar desviados unos de otros, eran de un blanco deslumbrador, como para hacer contraste con el color oscuro de su rostro. Era seria y despaciosa, y tenía todo el dejo y contoneo de las de su casta.
-¿Cuánto pides por esos canastos? -le preguntó Clemencia.
-¿A que quieres comprar esos escambrones? -dijo don Martín, que como hemos dicho, no había nada en que no se metiese.
-Quiero -respondió Clemencia-, en primer lugar hacer un bien a la niña comprándoselos; además quiero forrarlos de seda y adornarlos con cintas, y que sirvan para meter en ellos el alhucema.
-Sí, señorita de mi alma -dijo la chiquilla-, ande usted, mérquemelos, carita de rosa; que le diré su buenaventura.
-¡Qué buenaventura, ni qué niño muerto! Lárgate, visión del Negro Ponto -dijo don Martín.
-Dejadla, padre, os lo ruego; que me diga la buenaventura -exclamó alegremente Clemencia- ¡Si vierais cuánto he deseado siempre que me la digan!
-¡Tales patrañas! -murmuró don Martín.
-Déjala, si le divierte, Metomeentodo -opinó doña Brígida-; que eres como el tomate, que en todo se encuentra.
-Anda con Dios -repuso don Martín-; unos se ríen de la gracia, otros de la singracia.
Clemencia se había levantado y puesto su blanquísima mano en las negras de la chiquilla, que estaban frías como la piel de un reptil.
La profetisa hizo como si examinase las imperceptibles rayas de la mano de Clemencia, y dijo después, principiando cada frase despacio y con recia voz, y acabándola precipitadamente y tan quedo que apenas se oía:
-«En el nombre de Dios, (aquí hizo una pausa) que donde entra Dios no va cosa mala.
No es usted nacida de las malvas, sino hija de buen padre y buena madre, y tiene la sangre limpia, como agua de buen manantal.
Es usted, buena moza de mi alma, como la mata de albajaca, que muchos la huelen y pocos la catan; porque es usted hondita de gusto, y no todas las cosas le hacen gracia.
Ha de ser usted como la fortuna, ciega, que ha de tener la suerte delante y no la ha de ver; pero a las manos se le ha de venir; que guardaíta se la tiene su sino, porque se lo merece esa carita que ha destronado a la reina de las flores.
No se fíe usted de los que de lejos vienen, que la venden como carne de la carnicería, y tienen dos caras como el tafetán, una por delante y otra por detrás. A la fin se ha de venir usted a lo mejor, pues bien sabe la rosa en qué mano posa.
Cumpla usted con la gitanilla con salero; que a usted le sobra y a ella le falta dinero. No me sea, jermosa, desaborida, y écheme un remiendo a la vida.
Esta es la buenaventura del pan blanco, usted me lo da y yo me lo zampo.»
Clemencia se echó a reír, declarando que cuanto había dicho la profetisa, eran generalidades que nada precisaban.
-Cosas de gitanos -dijo don Martín-, que a la fin y a la por-partida dicen arrumales.
En seguida preguntó Clemencia a la niña:
-¿Sabes rezar?
-¡Qué ha de saber! -dijo don Martín-. ¡Rezar! Robar será lo que sabrá.
-¡Sí sé rezar, señorita de mi alma! -respondió la gitanilla.
-¿Y qué rezas? -tornó a preguntar Clemencia.
-Cuando me acuesto en el campo, señorita mía, me meto una cabeza de ajo bajo la cabecera, para ahuyentar a los bichos venenosos, y rezo así:
A la cabecera pongo la luz, |
-Enséñame esa oración -dijo éste sin caer en la maliciosa acción de la chiquilla-: enséñamela a ver si la digo y es eficaz para que en la vida de Dios te llegues tú por aquí.
-¡Ay Jesús! y qué señor tan repanchigao de cuerpo, y tan respingao de genio -dijo prolongando cada sílaba la gitanilla.
-¿Pero en qué duermes? -preguntó Clemencia.
-¡Toma! -intervino don Martín-, dormirá en una zalea de borrico tiñoso, con una carajola de mula por almohada.
-Duermo en el suelo, señorita mía, que parece usted hecha de dulce, con esas carnes tan blancas que se puede escribir en ellas, esa boca que parece un madroño, y esos ojos que parecen dos luces de altar; y no ese usía abujado que tiene la lengua más áspera y con más espinas que una abulaga.
-¡Pobrecita! -exclamó Clemencia.
-¡Y muy bien que dormirá! -opinó don Martín-: no hay bronce como años once, ni almohada como no pensar en mañana. ¡Múdate, pelgar!
-Padre, señor, dejadla, que me divierte -suplicó Clemencia.
-Será la pechecilla esa como los perros pachones, que de feos hacen gracia -gruñó don Martín.
-Voy a traerle un cobertor y una almohada -dijo Clemencia echando a correr.
-Con tal que se trasponga, a ver como no traes un mosquitero a esta langosta de Egipto -le gritó don Martín.
-¡Ay! -dijo la gitanilla en su tono lánguido-. ¡Madre mía de la Soledad, y qué señor tan respetuoso!
-¿Qué quieres decir con eso, vizcondesa Pingajo?
-Señor, que tiene su mercé la voz como una campana de doble, y que está su mercé en ese sillón tan jermoso, que parece un colchón sin bastas en una galera despalmáa.
-¡Por vía de la chiquilla desvergonzada! -gritó don Martín-: escabúllete; mira que si me levanto te doy un sosquín que te apago.
Clemencia volvió con un cobertor, una almohada y algún dinero que dio a la gitanilla. Ésta sacó de una bolsita que llevaba colgada al cuello una cedulita que dio a su protectora diciéndola:
-Ábrala su merced el día que se case, señorita mía, cara de rosa de abril, y entonces verá si no son ciertas las felicidades que le predijo la gitanilla.
-¡La felicidad! ¡la felicidad! -dijo Clemencia volviendo a ocupar su asiento-; no existe palabra que tenga más acepciones; cada uno la entiende a su manera; ¡puede que esa inocente crea que está en casarse!
-La felicidad está -dijo don Martín-, en ser un mayorazgo como yo, y reírse del mundo; ¿no es verdad, señora? -prosiguió dirigiéndose a su mujer, a la que por una de sus ideas llamaba siempre delante de gentes de usted.
-Martín -contestó ésta-, en este mundo cansado, ni bien cumplido ni mal acabado. Esta vida es un viaje: ¿a qué anhelar por buenas posadas en que no hemos de estar sino de tránsito?
-Pues, señora, mas que sea de tránsito, como que el transitillo mío es, a la hora ésta, de duración de setenta y siete años, sin los que caigan, digo que soy feliz, gracias a usted, señora, y a mi malva-rosita; si no fuera por la muerte de mis hijos, era yo quien se habría comido la torta del Cielo; pero en fin, nadie se va de este mundo sin saber que ha estado en él.
-Di gracias a Dios, Martín.
-Sí señora, sí señora, no hay duda de que de Dios nos viene el bien; pero de las abejas la miel.
-¿A que no entendéis vos la felicidad como mi padre, tío? -preguntó Clemencia al Abad.
-Es claro que no, hija mía -contestó éste-; pues creo que la verdadera está en procurarse alas que nos eleven, no a las nubes, sino sobre ellas; pues las nubes con su indeciso y mudable rumbo e indistintas formas, aunque en esfera aérea, son de terrestre origen, y a la tierra vuelven.
-Pues, hermano -opinó don Martín-, como no sean las de los ángeles, estoy para mí que las de los pájaros no vuelan tan alto. ¿Qué dices tú, Pablo? que estás siempre callado y con la boca abierta como cañón arrumbado, y no parece sino que te criaron con migas y adormideras. ¿No digo yo bien, y no mi hermano, que todo lo pone fuera de tiro de pistola?
-Señor -contestó Pablo-, cuando la felicidad según uno la sueña, está en un imposible, vale más que el deseo se abstenga de analizarla y el corazón de ansiar por ella.
-Pablo, hombre -repuso su tío-, estoy para mí, que con los latines, que te engulles por receta de mi hermano, te vas a meter a coplero. Lo que has dicho es un sinfundo en buen versaje; pero a ti te están esas jerigonzas como los requilorios a las viejas.
Latines era para don Martín el nombre genérico de todo estudio y saber.
-Hermano -le dijo el Abad-, lo que dices es poco delicado y poco cierto. El saber le está tan bien a Pablo como a todo hombre que tiene como él, un gran entendimiento, una alta inteligencia, un alma elevada y un gran deseo de aprender.
-Mira, Abad -repuso don Martín-, siempre te estoy oyendo hablar de delicadeza; esa es tu muletilla; ¿me querrás decir lo que tú entiendes por esa voz? Porque quiéreme parecer que tú la miras como un carabinero plantado en la boca; y has de saber que no la entiendo yo así, porque la boca mía es puerto franco. Tu empresa de pulirle los cascos a Pablo ha de ser como la hacienda de la mujer, hecha y por hacer.
-La delicadeza -repuso el Abad-, según la define un filósofo suizo, se muestra como un constante sacrificio de sí mismo, que se contenta con su propio sufragio, sustrayéndose a la ajena gratitud; es un encarecimiento de consideraciones y urbanidades hacia el desgraciado; es el perdón de una injuria pagándola con un beneficio; es una restricción de los propios derechos, el desprecio de la apariencia; es un respeto a sí mismo, que hace que uno no se permita en ausencia lo que no se permitiría en presencia de testigos; es una fidelidad a la propia palabra, que sobrevive a la amistad, al amor, a la estimación y aun a la muerte. Es la continuación de los buenos procederes, aun después de enemistarse y cortar relaciones; es una atención obsequiosa y tan fina, que no puede ser adivinada ni sentida sino por aquella persona a la que va dirigida. Es una celebración indirecta de los méritos de una persona presente, encareciendo los mismos en otra persona ausente; es rehusar un segundo beneficio, después de admitir el primero; es gozar más en el placer de otros que en el propio. Así, hermano mío, define Weiss la delicadeza; yo definiría su esencia diciendo que es una flor que tiene sus raíces en el corazón, que cría el entendimiento, y que recibe de la cultura su exquisito perfume.
-Hermano -dijo don Martín-, eso es extracto sublimado de las cosas: menos espuma y más chocolate.
El corazón en la mano, y en el corazón buena sangre; eso es delicadeza, según lo entiendo yo; o bien la fruta sin la flor, como dirías tú.
-En ti, Martín -repuso el Abad-, halla tan buen terreno, que crece lozana aunque inculta. Si no da fragantes flores, efectivamente da opimos frutos; pero gentes hay, Martín, que son estériles troncos para esta fruta, y ramas secas para aquella flor.
-Malva-rosita -dijo don Martín, distraído ya de una conversación que no le interesaba-, tira la cédula que te dio aquella- lombriz de caño sucio.
-No señor, no señor -repuso alegremente Clemencia-, la voy a guardar como oro en paño.
-Eso es una tontería de dos varas, niña.
-Déjala, Martín -intervino doña Brígida-, deja que cada uno haga lo que le parezca, en no ofendiendo ni a Dios ni a ti: eso sí es la verdadera delicadeza; pero ¿no digo que en todo te has de meter, como los periódicos?
-Señora -repuso don Martín-, los periódicos se meten en casas ajenas con las llaves del sacristán que les ha dado la niña que nació en Cádiz; pero yo no me meto sino en la mía. Mas ya callo, ya callo, señora, pues lo mandáis; pero ello es que si yo me metiese en mi concha como lo hace usted, iría todo en la casa manga por hombro. En metiéndose usted en su oratorio, ahí se las den todas. Señora, ¿no sabe usted aquello de la confianza en Dios y los pies en la calle?
-Voy a seguir tu consejo -dijo con grave sonrisa doña Brígida-, pues mi prima me está aguardando en el locutorio con la madre abadesa.
La señora se levantó, fue a su cuarto y salió; y cosa nunca vista, dejó olvidada sobre la silla la llave de su oratorio, que siempre llevaba consigo, y en el que nadie sino ella penetraba jamás.
-Toma esa llave -dijo don Martín a Clemencia-, y ve a ver qué demonios tiene la señora escondido en su oratorio, más oculto que el oro en el centro de la tierra.
-Señor -contestó Clemencia-, sabéis que no quiere madre que nadie entre.
-Anda, anda, que yo te lo mando.
-Por Dios, señor...
-¿Qué gran misterio puede acaso ocultar? ¡vea usted!
-Sea el que fuere, debemos respetarlo.
-¡Oiga! ¡Debemos! Mira, María Sentencias, haz lo que mando, y ve.
-No me lo mandéis, no.
-¿Que no? ¿Hablo extranjis? ¡Te lo mando, caracoles!
-No puede ser.
-¿Y por qué no, malva-terquilla?
-Porque no me querréis dar una gran pesadumbre.
-¿Cuál? ¿la de ir a meter las narices en el oratorio de la señora?
-Eso no, porque no iría, sino la de desobedeceros, padre.
En este momento entró doña Brígida que volvía en busca de su llave, que había echado de menos.
Don Martín se apresuró a contarle lo que había pasado, culpando a su malva-terquilla.
-Hizo lo que debía, Martín -le dijo la grave señora-; la voluntad ajena y el sello se deben respetar siempre. Para premiar la consideración que me has tenido -añadió dirigiéndose a Clemencia-, te autorizo a que entres en mi oratorio.
Alargóle la llave, que tomó Clemencia, encaminándose tan luego hacia el oratorio, que se hallaba en el cuerpo alto.
Estaba éste oscuro, y sólo alumbrado por la débil luz de una lámpara. Sobre el altar había una imagen de la Virgen de los Dolores. Más abajo, a sus pies, sobre un pedestal de mármol blanco, estaba una calavera; en el zócalo del pedestal se leía en letras negras este letrero:
LO QUE ERES, FUI. |
Clemencia salió, tétricamente impresionada.
-Tío -dijo al Abad cuando estuvieron solos, después de referirle lo que había visto-, allí encerrada pasaba madre horas enteras, ¿no es esto una idea extraña e hipocondríaca? ¿Ha de enlutarse la vida con tales espectáculos?
-En el orden espiritual, hija mía -contestó el Abad-, cada individuo busca la senda que le conviene, y se adapta a su índole; la austeridad tiene la que le es propia, la alegre mansedumbre tiene la suya. Guárdese ésta de no mirar con respeto a aquélla, y aquélla de menospreciar la otra; y considere la azucena que si es más blanca su túnica y más dulce su fragancia, es la negra cúspide del austero ciprés más fuerte y más elevada.
-¿Lo aprobáis pues?
-¿No lo había de aprobar, hija mía?
-¿Y acaso haríais otro tanto?
-No.
-¿Lo aconsejaríais?
-Tampoco.
-¿Por qué no, aprobándolo?
-Porque el efecto que causase en índoles débiles y suaves, que rechazan lo tétrico, no sería el que causa en la persona que por propia y espontánea inspiración lo elije. Pero entre todos los atrevimientos, el más general en los hombres, y el más punible, es el de querer ser jueces, no sólo de la conducta, pero hasta del sentir ajeno. La libertad de sentir sí que es un sagrado derecho del hombre. Dejar a cada cual dirigir sus propias tendencias en el orden espiritual, siempre que no salgan de la senda del bien, es una sagrada obligación; pues esa intervención que nos arrogamos en el sentir ajeno, esa ridícula e indebida fiscalización, es un despotismo insolente, es un mal grave, y una temeridad chocante y anómala en un siglo donde tanto se proclama, se ostenta y se abusa de la libertad del pensamiento.