Clemencia (Caballero)/Segunda parte/II
Segunda parte
Capítulo II
editarClemencia a poco fue querida de todos, como no podía dejar de suceder, apegándose ella a los que la rodeaban y le hacían la vida tan dulce con todo el calor de su amante corazón.
-¡Caramba! -solía decir don Martín-, bien sabía el tronera de mi hijo lo que se hacía casándose con esta malva-rosita. (Don Martín, que a todo el mundo ponía sobrenombre, le había puesto éste a su nuera, uniendo así los emblemas de la hermosura y de la suavidad.) Es un sol para la vista, un canario para el oído, y una alhaja para la casa. Estoy ya tan hecho a ella -añadía con su acostumbrado egoísmo-, que no sentiría más sino que pensase en volverse a casar, lo que no puede dejar de suceder, puesto que la viuda lozana, o casada o sepultada o emparedada.
-¡Qué se había de casar! -decía el Abad, que no ignoraba cuánto había sufrido Clemencia en su matrimonio, y que desde su alta y serena esfera creía difícil el que Clemencia, que había llegado a ella, la abandonase tan pronto.
-¡Qué se había de casar! -opinaba doña Brígida, que consideraba el recuerdo de su hijo suficiente para llenar una existencia.
-¡Qué se había de casar! -pensaba Pablo-, profundamente convencido de que no había un mortal digno de poseer aquel tesoro.
Había hallado Clemencia preparadas para ella dos habitaciones interiores, de las cuales la segunda daba a un corralito encerrado entre cuatro paredes como un pobre preso. Unas bastas sillas de paja, un catrecito antiguo de pésimo gusto con exquisita ropa de cama, un tocador cubierto con almidonado linón de hilo, una cómoda-papelera veterana, por no decir inválida, unos cuadros de santos de diferentes tamaños y entrapados con el polvo de dos siglos, y una estera nueva, todo en extremo limpio, formaban el mueblaje de aquellas tranquilas habitaciones. Pero al año de ocuparlas Clemencia, nadie las habría reconocido. Las sillas de paja habían sido reemplazadas por otras de rejilla, pintadas y charoladas de negro y oro, imitando el maqué chinesco. Los cuadros habían sido restaurados en Sevilla, y brillaban con toda su frescura primitiva en lindos marcos dorados. Sobre un elegante tocador de madera amarilla de Haytí, sobre rinconeras y sobre un velador de la misma madera, había lindos floreros de cristal y de china llenos de flores naturales. Una bonita librería baja a la inglesa, cubierta de cortinitas flotantes de tafetán carmesí, contenía una colección de libros, los más selectos de nuestros antiguos y modernos escritores. Un silloncito bajo de tijera con brazos y espaldar, cuyo asiento así como la faja que sujetaba por arriba los palos del espaldar habían sido bordados de tapicería por su dueña, estaba colocado cerca de la ventana, y a su lado se veía una preciosa canastita de labor. Sobre la cómoda-papelera, que después de restaurada era un magnífico mueble incrustado de bronce, concha y nácar, en el estilo tan celebrado del famoso artista Boulle, había un hermoso Crucifijo de marfil, atribuido a nuestro gran escultor Montañés.
Habíase abierto una puerta al corral, que se veía trasformado en un jardincito, cuyas paredes desaparecían tras de floridas enredaderas. El suelo estaba tapizado de violetas. En medio se había trasplantado un granado de flor, que entre sus finas y lustrosas hojas lucía sus magníficas y lozanas flores, gastando toda su savia en hermosura sin fruto en las barbas del siglo XIX, sin cuidarse de incurrir en su censura y desdén. Colgaban entre las flores de las enredaderas jaulas pintadas de verde con variados pájaros que se esmeraban en obsequiarlas con un alegre concierto, en el que formaban coro las golondrinas, no tan maestras ni artistas como ellos, pero que lucían una gran flexibilidad de garganta.
Alguna suave noche de mayo había venido el Orfeo de la filarmonía alada, el ruiseñor, a hacer vibrar en aquel aire embalsamado sus trinos y sus encantadoras notas sostenidas. Entonces todo callaba en el éxtasis de la admiración, y Clemencia, apoyada en la reja a la par de los jazmines, dirigía, entre una sonrisa y una lágrima, al estrellado cielo una mirada llena de sentimiento, de admiración, de amor y de gratitud hacia aquel Dios que a la naturaleza dotó de tantos encantos y al hombre de un alma a su semejanza, a la que reveló su conocimiento, no exigiendo en cambio de tantos beneficios sino el que haga éste un buen uso de sus dones.
-¡Oh! -exclamaba entonces-, recordando unas cuartetas que recitaban en su convento:
¡Oh!, si el sol, luna y estrellas, |
Lejos estaba entonces de ella traer con triste premeditación a su memoria sus dolores pasados como un acíbar para amargar lo presente; cruel propensión que tienen muchos, haciendo de esta suerte en todas ocasiones de lo pasado nuestro verdugo, pues si nos ofrece recuerdos de felicidades, es para echarlas de menos, y si de penas, es para volverlas a sentir. Zanjada su cuenta con lo pasado, de que saliera ilesa la pureza de su alma, la sanidad de sus sentimientos y lo inmaculado de su conciencia, sucedíale como a la azucena que aja y dobla el huracán sin empañar su blancura ni robarle su perfume, que, repuesta la calma, se rehace, alza su cáliz y vuelve a su lozanía, sin más agitarse en la serena atmósfera que Dios le envía.
Y no es la primera vez que hacemos notar el envidiable rasgo que caracterizaba a esta suave criatura, que era su natural inclinación al bien hallarse, su propensión a la alegría, nacidas ambas de su encantadora falta de pretensiones a la vida, magnífica prerrogativa que alimenta la educación modesta, retirada y religiosa, y que destruye de un todo la moderna educación filosófica, bulliciosa y emancipada.
Así fue que apenas pasó algún tiempo, y que se halló querida, mimada y mirada como un miembro de la familia, instalada agradablemente y domiciliada en su nueva morada, nada le quedó que desear, y se sintió tan dichosa, que un día, como era tan expansiva, se echó con un movimiento caloroso y espontáneo al cuello de su suegra, y le dijo:
-¡Madre, qué feliz soy aquí! ¡Estoy tan contenta!
La señora, que habitualmente hacía calceta y tenía la cabeza inclinada sobre su labor, la levantó, miró con sorpresa a su nuera, y le respondió:
-¡Dichosa tú, hija mía!, me alegro -mas en la especie de sonrisa amarga que por un instante se indicó en sus labios, se leía claramente la confirmación de las palabras con que acogió a su llegada la explosión de dolor de su nuera.
¡Cuán cierto es que una mujer no siente tanto la muerte de su marido como una madre la muerte de su hijo!
Así juzga cada cual en este mundo por su propio sentir el ajeno: los inmutables por la duración; los apasionados por la vehemencia de los sentimientos, y en ambas cosas, en la vehemencia y en la duración, suele tener más parte el temperamento que el alma. Nadie es ni puede ser juez de la fuerza del sentir ajeno. Hemos visto personas de constitución robusta enfermar y aun morir de una leve pena, y hemos visto personas débiles y enfermas sufrir los más acerbos golpes del destino sin alteración en su exterior. ¿Cómo fijar reglas generales, cuando no hay dos personas, ni aun dos gemelos, que ni en el orden físico ni en el moral sean en un todo semejantes?
Si alguien hubiese inferido por la impasible reserva con la que doña Brígida recibió a su nuera, que no amaba a su hijo, y otro hubiese pensado al ver a la joven viuda renacer a la vida y a la alegría, que no había sentido a su marido, ambos juicios habrían sido falsos y superficiales.
Don Martín, que no hacía sino mirar a la cara a su nuera, solía preguntarle:
-¿Qué deseas, malva-rosita?
-Nada -respondía con una sonrisa de alma y de corazón Clemencia-; nada, sino el que no varíe mi suerte.
Buen y sabio deseo, poco común en los jóvenes, aun en los más felices, y más raro aún, si llegan a formarlo, el que lo vean cumplirse. Sólo los viejos pueden esperar el haber pagado por entero su tributo de lágrimas a la vida; ésta es la gran prerrogativa de la vejez.
La transformación de las habitaciones de Clemencia era debida a su tío el Abad, cuya fina delicadeza y cuyo simpático cariño hacia ella habían querido embellecer y hacer dulce su nido a la sobrina que amaba, cual los pájaros tapizan con suaves plumas los de sus polluelos. Cada cosa había sido una nueva e inesperada sorpresa para Clemencia, y le había causado la más viva e infantil alegría.
Lo que es su suegro, le regalaba constantemente muy hermosas y prosaicas onzas de oro, que Clemencia rehusó al principio con modesta pero firme decisión. Su suegro entonces, por primera y única vez en su vida, se incomodó con ella, haciéndole presente que lo que ella miraba como un don, era una deuda. Clemencia, pues, las iba apiñando sin contarlas en un cajón de su papelera.
En cuanto a su suegra, en nada de esas cosas se metía, y sólo una vez al año, el día de su santo, regalaba a su nuera; pero este regalo era siempre una alhaja de gran valor.
Pablo todos los días le regalaba flores, no porque él las apreciase, ni como elegante adorno ni como poética expresión, sino porque sabía que le gustaban a ella.
Aunque a todos los individuos de la familia quería Clemencia con ternura, con quien se unió más estrechamente fue con su tío el Abad. Eran dos almas hermanas, dos corazones gemelos, y pronto conoció su tío cuán fácil le sería que llegasen a serlo sus inteligencias. Así fue que se dedicó a cultivar aquel entendimiento tan apto para el saber, tan ansioso de enriquecerse y elevarse; y nadie era más a propósito para encargarse de esta bella tarea, porque el Abad era el tipo del hombre superior que gira en aquella alta esfera, a la que sólo pueden llegar los que unen a los más bellos dotes naturales, la virtud, el saber, el conocimiento del gran mundo, el uso de la alta sociedad y la cultura.
No siguió el ilustrado maestro en su enseñanza un método, ni se sometió a reglas de estudio que suelen hacerla exclusiva y árida; sólo en el aprendizaje de las lenguas prescribió sujeción y orden. En lo demás dejaba a la ventura enlazarse las cosas las unas a las otras para explicarlas o analizarlas, porque era su afán infundir a su discípula el espíritu y no la letra. Tú no vas a poner cátedra, solía decirle: lo que te conviene es una idea exacta de cada cosa, sin que tus conocimientos sobre ellas lleguen a profundos en ninguna. Debes sólo formarte un ramillete con las flores del árbol del saber, puesto que, como mujer, tienes que considerar tus conocimientos, no como un objeto, una necesidad o una base de carrera, sino como un pulimento, un perfeccionamiento, es decir, cosa que serte debe más agradable que útil.
Nunca por muchos que adquieras, los mires como una superioridad, puesto que el saber está al alcance de todos, y no es una prerrogativa sino una ventaja, y aun dejará de serlo si le acompañan la intolerancia y la presunción, que son seguros medios, no sólo de hacerse odioso, sino de caer en ridículo, puesto que como se ha dicho muy bien de los valientes, se puede decir de los que presumen de saber, que siempre hallarán otro que sepa más que ellos.
Es cierto que el saber da al que lo posee cierta superioridad sobre el ignorante; mas aun dado caso que el ignorante no tuviese sobre el que sabe otra clase de superioridad que la compense o aventaje, no hay nada en el mundo, hija mía, que se deba disimular más que una superioridad, pues es lo que menos se perdonan los hombres, y sobre todo no perdonan las superioridades adquiridas, y hostilizan a las erguidas. Persuádete bien de esta verdad: la superioridad es una carga, como lo es para el gigante su estatura; gozar de ella y disimularla con benevolencia y no con desdén, es la gran sabiduría de la mujer.
La superioridad que se ostenta, lastima profundamente el amor propio ajeno, que tolera la superioridad que se tiene, pero rechaza la que se le quiere imponer: así es que la que adquieras debe asemejarse en ti a una túnica forrada de armiño; su finura, su suavidad debe ser interior y para ti misma.
Lo que aprendas, líbrete Dios de lucirlo, pues harías de un bálsamo un veneno: oculta las flores; que cuando su vista no brille, será más suave y más atractivo el perfume que aun involuntariamente exhalen.
Confiesa una falta, (supongo, hija mía, que las tuyas serán siempre de aquellas que se pueden confesar sin vergüenza), confiesa una falta, digo, y oculta un mérito, pues hay en los hombres más indulgencia que justicia.
No desprecies a nadie, pues el desprecio, ese acerbo primogénito del orgullo, no debe nunca profanar la nobleza de tu alma, la modestia de tu sexo, la delicadeza de tu corazón ni la equidad de tu conciencia, pues es el desprecio crimen de esa humanidad.
Pero sobre todo, ten presente que el saber es algo, el genio es aún más; pero que hacer el bien es mucho más que ambos, y la única superioridad que no crea envidiosos.
Ama la lectura, sin que llegue tu afición a pasión; mira a los libros como amigos apacibles y agradables llenos de buena enseñanza, sin caprichos ni falsías, que nada exigen y conceden mucho, que se suelen olvidar en la prosperidad y se vuelven a hallar en la desgracia, prontos a consolar, distraer y dirigimos; pero que no deben absorberte ni apasionarte como amantes.
Aun cuando tu memoria no retenga una buena lectura, no creas que hayas perdido su fruto, pues te quedará la ventaja real de la impresión que te ha causado y del giro que ha dado a tus ideas; que la cultura no la da el más o menos retener, sino el más o menos apropiarse la buena enseñanza.
Prefiere para tus lecturas la de la historia y la de los viajes, que descorrerán a tus ojos el velo del tiempo y la cortina del mundo.
No te ocupes en sistemas sociales, sueños de utopistas remontados hasta alcanzar al ridículo, y ten presente que es preciso ser ciego y dejar de ser religioso para creer posible la felicidad, en un mundo que por culpa del hombre y por la voluntad del que lo crió, dejó de ser paraíso. Un filósofo alemán ha dicho que si los hombres fuesen más felices de lo que son caerían en la languidez, y si más desgraciados caerían en la desesperación. Admira y adora la mano que en esto como en todo dispuso la gran ley del equilibrio, hasta en la suerte de entes castigados y no condenados; equilibrio que ni en el orden moral ni en el físico, alcanzarán a destruir los débiles esfuerzos humanos: verdad que atestigua lo pasado, que lo presente afirma y que el porvenir demostrará cual ellos.
Huya sobre todo tu alma elevada, espíritu puro creado a la imagen de Dios, del cínico sensualismo que arrogante y desdeñoso se enseñorea hoy día del mundo, con su pendón que tan alto levanta, en el que se lee: intereses materiales sobre todo, con su ansia de innovación y su afán por lo positivo. Alza tu vista de este círculo rastrero; considera que el bien y el mal son dos grandes y universales principios; lo que ambos inspiren tendrá siempre las mismas tendencias, la de arriba y la de abajo. Dios que nos llama y dice: sube. El enemigo de nuestra alma que nos arrastra y dice: baja. Ocupen los intereses materiales el segundo puesto, y no le usurpen el primero a los morales.
No te afanes en buscar amigos; pero esmérate en evitar enemigos: para esto procura que sean constantemente tus procederes justificables, y para esto ten presente que hay siempre dos maneras de considerarlos; la una es con respecto a uno mismo, y la otra respecto a cómo pueda interpretarlas la malevolencia ajena, que vale más evitar que no retar.
No basta confiar en que el fin y motivo de nuestras acciones sean buenos para prescindir de la opinión pública. No, hija mía, no basta ser bueno; es preciso también parecerlo, por acatamiento a la sociedad, por consideración a sí propio, y por respeto a la verdad.
Esta deferencia a la opinión para eludir su censura, aunque sea injusta, como el hombre aseado evita una mancha en su ropa, no se debe confundir con la baja y humilde vanidad que mendiga elogios; y no obstante, hija mía, por máquina y rastrera que ésta sea, es preferible en las mujeres al insolente orgullo que desprecia con cinismo la sanción pública en su fanfarrón espíritu de independencia y en su soberbia glorificación del individualismo. Madame de Stäel, que tan alto puesto ocupó en la jerarquía social y en la de la inteligencia, ha dicho: «El hombre debe arrostrar la opinión y la mujer someterse a ella», y aun lo primero se entiende en ocasiones dadas, y en circunstancias excepcionales en que su conciencia se lo prescriba al hombre.
No te prescribiré la delicadeza, hija de mi corazón, porque la delicadeza es instintiva en las naturalezas privilegiadas como la tuya.
¡Cuántas veces la he admirado en su apogeo en gentes del campo, que ni aun sabían su nombre! La sociedad la cultiva, porque cultivar es la misión de la sociedad; para esto crea reglas que le aplica. Una de ellas es que para ser la delicadeza exquisita en el trato, es necesario siempre y en todas relaciones ponernos en el lugar de la persona con la que nos ponen las circunstancias en contacto. Esta regla se parece a la que se da para leer bien en alta voz, y es la de leer con los ojos la frase que sigue a la que pronuncian los labios; así, mientras hablamos debemos leer en el semblante de los que nos escuchan el efecto de nuestras palabras, para modificar las sucesivas, con el fin de nunca herir ni chocar con ellos.
Para aprender la vida y conocer el mundo, sé observadora, Clemencia; no observadora misántropa, cáustica ni satírica, sino observadora justa, despreocupada y benévola. La grata y útil tarea de la observación, embota ese sentimiento de personalidad tan común en nuestros días, que es el mayor enemigo de la sociedad amena. La observación te interesará, te entretendrá y te dará el gran y útil conocimiento del corazón humano. Entonces conocerás cuán erradas son esas máximas absolutas, que todo lo miden por un rasero, y lo falso de esos aforismos vulgares, como son:
Todos los hombres son iguales.
Quien vio una mujer, las vio todas.
El corazón del hombre siempre es el mismo.
Las pasiones y modo de sentir de los lapones son los mismos que los de los andaluces.
Y menos fiarás en la archivulgar sentencia, piensa mal y acertarás; no pienses mal, sino juzga bien, y acertarás. Pero sé tarda en formar tu juicio, porque con verdad se ha dicho que el hombre juzga por razones y la mujer por impresiones; es decir, el primero con la cabeza y la segunda con el corazón; y ya sabes cuán fácil es éste de dejarse engañar, sobre todo si es noble y sincero; a pesar de que debes siempre preferir la tristeza de un desengaño, al sonrojo de un mal juicio.
No tengo presente en dónde he leído poco ha que el hombre de entendimiento es el que halla tipos distintos, y que el hombre vulgar es el que halla a todos los hombres iguales.
-Yo creí -repuso Clemencia cuando le dijo esto su tío-, que los tipos eran raros.
-No, hija mía -contestó el Abad-, pues el tipo es aquella persona que resume en sí más marcadamente los rasgos peculiares de la clase a que pertenece, sin tener originalidad. Si la tuviese marcada, sería un original y no un tipo en su género; y si no, observa a mi hermano: él es el verdadero tipo del caballero campesino andaluz, con sus dotes de tal, esto es, un entendimiento claro, perspicaz e inculto, su hermoso y noble corazón y su carácter franco, pero indomellado, su pequeño despotismo de cabeza de casa grande, y su generosidad de mayorazgo, sus grandes y altos sentimientos cristianos, y sus mezquinos gustos lugareños.
Observa a Pablo, y verás en él el tipo del hombre de valer, modesto, oscuro y poco lucido.
Observa a mi cuñada, y verás el tipo de la mujer reconcentrada, cuya austeridad, cual una capa de nieve, encubre y retiene en su germen los brotes de un corazón rico y noble.
Observa aun a la tía Latrana, esa vieja impertinente que de continuo asedia a mi hermano, y verás como con su exigente, descocado e insolente despotismo, forma el tipo de esa clase de pordioseras españolas. Todos estos tipos son muy comunes, y si se pintasen tendrían su mérito en que cada cual los reconociese. El que es poco común, hija mía, es el tuyo, que es el tipo femenino más bello, el de la inocente joven que criada en un convento, vive satisfecha en el estrecho círculo de una casa austera, habiendo atravesado el mundo, que no echa de menos, desgarrando al pasar su blanca túnica en sus abrojos, y conservando pura e ilesa su alma preservada bajo las alas del ángel de su guarda. ¡Oh Clemencia! no adquieras nunca ilustración, ventaja, saber, ni preponderancia a costa de ésta, y ten presente que el saber aislado es una hermosa estatua sin corazón y sin vida; así es que dice el profundo Balzac, que una bella acción encubre todas las ignorancias, y yo añado que vale más que todo el saber humano.
-¡Qué bueno sois, señor! -solía exclamar Clemencia.
-Todos con pocas excepciones lo somos teóricamente -contestaba sonriendo el Abad-; no está el mérito en formular máximas, está en aplicarlas a la vida: dé suerte que no en mí, sino en ti lo estará, si pones en práctica las que deseo inculcarte.
De esta suerte, y con escogidas lecturas, fue formando el Abad el gusto, cultivando el entendimiento, y dirigiendo las ideas de Clemencia; haciendo brotar en ella los más delicados y exquisitos gérmenes, como el sol de primavera engalana y hace florecer una amena floresta.
Pablo, después de extrañar que Clemencia demostrase tanto afán por los libros, y por recoger cuanta enseñanza salía de los labios de su tío, empezó por interesarse en esta enseñanza, la que le pareció en extremo amena, y acabó por engolfarse en ella, con la atención, seriedad y constancia propias de su genio.
Doña Brígida veía todo esto sin aplaudirlo, ni menos criticarlo. Esta señora, que no tomaba en cuenta pareceres ajenos, nunca imponía el suyo a los demás; rarísima y apreciabilísima cualidad.
Pero no así don Martín, que no había cosa en que no se metiese. Así era que como lo que hacía su hermano le infundía respeto, y por otro lado el estudio no le inspiraba ninguna simpatía, solía decir al oído a Clemencia.
-Malva-rosita, dile al tío que menos borla y más limosna, y tan presente que boca brozosa cría mujer hermosa.
Otras veces, cuando se prolongaban las sesiones con el Abad, gruñía: -¡tanta lección y tanta lección!, ¿de qué te ha de servir eso? Anda, anda, dile al tío que menos espuma y más chocolate.
En cuanto a Pablo, solía decirle:
-¿Tú también te quieres meter a discreto, tú que no pareces de la familia de los Guevaras, sino de los Alonsos, que eran treinta y todos tontos? ¡El demonio se pierda! Déjate de latines, Pablo; que la zamarra y la borla de doctor hacen unas migas como un toro y un pisaverde. A tus agujas, sastre. ¿A qué lo echas de pulido, si eres fino como tafetán de albarda?
Y se ponía a canturrear, cosa a que era muy afecto:
San Pedro como era calvo |